Análisis de Call of Duty: Modern Warfare 3

La nueva Infinity Ward se anima, por fin, a prescindir del tutorial marca de la casa. Ya el año pasado, con Black Ops, Treyarch había llegado a la conclusión de que no es necesario contar cómo funciona la cosa; todo el mundo lo sabe —se aburrirá, de hecho, si le obligas a pasar por eso— y la excusa del campamento militar no se puede amoldar a ciertas situaciones. Dudo mucho de que el Sargento Sandman esté de humor para enseñar a cambiar el cargador de un rifle M4A1 mientras llueven fragmentos de fachadas en Nueva York, durante el prólogo de la Tercera Guerra Mundial. Makarov y sus camaradas se pasaron un poco al final de Modern Warfare 2, pero eso queda como la broma de echarle sal al café si se compara con el siguiente paso en un plan que parece ir demasiado bien a los malos. Pero ahí siguen Price y Soap, dos de los que ya estaban cuando el inolvidable Call of Duty 4 cambió el molde para la mayoría de FPS, improvisando un contraataque con el soviético Yuri como fichaje estrella. La Delta Force pone las barras y las estrellas, los SAS tienen su momento y un par más de personajes consideran necesario aportar su punto de vista a un conflicto previsible pero bien resuelto y mejor contado que en anteriores ocasiones. El follón se alarga varios meses, pero volviendo a las raíces de la saga —hacía falta una Guerra Mundial, claro—, solo se juega aquello relevante para unos protagonistas que viven en primerísima persona y hacen suyas, faltaría más, las batallas de todos. Globalizando tiroteos y explosiones, Call of Duty: Modern Warfare 3 consigue resultar más próximo y creíble. Si con los nazis el impacto venía por detrás, en la dirección del recuerdo, ahora se juega con el «Y si… » de un modo en absoluto complejo, cierto, pero sí efectista por lo reconocible de las localizaciones y lo perjudicado de sus edificios. En la escala está, sin duda, el cambio más evidente de esta campaña: hay más enemigos en las calles, hay civiles cuando toca, aparece por ahí una milicia con bastantes socios y hay más preocupación por mostrar los edificios inaccesibles, varias manzanas más allá, que por taparlos. Evidentemente, solo se puede entrar a aquellos que están en un guión inflexible, en el GPS del NPC que guía en aquella misión y que abre las puertas a patadas, con placajes o, si hay suerte, con una pequeña bomba de esas que se pegan para hacer incursiones a cámara lenta. El diseño de la experiencia individual de un Call of Duty se ha convertido en un proceso que requiere apuntar las cuatro formas más bestias de clavar un cuchillo en garganta ajena y, sobre todo, pensar en los contextos más espectaculares para ponerse a disparar; algunos se pillan de Inception y para otros se puede ir peligrosamente cerca del «todo vale» (¿de verdad tenía que ser el metro de Londres?), pero esos momentazos tienen que ir justo donde les toca, para mover la batuta de esa forma. Del mismo modo que su control no necesita recordatorios, la fórmula de Modern Warfare 3 no necesita ya presentación; es la espectacularidad como mecánica, gracias a eventos scriptados tan centrales que se integran en el desarrollo de la acción justo como deben —tal vez por ser realmente al revés, por adaptarse la acción a ellos—. Nunca rompen el ritmo, al contrario. Nunca se cargan el vínculo entre el jugador y esa mano que sujeta el arma, al contrario. El desgaste de este modus operandi, sin embargo, empieza a ser evidente. Esta entrega no sorprende como las anteriores y el homenaje es aquí una mala idea; cuando creemos estar ante un Greatest Hits, con eventos que recuerdan a los ya vividos, el tiro sale por la culata. La lancha, la infiltración al castillo, el AC-130, el pasar la noche tumbado en una terraza, con la mira telescópica a punto. Son partes realmente buenas, pero nos pillan más que prevenidos. Poco ayuda, en ese sentido, un motor gráfico para el que los años pesan, que se mejora esta vez más pensando en la cantidad que en la calidad. No hay grandes artificios con los efectos, ni la mejorada iluminación se anima a contar pequeñas historias, ni la interacción con el entorno es importante, ni la tecnología da como para humanizar los soldados a través de sus expresiones y sus ojos. En las armas, más diferenciadas, y los accesorios —como la App para controlar la ametralladora de un helicóptero con el iPad— está lo mejor de la dirección de arte. Casi todo queda, no obstante, en la zona del notable, y el compromiso con los 60 cuadros por segundo vuelve a llevarse la matrícula. El sonido, en cambio, vuelve a quedar en un segundo plano también por un doblaje meh, con rusos sin acento ((¡Devuélvanme mi dinero!)) y que no se puede pasar a inglés. Tras cinco horas de no parar, volvemos al menú principal para mirar a ambos lados: cooperativo a la izquierda de la campaña, competitivo a la derecha, y la posibilidad de dejar ese modo como predeterminado debajo de los tres. Regresan las Operaciones Especiales para dos, con las Misiones de la última vez, las estrellitas y las situaciones más o menos recicladas, eclipsadas un fantástico modo Horda: enemigos normales, suicidas con chalecos explosivos, jodidos perros, helicópteros y todo lo que quieras en oleadas de dificultad creciente, separadas por pequeños respiros para ir de compras. Hay munición, hay apoyo aéreo y hay todo lo que te puedas permitir con el dinero ganado hasta el momento y hayas desbloqueado con un sistema de niveles independiente. Vicio, puro y puto, apoyado sobre todo en un control perfecto. Pero para enganchar de verdad está el multijugador competitivo, el verdadero culpable las cifras con muchos ceros, de la locura por comprar el juego tres días antes de su lanzamiento oficial, de la sonrisa de Kotick. Directo en todos los sentidos posibles, instantáneo en todo lo imaginable y simplemente perfecto para muchos —especialmente los que pensamos que los vehículos no son incuestionablemente buenos—. Hay más modos de juego, más opciones de configuración en las partidas y más herramientas para la comunidad ((Voy a contar a mis nietos que cuando Call of Duty: Elite funcionaba, el lunes, era bastante la hostia incluso en su versión gratuita.)) que nunca, pero los cambios que como mínimo yo más he notado son la mayor obsesión con la personalización y la menor mapeabilidad de los entornos ((¡Mira, mamá, hablo como un estudiante del Máster en creación de jueguicos!)). Lo primero lo digo por la posibilidad de subir de nivel las armas —las de siempre, en general y evitando entrar en detalle—, ganando así ventajas o accesorios para cada una y eliminando el absurdo dinero de Black Ops. También por las novedades en las rachas de bajas que permiten variar un poco la estrategia y, sobre todo, añadir emoción hasta el final de la partida: los jugadores que optan por la opción de Apoyo empiezan a conseguir las ayudas importantes durante los últimos minutos. Con la segunda palabreja hacía referencia a unos mapas algo más complejos y laberínticos, seguramente por aquello de reducir el número de francotiradores; lo consigue, hasta donde yo he visto, dando más importancia al combate de corta-media distancia en detrimento del duelo a media-larga. Un servidor, hombre de rifle de asalto semi-automáticos, amigo de la precisión y de los headshot a los que asoman por la ventana, lamenta en parte esta decisión, aunque la entiende y está más cerca de acostumbrarse al cambio. Hasta aquí, según lo esperado, ¿no? Pues eso es todo. No hay sorpresas ni secretos, solo lo imaginado por todos. Creo sinceramente que Infinity Ward ha actuado de forma inteligente, haciendo como que no escuchaba las preguntas sobre la fuga de un cacho del equipo y no dejando que la competencia ponga en duda sus principios. Call of Duty: Modern Warfare 3 es un producto muy completo que hace tremendamente bien aquello que se propone —la patética escena de la niña es un patinazo poco indicativo—, que mantiene su alma a pesar de estar confeccionado con un patrón más que estricto; consigue convertir la familiaridad en su mayor baza. Claro que es bueno probar nuevas propuestas y buscar experiencias complementarias. El Duty lo acepta y lo entiende. Su mensaje es claro: Siempre nos quedará París. Aunque haya sido bombardeada, las terrazas de los cafés estén llenas de fiambres y… bueno, ya lo veréis. [9]