Análisis de Dark Souls

Soy muy poco fan de esa etiqueta, la de «noséqué de culto». Se ve como algo incondicionalmente bueno, cuando no lo es; hay que tener en cuenta quién se la ha colgado y por qué. Demon’s Souls merece, sin duda, ser considerado un juego de culto por unas cuantas ideas innovadoras y, sobre todo, por ser lo contrario de accesible en estos días grises de abuelas jugonas. Desde su presentación, Dark Souls está marcado por ese que estuvo antes, por una revolución a la que únicamente se puede dar continuidad cambiando más bien poco. Hay que seguir sufriendo. Como en cualquier otro juego cuyo título contenga las palabras Dark o Souls, el objetivo aquí es salvar el mundo. O acabar con una oscura maldición por la que todo Cristo se da un aire a la Duquesa de Alba. O algo así. Ya nos entendemos; es la típica historia de fantasía medieval con dragones, brujas y llamas sagradas en un equilibrio que se rompe y que podemos intentar restablecer. Pero ser el elegido es una putada, esta vez; la única ayuda por parte de From Software es una llave de tu celda y unos pocos mensajes a modo de tutorial provocadoramente básico. No hay ni mentor, ni hada pegada al hombro que te recuerde en cada momento lo que tienes que hacer. El héroe aquí acepta serlo porque no le queda otra —recordemos: era, antes de empezar, un jodido no-muerto en un calabozo—, pero está literalmente perdido. Lo decía muy bien el Agente en el foro, lo que con esto se busca preparar es un «contexto narrativo» más que un guión, una sensación de estar ahí más que una necesidad de salir. Es una aventura pura y sin mapa, con objetivos difusos; una leyenda, que no historia, sobre el peligro y el desamparo. No sobre la soledad, ojo. En el mundo de Dark Souls quedan algunos pobres desgraciados que igual te enseñan truquillos de piromancia, igual te venden algo, igual ya solo valen para morir y soltar unas cuantas almas. Están todos locos de remate, por falta de esperanza, y nadie puede culparles por ello; si dieran cuatro pasos en la dirección que no toca, si abandonaran la placita del Enlace del Fuego, se encontrarían con un maldito reptil gigante que escupe veneno, con una Hydra, con un Caballero Negro bien jodido o con un gato. Sí, sí, incluso los putos gatos son despreciables máquinas de matar. Son esos rivales, bosses o no, los verdaderos protagonistas. Ellos marcan tu camino al tachar todos o casi todos los demás, machacándote sin piedad cada vez que asomas la cabeza por donde no toca. Es una aproximación bastante traumática al mundo abierto, desesperante en más de una ocasión, pero que acaba funcionando gracias a unos escenarios fantásticamente diseñados, conectados con mucha cabeza por atajos imprevisibles. Las hogueras, puntos de descanso donde recuperar salud, rellenar frascos de Estus ((¿Es posible vencer la tentación de hacer la broma de «frascos de los Otrus»? Creo que no.)) y reaparecer tras una muerte, tienen más sentido que el Nexus en esa estructura. Son ellos, decía, grandes y pequeños, los que definen la experiencia como difícil. No hay otra forma de verlo: para eso creó Jesús los golpes imparables que vacían toda la barra de salud. Abundan los de este tipo en los cientos de patrones de ataque con los que Dark Souls te pone a prueba. Claro que tienes que visitar esa otra zona antes, claro que ya llegará el momento de la venganza, varios niveles de experiencia después, pero vas a diñarla unas cuantas veces hasta entonces. Hay que arriesgarse, aunque duela, en nombre de la exploración: se recompensa hasta el punto de ser casi una exigencia, porque perderse un yelmo tiene un pase —excepto con el de jabalí—, pero no poder ir al Mundo Pintado de Aramis, la mejor área que yo he visitado, fastidia un poco más. Cuando dar de leches es más importante que mirar en las esquinas, viene bien tener un sistema de combate tal que así, lo bastante bueno como para que todo duelo sea interesante: apuñalar a un ladronzuelo de tu altura o quemar asquerosas ratas sigue motivando después de mandar al otro barrio a un lagarto gigante con una boca de tres pisos en el «pecho» o a un lobo que pasó por la misma escuela de esgrima que Amaterasu. Muy basado en mantener las distancias y en acertar con los tiempos, en saber esperar y en arriesgarse solo cuando lo ves claro, resulta auténtico y se adapta perfectamente cualquier reto gracias a un indicador de energía muy bien pensado, que desciende con cualquier movimiento de ataque o de evasión y se recarga más rápidamente cuando no estamos protegidos por el escudo. Suponiendo que lleves uno, claro, porque la variedad a nivel de equipo, de clases y de estrategias es otro de los puntos a destacar: hay que tener muy en cuenta el peso de la armadura, la resistencia al fuego o a la magia nos puede salvar el culo más de una vez, las alabardas no tienen nada que ver con las katanas y, aunque puedes acabar llevando a tu personaje más o menos donde quieras, la especialidad que elijas al crear tu personaje determina la forma de (sobre)vivir las primeras horas. Son cosas lógicas y esperables, evidentemente, pero que muchos juegos olvidan o utilizan como adorno. Dark Souls hace lo opuesto y, más que eso, da una importancia brutal al inventario obligándote a lidiar con él sin poder pausar la acción. En From Software están cómodos con esa complejidad, la saben controlar y llevar a cada rincón. Significativo es su buen hacer a la hora de presentar y justificar los objetos para realizar cualquier acción: la Caja sin fondo para guardar la morralla, las herramientas para poder mejorar y reparar armas sin depender del herrero y, sobre todo, los cristales para escribir pistas o dejar marcas de invocación y poder, si al online le sale el conjuro, jugar en cooperativo con un par de espectros o invadir la partida de otro con intenciones no tan buenas. Escribió mucho y bien el gran DonDepre sobre la brillante forma que tenía Demon’s Souls endilgar dosis de multijugador en un necesariamente para uno; casi todo lo dicho vale para este sucesor espiritual, así que no voy a añadir mucho. Reafirmar, si eso, que es una integración magistral, una idea fabulosa que, aunque se puede, no merece la pena ignorar. Algo tan aparentemente anecdótico como el espíritu de otro jugador recordando sus últimos segundos de vida consigue dar también a Dark Souls ese toque único que se lleva al extremo con las pistas —se podría haber avanzado un poco más en esa dirección— y los viajes dimensionales. Ese apartado está en el grupo que debe recibir aplausos sin «peros». Ahí están también las consecuencias más importantes de una propuesta tan arriesgada, de lo poco que tenía ya claro durante las primeras horas de partida: lo verdaderaramente importante de Dark Souls es su capacidad de generar temor genuino, interactivo y constante —no tanto por saber que palmarás más pronto que tarde como ante la posibilidad, sobre todo, de perder las almas y las unidades de humanidad recolectadas— y el modo en que la dificultad llega a magnigicar el sabor de la victoria y la satisfacción por el aprendizaje. Es algo con un potencial incuestionable, pero que en ocasiones debe soportar demasiado peso: sin más motivaciones, a veces se avanza por egolatría y ya, para poder contar gestas por ahí. Y eso es en parte fascinante, cuidado; siempre es bueno que un juego sepa ser tema de conversación, y vaya si este lo es. Sentir indiferencia total por ese reclamo, no obstante, es algo muy normal. Cuando todas las piezas de Dark Souls encajan, cualquier penuria se hace llevadera por lo comentado arriba. Magnífico, en esos momentos. Su ejercicio de funambulismo, sin embargo, peligra por cada leve fisura. Querer pasar más tiempo como humano que como hueco es comprensible —el juego se disfruta más—, pero relativamente fácil de no lograr. Las muertes por caídas estúpidas —desastroso todo lo que tenga que ver con saltos y verticalidad— o por hostias fatales patrocinadas por problemas de clipping no deberían estar ahí. La Ciudad Infestada es un coñazo, no solo porque el framerate pasa de inestable a patético. Por encima de eso, está lo poco que le cuesta al juego señalar hacia la guía y hacia el farmeo cuando la cosa se pone fea. Cuando una especie de rana te echa una maldición que deja tu vitalidad a la mitad, por ejemplo. La sutil diferencia entre «vamos a pasarnos esto entre todos» y «vamos a mirar o a leer a quien ya se lo ha pasado» acaba por teñir el desafío de tedio y por diluir aquella satisfacción. Lo otro, lo de repetir un tramo para conseguir más experiencia, que al mismo tiempo es dinero, es directamente lo más ruin que existe en diseño de juegos. Con esa técnica me ganó Dark Souls la partida. Por desgaste. Él seguía aplicando su filosofía como debía, seguía presumiendo de dirección de arte con monstruos espectaculares y una ambientación magistral a pesar de los gráficos reguleros. La inolvidable llegada a Anor Londo deja claro que queda mucho por descubrir. Pero tras demasiades tardes haciendo de Tano Pasman que no supe dejar de ver como perdidas, decidí romper mi regla de terminar los juegos antes de analizarlos. Así de especial es este cabronazo. Le importa una mierda que hayas tenido un mal día en la oficina y te lo dice tan convencido que debes reconocer su valentía. Por eso es muy probable que, si vas lo bastante bien de paciencia y de tiempo como para pagar el peaje, te encuentres con algo imprescindible. Esos acaban siendo los requisitos, por encima de la pericia o del ingenio. Y no los cumplo. No eres tú, soy yo. Y sin embargo, mi última victoria ha sido saber dejarte a tiempo. [8]