Análisis de Little Nightmares

Little Nightmares es un juego de terror. No es un survival horror ni echa mano del susto ni de los resortes típicos de los juegos pensados para poner tenso al jugador. Su apuesta es opresiva pero colorida y con una entrega total a su propia dirección artística: sus entornos mezclan lo industrial y lo fantasioso, el aire mágico de un cuento infantil sombrío —los muebles, redondeados y asimétricos como una caricatura sucia, son de un tamaño desproporcionado, de una escala confusa respecto a la niña, subrayando siempre la misma idea: estamos indefensos y en un lugar al que no pertenecemos— con la sordidez polvorienta de una casa sucia y abarrotada por algún anciano demente. El ambiente empapa cada espacio con un detallismo siniestro, como si fuesen pequeños escenarios delimitados, decorados de distintas obras del Theatre du Grand Guignol.

Las criaturas que residen en esas galerías oscuras tienen, de hecho, aspecto de marioneta. Pero no de las que penden de hilos o cubren una mano, sino de las que llevan a un adulto dentro que se encarga de caminar y operar los misteriosos mecanismos de sus gestos. Casi podemos sentir el peso de los monstruos, balanceándose aparatosamente en cada desplazamiento mientras llevan a cabo sus tareas domésticas. Esa cualidad de lo ajeno también acentúa la incomodidad: esos bichos están en su cocina, salando pescado, machacando filetes, o en su almacén o su biblioteca, ordenando juguetes y otras pertenencias que probablemente han salido del mismo sitio que el mar de zapatos que atravesamos poco después de empezar el juego. Es un hogar, pero un hogar ajeno. Y si dice Sartre que el infierno son los otros, el hogar de los otros tiene que ser, por extensión, algo infernal.

La rutina de los monstruos solo se interrumpe cuando somos avistados y entonces entran en un frenesí espantoso que les lleva a perseguirnos entre bufidos acelerados y un gruñir hambriento propio de depredadores tras un sabroso animalillo. Sus carnes colgantes se bambolean de maneras inimaginables, sus brazos imposiblemente largos palpan como tentáculos lugares que parecían no poder alcanzarse, sus bocas torcidas se deforman aún más entre gorgoteos, y sus ojos de trapo barren el entorno en nuestra búsqueda. No son nuestros únicos enemigos en el juego, pero sí son los que marcan la pauta de nuestro recorrido y dan sentido al escenario que ocupan.

El sigilo básico del que echamos mano para pasar inadvertidos entre los gigantes comeniños, y también el diseño de la mayoría de puzles que nos obliga a desplazarnos varias veces por zonas peligrosas para llevar piezas de un lugar a otro, hacen de Little Nightmares una experiencia concentrada, de una densidad pegajosa que impregna todo el juego. No solo es que sus distintas facetas estén entremezcladas en los mismos tramos (en unos pocos metros puede haber sigilo, rompecabezas y persecución, como si el juego se hubiese propuesto aprovechar cada espacio al máximo), sino que también los propios objetos con los que interactuar, el mobiliario y los monstruos, poseen una cualidad especialmente robusta. Es difícil de describir, pero se parece mucho a la diferencia que uno percibe en una película al distinguir entre efectos digitales y efectos físicos, con látex, gomaespuma y sangre falsa.

Al igual que sus primos hermanos creativos de Playdead, la gente de Tarsier Studios no ha utilizado el guion como un envoltorio a sus puzles, sino al revés: Little Nightmares busca, ante todo, contarnos una historia, un relato tenebroso para asustar a los niños al principio que, a medida que avanza el juego, empieza a evolucionar hacia una fábula de fuertes destellos políticos en remota sintonía con cuentos como Watership Down o Rebelión en la granja. Y al mismo tiempo, en su afán expresivo, el juego huye de toda explicación, de toda premisa argumental, de todo atisbo de cogernos de la mano para llevarnos a algún lado. Ni un solo texto más allá de leves indicaciones mecánicas en los primeros rompecabezas, ni un diálogo, ni una palabra. La vehemencia con la que el juego se apoya en un terror infantil esencial como es el del abandono (alguien me sugirió en el avance cierta influencia de La ciudad de los niños perdidos, y acertó de lleno) le lleva a sugerir cierta concepción de la orfandad del propio jugador, completamente desamparado ante lo que está por venir.

Little Nightmares pide a gritos ser juzgado por su historia y por su manera de contarla, y en ese sentido su enérgico movimiento final parece buscar una redondez cercana a la del final de Inside que por desgracia no consigue igualar. La idea general se entiende pero quedan flecos que no acaban de dar la nitidez necesaria al simbolismo de su conclusión, y en ese sentido se hace más difícil seguir pensando más en él por lo que insinúa que por su exhibición visual. Pero esas tres horas y media de sortear fauces babeantes y dedos arácnidos inspiradas por el Tim Burton más ominoso, el Jean-Pierre Jeunet más oscuro y el Jim Henson más grotesco —humedecido también, quizá, por la influencia de Maurice Sendak y los hermanos Grimm— son, sin duda, un paseo fantásticamente mórbido y absorbente, siguiendo a un frágil barquito de papel en el riachuelo junto a la acera de tu calle, hacia esa boca de alcantarilla negra y hedionda en cuya oscuridad, pase lo que pase, nunca, nunca, nunca debes mirar. [9]