El pasado mes de octubre, aprovechando el plus de visibilidad que otorga el Festival de Cine Fantástico de Sitges, Calamar Ediciones sacó a la calle Neoculto, poliédrico libro coordinado por Ángel Sala y Desirée de Fez en el que firmas tan bien dotadas como las de Jordi Costa, Enrique Garcelán, Beatriz Martínez, Jordi Sánchez Navarro o Rubén Lardín —entre otras muchas— disparan desde diferentes ángulos para construir una visión de esa historia del cine subterránea que es el de las películas de culto, un panorama lleno de obras tan salvajemente innovadoras, tan radicalmente singulares, tan poco sujetas a convenciones de cualquier tipo y tan desinteresadas en gustar a todo el mundo que encuentran dificultades en ser asimiladas por el gran público, generando, sin embargo, afecciones inquebrantables entre pequeños sectores de devotos completamente entregado a su disfrute. Un conjunto de obras imperfectas, apasionantes y crípticas que han terminado siendo relegadas a meras notas a pie de la Historia Oficial en el mejor de los casos o denostadas y semi olvidadas en el peor.
Al terminar de leerlo, no solo estaba deseando ver decenas de películas de las que no había oído hablar nunca sino que también me pregunté qué encaje tendría la etiqueta de culto en un medio como el de los videojuegos. Si en el cine esta etiqueta se le otorga a obras descartadas por cierta oficialidad, por el control al que está sometido un medio ampliamente considerado como arte, ¿tendría sentido hablar de obras de culto en un medio en el que a) la escasez de literatura, estudios y trabajos de investigación hace que todavía no exista una Historia Oficial bien definida —y por tanto tampoco una historia paralela o alternativa— y b) nunca ha alcanzado la consideración social de arte —aunque para bien o para mal parece que es un escenario que está cambiando—, y por ello ha sido un espacio no vigilado, terreno fértil para que lo extravagante y lo sorprendente sea sencillo de encontrar incluso en los mastodontes superventas?
En 1962, Steve ‘Slug’ Russell, tras más de doscientas horas de trabajo en un primitivo ordenador del tamaño de un automóvil propiedad del Massachuset Technical Isntitute, consigue completar el que se suele considerar el segundo videojuego1
de la historia: Spacewar!, un sencillo programa en el que dos naves espaciales se perseguían alrededor de la órbita de una estrella con el objetivo de derribar a su enemigo de un misilazo bien dirigido. Russell era el miembro más joven del TMRC (Club de Modelismo de Trenes) del MIT, un grupo de nerds apasionados por los cómics, la literatura pulp, la ciencia ficción y otros subproductos culturales que se inspiraron en las aventuras de Buck Rogers para dar formar a su batalla espacial.
Mientras que el carácter documental y cierto convencimiento de estar atrapando lo real que tenían las estampas finiseculares de las primeras filmaciones de los hermanos Lumière marcan, de algún modo, el desarrollo posterior del cine, para comprender los videojuegos es importante tener en cuenta que sus primeros pasos están fuertemente unidos a las características del pOp más de derribo. Tal vez cualquier consideración sobre el culto que queramos hacer dentro del medio debería partir desde la aceptación que, desde sus comienzos, y hasta hoy por la tarde, el ocio digital lleva las dobles hélices de su ADN repletas de los placeres más inmediatos de la serie B y Z, con el resultado de que —al menos durante mucho tiempo— pudiésemos considerar a los videojuegos en sí mismos como un medio de culto; un medio que acoge con los brazos abiertos la sci-fi chispeante que mostraba Spacewar! pero también el cine de artes marciales (Street Fighter, Mortal Kombat), los juegos de rol de tablero (Ultima, Final Fantasy), los cómics de superhéroes (Capitán Comando, Crackdown), el cine de animación (Super Mario Bros., Crash Bandicoot), la fantasía tolkeniana y derivada (Gauntlet, World of Warcraft), las historias de comandos y marines (Mercs, Gears of War), los seriales de matinée (Pitfall, Uncharted), el gore (Splatterhouse, Carmageddon) y, en definitiva, todo el magma cultural más extremo que se saliese de los cauces de lo culturalmente aceptado y de lo bien visto porque, a fin de cuentas, no había nadie a quien rendir cuentas.
No obstante, a pesar que las características del videojuego medio ya serían consideradas como marcianas en cualquier otro ámbito, si entendemos la etiqueta de culto como apta para aquellas obras que se posicionan fuera de lo habitual dentro de un medio concreto, que se bifurcan de la tendencia mayoritaria en una industria o que su excentricidad es tan grande que las convierte en un plato sólo disfrutable por un público minoritario, entonces desde luego que podemos hablar de obras de culto dentro de los videojuegos. Si bien convendremos en que títulos como Zelda, Ico, Braid, Monkey Island, OutRun, Prince of Persia, Lemmings, Another World, Journey o Diablo, entre otros muchos, por su difusión, visibilidad y por estar ampliamente reconocidos como hitos del ocio interactivo y elementos fundamentales de la cultura popular de las últimas décadas, no podrían entrar a formar parte de estos videojuegos de culto, sí que existen propuestas desconcertantes y atrevidas que, sea por la razón que sea, no han conseguido todavía —puede que nunca lo hagan— dar ese paso definitivo hacia el consenso. Títulos incomprendidos, adelantos a su tiempo, castigos injustos, fracasos morrocotudos o chapuzas encantadoras que, sin embargo, arrastran pequeñas congregaciones de fieles tras de sí. De todo esto sí que podemos encontrar en el mundo de los videojuegos.
Esta naturaleza de los videojuegos tan abierta hacia el collage y lo heterodoxo, unida a la práctica inexistencia de canales alternativos de distribución funcionales hasta bien comenzada la década pasada, ha tenido como consecuencia que una parte importante de los juegos que hoy podemos considerar de culto hayan nacido dentro de los engranajes industriales más tradicionales. Se trata de títulos con vocación abiertamente comercial, que se elaboraron con la voluntad de alcanzar una gran difusión pero que, por motivos como utilizar patrones de juegos situados en el extrarradio de lo que consideraríamos normal, por haber aparecido en la oscuridad de los últimos días de vida de una consola o en el excesivo resplandor de los primeros, se quedaron relegados al fondo de las cestas de oferta de las tiendas especializadas.
Una de las causas que puede llevar a un título de estas características a tener la veneración propia de las obras de culto es el aura de juego rematadamente malo que se va creando alrededor de ellos, aquellos títulos que encadenan una larga colección de despropósitos y desatinos pero que, por algún rasgo diferencial, destacan entre sus pares. Esta belleza que encierran los fracasos estrepitosos, el encanto de los proyectos que salieron mal, genera no pocas adhesiones hacia juegos a medio cocer, encantadoramente torpes o que simplemente fueron incapaces de pagar los cheques que su desmesurado hype iba extendiendo. Títulos como Rise of the Robots, Street Fighter: The Movie, el Superman de Titus para Nintendo 64, Daikatana; o un juego como la ambiciosa adaptación del film Batman & Robin para PlayStation, en su día un tortazo comercial del tamaño del Queen Elizabeth pero que con el paso del tiempo fue encontrando una serie de devotos quienes, pasando por encima de taras más que evidentes —fundamentalmente un sistema de control espantoso—, consiguieron ver en él a un pionero que se adelanto varios años a características que marcarían a la siguiente generación de consolas, desde mapeados abiertos a lo Grand Thef Auto que podían recorrerse a pie o en Batmovil, a un insólito sistema de misiones desarrolladas en tiempo real, pasando una completísima Batcueva que permitía gestionar la cantidad de subtramas y bat-cacharros que el juego ofrecía.
Otros títulos mucho mejor armados que los ejemplos anteriores tampoco gozaron de la atención que su interesante propuesta tal vez habría merecido. Beligerantes críticas por parte de poderosos generadores de opinión, planes de comunicación algo perezosos o haber aparecido en el momento o en la plataforma menos propicia, sirvieron para relegar al olvido a muchos videojuegos valiosos, propulsando así adhesiones inquebrantables hacia el sentido de la supervivencia del FPS basado en el universo de Parque Jurásico Trespasser, la contundencia y el fetichismo armamentístico de Black, el explosivo parque de atracciones de Just Cause 2, la excesiva, sofisticada e inagotable revisión del género beat’em up que es God Hand o hacia la arrolladora acción de Gunstar Heroes, una de las cimas de los 16-bits y padre de algún que otro maravilloso run&gun semi desconocido como Rapid Reload. Este debut de la respetada Treasure (que también tiene callo en esto de que algunos de sus mejores títulos hayan pasado de puntillas en el momento de su lanzamiento) en Megadrive fue recibido con cierta indiferencia. «Tiene buena pinta, buena música y se juega bien, pero después de completarlo no tendrás demasiada urgencia en volver a él», afirmaba en 1994 la crítica de una recién nacida Edge Magazine que doce años más tarde la consideraría como uno de sus textos más desnortados.
Otras propuestas lanzadas dentro de grandes compañías se convirtieron en juegos de culto casi al instante debido a su excentricidad, la falta de referentes con los que abordarlos o por una naturaleza inclasificable que hace preguntarse qué tipo de sustancia llevó a pensar a sus responsables que estos títulos podrían llegar a ser un negocio rentable situándolos en la misma estantería que God of War o Call of Duty. No obstante, a esta imprudente y feliz estrategia empresarial le debemos la existencia de perlas como el RPG darwiniano E.V.O. The Search for Evolution, las neurosis de una familia tokiota a golpe de minijuego descerebrado de Incredible Crisis, el minimalismo pop de Vib-Ribbon, el simulador de níptero nematocero con drama familiar incluido que es Mr. Moskeeto, presidentes norteamericanos que entienden la responsabilidad del poder como enfundarse en el traje metálico de un mecha de combate en Metal Wolf Chaos o el agobiante Blast Corps, una cartucho de Rare para Nintendo 64 consistente en despejar el paso a un convoy nuclear sin frenos de la manera más expeditiva: arrasando las construcciones que se interpongan en su camino por medio de excavadoras, camiones e incluso robots gigantes, y que, a pesar de aparecer en la época de máxima creatividad de la llorada compañía británica, pasó desapercibido entre Diddy Kong Racing, Goldeneye, Banjo-Kazooie y demás clásicos del estudio.
En no pocas ocasiones, la consideración de culto que adquieren algunos juegos se debe a que pueden llevar años descatalogados, por no haber llegado nunca a Europa, por alcanzar precios prohibitivos en importación o porque la necesidad de dominar algún idioma asiático elevaba una barrera infranqueable entre nosotros y el objeto de nuestro deseo.
A mediados de los noventa, en la era pre-Znes y pre-Fusion36, al aficionado que sólo poseyera, pongamos por ejemplo, una nueva y flamante PlayStation de Sony le estaban vedados una importante cantidad de juegos, muchos de ellos clave para entender el medio. No solo no podía acceder (salvo excepciones muy contadas) al catálogo completo de NES o Megadrive, sino que además también tenía muy limitado el acceso a los juegos de importación de su propia plataforma.
La explotación del factor nostalgia como herramienta de marketing y, por qué no decirlo, una creciente conciencia histórica del videojuego por parte de jugadores que han crecido con él, parece que están haciendo que títulos clásicos empiecen a aparecer a precios razonables cada vez con más frecuencia en las plataformas de descarga de software más populares (aunque de manera lenta y a veces algo chapucera). Un panorama mucho mejor que el de años atrás, donde acudir a joyas con más de veinte años ya no implica bucear horas en internet o pelear un buen precio en el Mercat de Sant Antoni.
Hasta la consolidación de Internet en el hogar, mucho del cine o de la música de culto lo era por una especie de halo mítico que se generaba alrededor de obras alabadas en textos especializados pero que, si no eran programadas en festivales, en ciclos universitarios, en programas de radio muy concretos o en televisiones que se volvieran completamente locas, eran de acceso difícil, y comprobar si su leyenda estaba o no justificada, imposible. En el mundo de los videojuegos internet ha funcionado de manera similar.
La difusión de los emuladores de consolas de sobremesa y portátiles junto con todo su catálogo de juegos llegaron para colmar una demanda por la que una industria fascinada por la tecnología, por máquinas cada vez más potentes que empujan a olvidar de un plumazo éxitos pretéritos de acabado visual caduco y mecánicas pasadas de moda, nunca se había preocupado del todo en colmar.
Un caso interesante —y muy particular del mundo de los videojuegos— es el de aquellos títulos alabados y ampliamente populares en el momento de su lanzamiento que se han ido transformando con el paso del tiempo en juegos de culto por la imposibilidad de recuperarlos a no ser que se tenga la santa paciencia y la habilidad para ajustar correctamente la configuración de los ordenadores actuales o del emulador de turno. Hablamos entonces de joyas inencontrables para el grueso de los aficionados como son Skool Daze, Déjà Vu, UFO: Enemy Unknown —reivindicado este año gracias a su remake— o del juego espacial de mundo abierto Elite, para BBC Micro, de los ingleses David Braben e Ian Bell que vendió a mediados de los ochenta tantas unidades como ordenadores Acorn había en el mercado. Su influencia todavía resuena en los videojuegos actuales y es bastante probable que todo jugador que fuese adolescente en 1984 conozca su relevancia dentro de la historia del medio. Sin embargo, a pesar de todo, el hecho de que no haya vuelto a ser reeditado desde 1991 lo ha convertido en un grito sordo del pasado que las nuevas generaciones conocen fundamentalmente por oídas y lecturas.
De todos modos, de nada serviría poder acceder a juegos de nuestro pasado lúdico sin que esta posibilidad corriera paralela a tendencias culturales que los reivindiquen, les den valor y propongan nuevas formas de pensar en ellos. Ésta es justamente la labor de lo que llamamos lo Retro, una sensibilidad creciente hacia el patrimonio del medio que se dedica tanto a rescatar y a mantener viva la memoria de los grandes nombres como a deleitarse en la búsqueda de joyas y rarezas olvidadas.
En este sentido, la presencia de espacios para hablar de juegos retro en revistas especializadas, así como el nacimiento de publicaciones impresas únicamente dedicadas a juegos de generaciones pasadas como la británica Retro Gamer o la japonesa GameSide, unido a páginas web y blogs de aficionados del nivel y dedicación que muestran Hardcore Gaming 101 o Racket Boy, han ejercido una labor fundamental de difusión de juegos minoritarios, de la misma manera que son responsables de dibujar un escenario apropiado para que aficionados de todo el mundo se sientan animados a ejercer como arqueólogos de lo digital, de revolver en el catálogo de plataformas ignotas en busca de títulos sorprendentes y sin parangón alguno.
Es posible que, a pesar de la innegable importancia de los emuladores, sin esta actitud aventurera a día de hoy todavía fuesen menos los admiradores de títulos como Time Gal, vídeo aventura en la línea de Dragon’s Lair que la desarrolladora nipona Taito realizó en colaboración con TOEI Animations; Ninja Golf, juego tardío de Atari 7800 que se atrevía a combinar lo incombinable con alegres resultados; Catrap, juegos de puzles para Game Boy con bloques y posibilidades de modificar el flujo del tiempo a nuestro antojo que, intuyo, debió ser muy popular en las oficinas de Atlus durante el desarrollo de Catherine; El Viento, junto con Earnest Evans y Anetto Futatabi forma una atractiva trilogía de shinobixploitations que aparecieron únicamente para consolas Sega, o Lester the Unlikely (Visual Concepts, 1994) disparatado juego de acción-aventuras protagonizado por un nerd que deberá sobrevivir a los peligros de una isla tropical, pelear con piratas y rescatar exuberantes nativas con habilidades como… huir despavorido de un cangrejo.
Y ni mucho menos podríamos haber jugado nunca a títulos como StarFox 2, el ultra sangriento Thrill Kill o la inasumiblemente extraña colección de minijuegos de Penn & Teller’s Smoke and Mirrors, títulos todos ellos cancelados en las últimas etapas de su desarrollo o justo antes de su lanzamiento comercial.
En géneros ya de por sí minoritarios, como la estrategia de gestión por turnos o el mundo de los simuladores aéreos, también podemos encontrar propuestas radicales que despiertan pasiones tanto por la calidad del conjunto como por los infernales niveles de complejidad que encierran. Así, juegos como Victoria, en el que se puede decidir sobre casi cualquier ínfimo factor en turnos que a veces cubren ya no años, ni meses sino días u horas, sólo están pensados para nichos de control freaks realmente especializados, mientras que a simuladores aéreos como IL-2, en partidas con todas las opciones activadas, hay que dedicarles muchas horas para tan sólo poder despegar el avión del cemento de la pista de aterrizaje, no digamos acertar a un blanco en movimiento.
Sin embargo, en el extremo más alejado de los jugadores que disfrutan con niveles de dificultad ultra exigentes, encontramos a los aficionados al masocore. Como definiría Lara Sánchez Coterón en su ensayo sobre el tema para el tercer volumen de Mondo Píxel, los títulos englobados por esta etiqueta «parecen hablarnos de una postura estética por parte del diseñador muy al margen de las corrientes predominantes. Este tipo de juegos trabajan con la frustración como discurso estético, con la satisfacción de llevar más allá el desaliento del jugador». El masocore, por tanto, integra propuestas jugables que harían palidecer a los recordmen de Super Hexagon. Kaizo Mario se trata de una versión hackeada de Super Mario World con un diseño de niveles cercano a lo imposible y que, sin embargo, cuenta con una comunidad muy activa que graba sus videos, los sube a YouTube y le dedica horas y horas de su tiempo de ocio a acumular fracaso tras fracaso sólo con la voluntad de avanzar un par de píxeles.
Históricamente no han sido los videojuegos un medio demasiado dado a discursos autorales. Lo normal es pensar en grupos de trabajo, en estudios con sello de identidad como pueden ser Grasshopper, Clover, Wayforward, Treasure o The Behemot. No obstante, desde fechas muy tempranas podemos hablar de unos pocos diseñadores orquesta que han sabido/podido dejar un sello personal en los juegos que entregaban, a veces poco comprendidos al alejarse de los gustos dominantes.
Franceses —país mucho más permeable al concepto de auteur— como Michel Ancel (Beyond Good & Evil, King Kong) o Eric Chahi (Heart of Darkness, From Dust) encuentran en los videojuegos un medio ideal para desarrollar un discurso propio tanto en obras que, por méritos más que sobrados, se han convertido ya en clásicos absolutos como en otras menos reconocidas pero igual de estimulantes.
Como los autores y obras de culto pueden dejar de serlo cuando el paso del tiempo hace que pasen a ser asimiladas, muchos de estos profesionales comenzaron siendo de culto para ahora estar plenamente aceptados. Aunque pueda resultar difícil imaginarlo, existió un tiempo en que Metal Gear era un juego minoritario (al menos su versión para MSX, no la simplificada de NES) e Hideo Kojima un autor que entre AAA y AAA trabajaba en títulos mucho más pequeños pero generadores de filiaciones inquebrantables como Snatcher o el denostado Zone of the Enders , un juego que según pasan los años va mejorando y cuyo inminente lanzamiento en formato HD tal vez debería hacernos replantearnos su condición de juego de culto.
No obstante, se trata de autores con menos visibilidad, con propuestas muchos más alejadas de los parámetros habituales los que más pasiones —y fobias— desatan: Chris Jones (Under a Killing Moon), Kenji Eno (D, Enemy Zero), Shigesato Itoi (Earthbound, Mother 3), Terry Cavanagh (Don’t Look Back, Judith), Konjak (Noitu Love, Legend of Princess), Jeff Minter (Attack of the Mutant Camels, Space Giraffe) o Paolo Pedercini (Everyday the Same Dream, Unmanned) proponen juegos que, desde luego, no se puede decir que sean para todo el mundo, pero a los que difícilmente se le puede negar una voz diferenciada.
Dando una vuelta de tuerca más a lo extravagante encontramos diseñadores como Kenta Cho y sus shooters minimalistas o a auténticos extraterrestres como Yoot Saito —del que tan bien habló el otro día chiconuclear—, responsable principal de Yoot Tower, el pinball de estrategia controlado con micrófono Odama y sobre todo Seaman, probablemente el juego de atención de mascotas más estrafalario que jamás podremos jugar y que encontró el hogar perfecto en una Dreamcast de la época en que Sega andaba en modo kamikaze, estrenando Segaga, Rent-a-Hero No.1, L.O.L. Lack of Love o Roommania #203 como si no hubiese un mañana (en cierta manera, no lo hubo), propuestas tan estimulantes como suicidas comercialmente.
No obstante, el paradigma de autor solitario, insobornable, libre, excéntrico, desconcertante, salvaje y que se preocupa un pito por tendencias lo representa mejor Jonatan ‘Cactus’ Söderström —tan en boca de todos ahora gracias a Hotline Miami—, precoz diseñador sueco que desde 2002 lleva colgando decenas de juegos en su web personal. Programas que escapan a cualquier clasificación: experimentos sinestésicos, traiciones a las expectativas del jugador, poner patas arribas las reglas estándar y la radicalidad visual de sus juegos hacen de su propuesta difícil de gestionar, pero al mismo tiempo lo convierten en uno de los diseñadores más interesantes y arriesgados de los últimos años.
Si tradicionalmente hacía falta el paso de unos cuantos años para que estas obra que hoy consideramos de culto empezaran a encontrar su público (minoritario pero entusiasta, como ya hemos dicho), la capacidad de internet para unir a personas con gustos similares y la velocidad de redes sociales como Twitter o Facebook para el boca a boca ha acortado de manera considerables la duración de estos ciclos, con lo que, a día de hoy, no sería ningún disparate hablar de películas, libros o cómics que generan un culto instantáneo.
Los videojuegos, por supuesto, no son ajenos a este proceso. Un título como Deadly Premonition, con su ambiente enrarecido y sus gráficos destartalados, fue despachado por la prensa mainstream a la misma velocidad que los usuarios y analistas más avispados tardaron en reivindicarlo.
Por otro lado, la consolidación de la escena independiente o la popularización de vías de financiación alternativas como el crowdfunding ha posibilitado que podamos adjudicar la etiqueta de culto a juegos mucho antes de la fecha de su lanzamiento oficial. Desarrolladores como Locomalito o Tom Francis han sido capaces de generar a través de sus blogs una pequeña comunidad que espera con devoción cada nuevo proyecto, que intercambia impresiones y que se mantiene atenta a cada actualización, lo que nos permite hablar de Maldita Castilla o Gunpoint (éste último aun sin terminar) como obras de culto sin caer en el disparate.
El culto implica un tipo de relación distinta entre el jugador y el juego. Al menos distinta a la que se puede mantener con aquellas obras híper saturadas de reviews, críticas, análisis y textos —muchas veces sobreexplicativos— que mediatizan nuestra percepción sobre lo jugado y pueden bloquear la capacidad de sorprendernos.
Porque el factor sorpresa, la capacidad para asombrarnos que tenga el juego, es muy importante en esta relación. Y, claro, los umbrales de asombro de cada uno de nosotros son diferentes.
Es muy posible que leyendo este texto consideréis que muchos de los títulos citados no tendrían que estar incluidos o que existen omisiones imperdonables. Esta impresión no sólo es perfectamente normal, sino que lo contrario sería muy extraño. Leyendo Neoculto, una de las conclusiones que se desprenden es que, aunque existan constantes entre todas las obras que consideramos de culto, la etiqueta es tremendamente flexible, permitiendo que el público minoritario del que he hablado a lo largo del texto se pueda reducir incluso a una única persona: nosotros. Los factores emocionales o la experiencia personal son factores que influyen y que hacen que todos tengamos nuestros propios juegos de culto.
Es por ello que, por último y al igual que hace el libro, os invito a establecer un listado con vuestros cinco videojuegos de culto. De algunos de los míos ya he hablado a lo largo de este artículo, pero a modo de muestra os dejo aquí, en estricto orden cronológico, mis favoritos:
1. Congo’s Caper
Data East, 1992
Super Nintendo
2. Cho Aniki
Masaya, 1992
TurboGrafx-16
3. Call of Cthulhu: Shadow of the Comet
Infogrames, 1993
PC
4. Osman
Mitchell, 1996
Arcade
5. God Hand
Clover Studios, 2006
PlayStation 2
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Yo creo que el juego que más pegado me tuvo al ordenador fue el primer Panzer General.
Oye, la maquetación espectacular. Un regalo a la vista. Luego me leo el artículo xD
Genial artículo y fantástica maquetación. Mi juego de culto es y siempre será el Heroes III, le sigo echando horas en mis ratos libres.
@ildefonso_cerda_suner
Así se te ha quedado la cara, de tanto leer 😀
Poned en su sitio la captura de pantalla de Shadow of the Comet (y, ya de paso, corregid eso tan divertido de Eric Chachi), please.
Vaya, no recuerdo esa parte de Shadow of the Comet 😛
Chócala.
Pedazo de artículo, la verdad que te hace pensar en todas esas joyas perdidas por el mundo y en probar alguna.
Por mí parte hago un listado de J-RPGs que considero «de culto» (lo más seguro que me equivoque):
1. Shin Megami Tensei III: Nocturne (PS2), también os recomendaría los dos primeros e if… (todos para SNES) si podéis con la dificultad.
2. Steambot Chronicles (PS2)
3. Suikoden (Solo jugue a II y V, para PSX y PS2 respectivamente)
4. Tactics Ogre: No sé si cuenta por el remake que hizo Square Enix hace un par de años y por ser el papa de los FFT. Pero merece la pena por la manera que tiene la historia de desenvolverse. Para PSP, PSX y SNES.
5. Valkyria Chronicles: Viendo que este también es muy conocido, no se si añadirlo, pero ese cell shading tan bonico que tiene, y un sistema de combate bastante bueno, hacen de este un «tapado» muy interesante. Sólo para PS3
+9000
Qué maravilla, por Dios. Enhorabuena por el artículo, @pantallapartida, y bien @chiconuclear por la maquetación.
La verdad es que sí es mucho más complicado de lo que parece utilizar la etiqueta «de culto» en los videojuegos. Normalmente se usa demasiado a la ligera y, supongo que para evitar eso, a veces se acaba haciendo todo lo contrario.
Yo soy muy malo encontrando equilibrios, así que haré lo cómodo: yo también elijo God Hand, sobre todo por cómo se está revalorizando (su valor no-económico) con el tiempo.
Y Panzer Dragoon Saga, claro.
@darkpadawan
@preacher
¡Arreglado! aquí no ha pasado nada.
Textos como estos me hacen pensar que tal vez las revistas en papel si debieron morir.
Mis juegos de cul(i)to:
A) Fantasy Zone -> Ohh yes. Always. A tope. Aun así, SEGA sigue dandonos amor a cuentagotas con esto.
B) Guardian Heroes. Lo tengo original.
C) Power Instinct: Mi juego de lucha de cabecera.
D) Monster World: Hazme caso Westone.
F)Astro Assembler: Levantad la mano los que lo conoceis 🙂
Uno de mis juegos de culto es y será el Katamari Damacy.
Esas cabeceras por dios, esas cabeceraaas. Mis ogos.
Fantástico artículo, de verdad. Y la maquetación, muy lograda.
El tema de los juegos de culto es un tema muy espinoso, porque es tremendamente subjetivo. Pero desde luego, da para hablar largo y tendido sobre ello.
¿Qué tal un ciclo de mejores juegos personales en los blogs de usuario, o algo así?
Menudo viaje de artículo, te doy mis dies.
Ahí van cinco de mis preferidos, sin orden ni concierto:
-Suikoden II: humaniza la estrategia y la gestión dentro de un marco bélico.
-Grim Fandango: Pulp Fiction hecho point and click.
-Katamari Damacy: la personalidad estética y el factor timed-puzzle de tetris, el factor inercia y las mecánicas intuitivas de mario, el factor de constante descubrimiento y regresión al niño interior de zelda; un golden trifecta como FEZ.
-Yoshy’s Island: la confirmación del píxel.
-Kaido Racer: un RPG de conducción callejera; entro otros despuntes, la presión afecta literalmente a la conducción. Narrativa mediante mecánicas jugables EN UN PUTO JUEGO DE COCHES.
Rohrer y su Passage.
¿Cave Story?
Future Cop: LAPD, por su multijugador.
Yo he jugado al PuLiRula ése en una recreativa, en España («la recreativa» de «el bar» de un pueblo). Yo era bastante joven y aún así los gráficos me parecían bastante infantiles, (bueno, más bien me parecía «de niñas» ) (los personajes eran un par de críos) y la dificultad (al menos en la máquina en que lo jugué ) era bastante asequible…
Según leo en la wikipedia, fuera de japón censuraron unas piernas femeninas abiertas, pero sí llegó a nuestras tierras…
Sencillamente espectacular, le doy mis dies! :bravo:
Dejo mis cinco juegos de culto 8)
1- Viewtiful Joe
2- Fire Emblem Genealogy of the Holy War
3- Soleil (Ragnacënty)
4- Killer 7
5- Metrópolis Street Racer
Y me da a mi que añadiría Snatcher a la lista, lo estoy jugando ahora mismo y me tiene agarrado por los cojoncillos muy fuerte.
Mi más sincera admiración y agradecimiento a @pantallapartida ( y a @chiconuclear por la parte que le toca) por el artículo, enhorabuena. Esto es hacer bien una trabajo.
viewtiful joe
okami
ico
y todos los fifa desde el 10
Joder, qué bien todo, Pablo :_)
También vengo a aplaudir y a felicitarte por tocar mi vena nostálgica, @pantallapartida :bravo:
Mi historia videojueguil es muy longeva y me es difícil decidirme por tan solo 5, pero por decir algo, la mayoría de las aventuras gráficas de LucasFilms/LucasArts de los ´80 y los ´90 (Sam & Max, Indiana Jones y la última cruzada, Maniac Mansion y Maniac Mansion Day of the Tentacle, Full Throttle (miss you @fixxxer xd), Monkey Island 1 y 2, etcétera), y muchos de los arcades anteriores a su aparición en algunas consolas (Ghost´n Goblins, Snow Bros, Caveman Ninja, Final Fight, Double Dragon, Golden Axe, Pang, Super Pang, Toki,1942, Rygar, Shinobi, TMNT Turtles in time… puf, es un no parar!).
Y si nos ponemos a hablar de las 8 y las 16 bits.. total, que mejor dejarlo xD
Es muy complicado decidirse, a día de hoy aún juego a muchos de ellos.
Joder, qué viejo nos haces sentir a algunos :___)
Me lo leeria, de verdad, pero es tarde, estoy cansado y leer esta parrafada en pantalla en este estado me podria matar. Lo siento @pantallapartida te juro que mañana lo intento.
@pantallapartida lo ha petado con fuerza en esta entrada.
Algunos de mis juegos FAP de los viejos tiempo…
– X-Com Enemy Unknow (UFO Defense para los colegas), aún lo juego.
– Alligator Hunt, un shoot ‘em up patrio, lo reventé en recreativa durante años xD. Vale, que no es original, pero hay hamor ahí dentro por todas partes xD.
– Unirally de SNES, parece mentira que un juego de carreras de monociclos enganche pero conseguí que todos mis conocidos se atraparan con un par de partidas.
Que esté mal hecho no creo que sea razón para que nadie considere a un juego «de culto». El Superman y el ET son anécdotas, curiosidades, mitos o leyendas urbanas, pero no juegos de culto. Vamos, me parece rebajar mucho el sentido de la expresión. Yo diría que un juego «de culto» significa que tiene relativamente muchos fans que consideran que merece más reconocimiento del que tiene.
Algunos de mis favoritos, sin ningún tipo de orden:
1. Terranigma (SNES)
2. Soleil (Megadrive)
3. Metal Warriors (SNES)
4. Dynamite Headdy (Megadrive)
5. Legend of Dragoon (PSX)
Y nada mas que decir por mi parte.
P.D.: Bueno, Shining Force III, nada mas.
Muy bien todo. Único juego que juego de forma regular desde que lo instale la primera vez y que ha sido un poco ninguneado por ser un poco inconvencional:
Sid Meier’s Alpha Centauri
De hecho, me voy a echar una partida ahora mismo en la maquina virtual con XP que tengo para ese y único fin.