E3 2016: Los juegos del padre

Ayer uno de nuestros lectores, el ilustrador Marc Sardà, nos señalaba en Twitter una impresión que yo compartía totalmente:

@chiconuclear @pinjed Soy yo o en la confe de Sony hay mucho de «papá com hijo». Los 30añeros con hijos somos nuevo Target emocional?

— Marc Sardà (@ApeDorm) June 14, 2016

El mismo pensamiento se me despertó durante la conferencia de Sony cuando, después de ver a Kratos transmitir sus valores (bueno, su valor: mata mucho siempre) a su hijo, contemplamos al modelo digital de Norman Reedus llorando mientras abrazaba a un recién nacido coincidiendo con el segmento más emotivo de I’ll Keep Coming, la canción de la banda islandesa Low Roar que se va a repetir en nuestros reproductores durante el próximo año.

Esa misma madrugada yo mismo me dediqué a publicar tráilers sin participar en la retransmisión en directo de Pep y Víctor porque, efectivamente, yo también soy padre y tenía a un bebé de siete meses durmiendo a pocos metros cuyo sueño prefería no interrumpir con risotadas y voces. Quizá por eso, porque mi hijo ocupa ahora mismo el 90% de mi corteza cerebral, pensé que todo formaba parte de mis obsesiones actuales más que de una tendencia real, que soy el clásico padre plasta que siempre habla del mismo tema. El tuit del amigo Marc, lo siento mucho, me da vía libre para seguir siéndolo.

En los dos casos que he mencionado, God of War y Death Stranding, se trata de referencias específicas y sin demasiado espacio a la interpretación; parece claro que el bebé al que Reedus está unido por un cordón umbilical es parte de una ensoñación metafórica sobre solo Kojima sabe qué —posiblemente el fin del mundo—, pero la relación paternal en el tráiler es obvia y algo más que literal; y el niño que acompaña al guerrero espartano ya entrado en la mediana edad, dice la propia Sony Santa Monica que estará con nosotros durante toda la aventura. De hecho parece que incluso habrá un botón reservado exclusivamente para interactuar con el chavalín. Parece que la cámara no será ni de lejos el único rasgo de The Last of Us que God of War tome como inesperado referente.

Esto nos lleva al propio The Last of Us, un juego en el que nos apuñalan el corazón en el mismo prólogo haciendo que Joel pierda a su hija, y en el que vivimos el resto de la historia gestando un vínculo en cierto modo paternal con Ellie. Un tipo de relación similar se originaba también en la primera temporada del The Walking Dead de Telltale entre Lee y Clementine, y no es casualidad que se trate de uno de los juegos más emocionalmente intensos. Pero el canto del cisne de PS3 desarrollado por Naughty Dog es sin duda el que ha proyectado una sombra mayor en los proyectos anunciados este año en el E3, tanto en forma como en fondo.

La figura paterna está presente también en el nuevo Gears of War, cuyo tráiler finalizaba con una aparición estelar de Marcus con aspecto de abuelo y saludando a su hijo, o en We Happy Few donde incluso tomamos parte del delirio general desde el rol de un padre de familia, trasladando esa misma relación al terror psicológico: el horror del ritual familiar, la piñata como núcleo de la diversión conjunta convertida en una rata destripada y repugnante.

Pero si nos ponemos metafóricos también existe una corriente clara que me advirtió Pep, tan obsesionado con Scalebound como siempre, cuando le señalé esta tendencia paternofilial: estamos viendo multitud de juegos en los que el protagonista se hace acompañar de un ser mucho más grande en tamaño, pero a menudo inferior en intelecto. Desde el propio dragón de Scalebound hasta Trico de The Last Guardian, pasando por el titán de la campaña de Titanfall 2 o la fauna robótica que escolta a la protagonista de ReCore. Aquí la relación recuerda más a la de tener una mascota (algo que sucedía de forma literal en el reciente Fallout 4 con Dog o en The Witcher 3 con Roach), un tipo de vínculo que transmite amor incondicional y un instinto de protección y sacrificio en cierto modo también paternal. Mi perro es, aunque la gente me mire raro, como un hijo.

Quizá comparar el compañerismo amistoso de una mascota con el amor absoluto hacia un hijo esté algo cogido por los pelos, pero sigue siendo útil para alcanzar la conclusión que sugería Marc Sardà en su twit: la industria del videojuego sigue siendo una placentera pocilga de diversión descerebrada, pero está dando lentas señales de madurez. Si la generación pasada era la que se había obsesionado con las fantasías de poder —desde Crackdown hasta GTA IV y V, desde los supersoldados de Crysis, Far Cry 3 y Call of Duty hasta los infalibles lobos solitarios de Red Dead Redemption, Skyrim o Dishonored—, con la inflexión emocional que supuso The Last of Us (y eso a pesar de ser, generalizando hasta el cinismo, otro juego de zombis) el foco creativo del videojuego comercial ha subido otro peldaño en su progresión expresiva para ocuparse de sentimientos y relaciones humanas complejas.

El videojuego sigue dirigiéndose al adolescente sediento de emociones fuertes, velocidades imposibles y épica hollywoodiense, pero ahora también es consciente de aquellos que ya han alcanzado o sobrepasado la treintena, esos tardo-jóvenes con preocupaciones de una envergadura vital asfixiante, de la angustia de las responsabilidades y el miedo a la pérdida y el fracaso más allá de caerse por un agujero o perder la vida en una pelea callejera. El videojuego cada vez amplía más su radio temático, y está empezando a abarcar con cierta intencionalidad el tema más emocionante y terrorífico de todos: la vida misma.