Análisis de Assassin’s Creed Unity

En el mejor texto que recuerdo haber leído sobre Assassin’s Creed, decía Filipe Salgado que «en cualquier serie que dure lo suficiente, algunas decisiones se refuerzan por repetición y los defectos se convierten en dogma». Entonces hablaba de Black Flag, al que aplaudía por su manera de reconocer y trabajar sobre esos fallos, ofreciendo más distracciones que nunca y «diseñando los niveles para acomodarlos en un sistema de sigilo roto». Precisamente por eso, porque el rumbo estaba ya fijado y la única aspiración parecía ser la de limar algunos cantos, acababa con la predicción de que «el año próximo habrá un nuevo juego con unos pocos ajustes incrementales que será la mejor versión de esa idea».

Lo mismo esa frase sí vale para Rogue, pero no para Assassin’s Creed Unity: el debut de la saga en nueva generación sorprende por su forma de echar la vista atrás y de ignorar los últimos capítulos, pero también por perder de vista sus errores.

El eterno conflicto entre asesinos y templarios nos lleva esta vez a la París del sigo XVIII, en plena revolución francesa. Las guillotinas van y vienen, la gente quema de todo en las calles y la aristocracia tiembla ante la transformación de la política y la sociedad. Pero da un poco igual: más preocupada por pasar lista a los invitados —personajes históricos como Robespierre, Napoleón o el Marqués de Sade— que por contar lo que sucede a su alrededor, la trama de Unity vuelve a ser simplona y olvidable. La información interesante se queda en los menús y en los coleccionables para dejar sitio a las peripecias de Arno Dorian, otro protagonista antipático que no acaba de encajar en el Credo y que busca, sin demasiado éxito, compensar las motivaciones forzadas con una relación romántica problemática.

Pero los problemas de verdad llegan con las misiones principales. Los objetivos resultan siempre familiares, al igual que el inventario del asesino francés, pero parece especialmente difícil que los planes salgan bien. El sigilo de Assassin’s Creed Unity sigue siendo frustrante, a pesar de un control especialmente apropiado gracias a la posibilidad de agazaparse con el gatillo izquierdo. Y es que no basta con la precisión extra que aporta esa nueva funcionalidad, porque las coberturas funcionan mal y el diseño de niveles se adapta poco a los movimientos de Arno y a los recursos de los que dispone el jugador; los interiores ofrecen nuevos retos para los que no hay respuestas satisfactorias. Un salto que sale hacia donde no querías, una ejecución que no es doble a pesar de lo cerca que estaban esos dos enemigos, una cornisa que no te tapa como esperabas, un guardia puesto allá sin sentido alguno… Montones de imprecisiones acaban revelando tu posición, algo que fastidia sobre todo por la falta de alternativas cuando te descubren: o te cargas a todos los que te han visto —bien por ese combate más exigente, aunque la cámara esté en el otro bando— o bomba de humo y a correr. La planificación se disfruta mucho más que la improvisación, demasiado limitada, pero constantemente se nos empuja hacia ahí.

Es una lástima, porque las intenciones son buenas en los asesinatos más importantes: se presentan como desafíos de desarrollo moderadamente abierto, con varias aproximaciones, pero siguen teniendo demasiado de tutorial. Las ayudas, distracciones y nuevas vías de infiltración se indican con iconos siempre visibles y suelen estar cerca del inicio, fácilmente accesibles. A pesar del enorme potencial, optar por la discreción significa poco más que buscar la ventana que se han dejado abierta y es tentador optar por la vía más directa e indiscreta.

Sucede sobre todo en el tramo final, cuando el juego se relaja y se repite y solo sabe compensar nuestra progresión —desbloqueas habilidades y artilugios con cierta libertad— con más guardias.

Mucho sentido tiene el nuevo modo cooperativo, para hasta cuatro jugadores. Hay un poco de todo en esas misiones independientes, asesinatos, robos y demás, a veces con algo de introducción y de historia. Lo ideal es conectarse con conocidos, porque la falta de comunicación puede convertir aquello en una carrera sin cabeza hacia el siguiente marcador, pero sí hay momentos donde sobran las palabras: me gustó un momento en el que, para proteger un carro aliado, despacha cada uno a los tiradores en su lado de la calle. Una novedad que llega para quedarse, vamos.

No diría que Assassin’s Creed Unity es un juego roto ni tampoco uno malo, aunque en momentos puntuales se queda peligrosamente cerca y el framerate roza lo inaceptable. De hecho, y a pesar de los pesares, creo que hay razones para el optimismo: por primera vez en mucho tiempo, todos los problemas de esta entrega son solo de ejecución, no de planteamiento. Hacía falta recordar esas bases y ahora toca pulir todo lo demás. [6]