Análisis de Bloodborne

Cuando llegamos a Bloodborne ya está casi todo el pescado vendido. Todo lo importante ha ocurrido ya. Nuestro papel en la historia es mínimo: esa sensación de no ser nada es uno de los temas de lo último de From Software, un juego fascinante, brutal, abrumador, trágico, bellísimo.

Imagino que cada uno tiene un Bloodborne. El de unos será un juego de sistemas, en el que el atractivo es aprender cómo sacar el máximo provecho de los numeritos y dar forma a un personaje poderoso, explotar al máximo las armas y sus posibilidades de mejora; para ellos hay un Bloodborne. El mío ha sido uno de historias: ya digo que no es demasiado lo que queda por ocurrir en Yharnam, capital y provincia, cuando nosotros llegamos a ella; el mundo de Bloodborne es un papel en blanco en el que nosotros escribimos una historia. Nuestras son las anécdotas; nuestra es la historia del cazador, a medio camino entre el sueño y la vigilia, una historia hecha a base de muertes y paseos y desgracias.

A From Software se le da bastante bien esconder cosas más o menos comunes detrás de capas y capas de humo y espejos para dar pie a este tipo de historias. Es esa la parte del juego que más me interesa. Una historia: en las primeras horas en Yharnam, hay un momento en el que puedes desviarte un poco del camino principal, si es que en Bloodborne hay un camino que se pueda considerar principal, y husmear por las alcantarillas para encontrar el uniforme de cazador, el que se ve en los artworks del juego. La primera vea que llegué ahí, vi un fantasma: otro personaje espectral, parecido a mí, que dobló la esquina veloz y me distrajo lo suficiente como para que un tarado lupino me destrozara de unos cuantos golpes. Cuando volví a recuperar mis ecos de sangre y continuar mi camino, me encontré con un cadáver del que saqué el uniforme de cazador; quise creer, en ese momento (casi paralizado por la emoción de estar jugando, por fin, a Bloodborne; esto me pasó hace ya unas semanas), que el cadáver era el de aquel fantasma que había visto, y lo que acababa de recibir eran sus ropas, como si me pasara el testigo de seguir adelante. Como si yo, en algún momento, fuera a ser otro cadáver que le pasaría sus ropas a otro aventurero.

Lo que acababa de ver, sin embargo, era un set de ítems colocado ahí por los diseñadores del juego, a propósito; el fantasma era otro jugador que, desde otro lugar, estaba jugando en esa zona; la distracción había sido una casualidad, pero me recordó que en Bloodborne es mejor prestar atención. Por supervivencia, pero también para empaparnos de lo que los escenarios nos tienen que decir.

El espesor de la niebla con la que From esconde, como esconde a sus jefes, lo que otros estudios exponen a través de menús y pantallas de explicación depende en gran medida de cada jugador. A mí los Souls me gustan mágicos: me gusta verlos con cierta inocencia, sorprendiéndome con cada puerta que abro y me crea un atajo, con cada camino sospechoso que exploro con miedo. Aún estoy descubriendo secretos en el New Game+, en parte porque decidí dejarme cosas en la primera vuelta para darle gracia a la segunda, pero también porque es un juego que se niega a enseñarse del todo. Algunas de las partes que más me han impactado son opcionales; Bloodborne resulta tan refrescante, a pesar de ser en tantas cosas lo mismo que los otros Souls, porque puedes terminarte el juego sin ver un montón de lugares, sin enfrentarte a muchos jefes, por decisión propia o por no haber llegado a ellos. Se suele decir que solo un porcentaje menor de jugadores termina los juegos, y que por eso las mejores partes suelen estar en el principio, que es lo que todos van a probar; a Bloodborne eso le da lo mismo.

Antes estaba hablando del diseño del mundo, pero también podría estar hablando de lo otro. Creo que Bloodborne es el juego más estimulante en lo audiovisual que ha pasado por mi PlayStation 4 hasta ahora; no le faltan asperezas, pero en ningún momento he sentido que me arruinaran la partida. Algunos defectos en la cámara y algunos bajones de framerate pueden llegar a resultar molestos en situaciones concretas, pero por lo general es un juego exuberante, muy impactante: no sé hasta qué punto es cosa de From o de la ayuda de Sony (porque en algunos momentos está al borde de ser un Souls: esto es, un juego que acaba triunfando por su arte, pero en el que hay zonas grises que afean bastante el conjunto), pero en Bloodborne cada calle, cada cueva, cada edificio es susceptible de ser observado con atención. El mimo con el que está construido el inmenso laberinto que recorremos es increíble: la sutileza con que luces, sombras, sonidos e incluso los ítems desperdigados aquí y allá dan color a los escenarios es brillante, más, si cabe, que en anteriores juegos del estudio.

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Bloodborne es, como es habitual en From Software, un buen ejemplo de cómo presentar mecánicas de videojuego muy clásicas de formas creativas para crear cosas totalmente nuevas. Más de una vez he pensado que es un arcade esotérico: un Castlevania dirigido por David Lynch, un juego de habilidad y acción envuelto a propósito en más misterio de la cuenta para desconcertar y transmitirle al que juega la sensación de incertidumbre y debilidad que el personaje protagonista debe de estar sintiendo hasta el final.

Subir niveles y mejorar nuestro equipo sigue siendo una parte importante de Bloodborne, pero menos. Es más sencillo distribuir nuestros ecos de sangre entre los atributos que tiene nuestro avatar; es más fácil personalizar las armas, que son menos pero más versátiles: su uso depende más de nuestro manejo que de los numeros que determinan su ataque o su durabilidad. Eliminar el escudo (y, de paso, usarlo como ítem de doble filo: hay uno, que sirve a la vez de guiño al veterano de los Souls y pieza para armar ese puzzle chiflado que nos ayuda a entender el trasfondo del juego) es una decisión fenomenal: desde los enemigos más rutinarios hasta los jefes más grandes, From Software recompensa el juego activo, la toma de decisiones, el echarle valor y provocar al enemigo para frenar sus ataques y hacer parrys, en lugar de esconderse y esperar.

Saber manejar la herramienta es, así, mucho más importante. Cada arma se convierte en un objeto único, en lugar de algo que sabemos que sustituiremos por la siguiente del mismo tipo que tenga mejores números. El juego nos empuja a conocer los combos, los timings, las formas en que cada arma nos puede ayudar a lidiar con distintos tipos de situación; imagino que será cosa de gustos, pero en mi caso el énfasis en las armas por encima de los hechizos y los proyectiles me parece un acierto, un paso en la dirección correcta: la sensación de contacto con el mundo y los horrores que lo habitan es mayor cuando constantemente tenemos que meternos en el barro, literal y figuradamente, hasta las rodillas para abrirnos camino.

En este sentido, el giro mecánico encaja a la perfección con los temas que trata Bloodborne. Mucho más palpable que las almas, la sangre alrededor de la cual gira lo último de Hidetaka Miyazaki necesitaba un acercamiento más visceral al juego, al combate, a las interacciones con los otros personajes. No es difícil ver, a medida que uno avanza en la historia de Bloodborne, la influencia del triángulo Drácula-Frankenstein-Chtulhu: la sangre como transmisora de la energía de los seres vivos, el trauma de la pérdida de un hijo y la existencia de una deidad o deidades extraterrestres mucho anteriores al ser humano y cuyo descubrimiento lleva a bordear peligrosamente la locura son tres temas que se presentan y se interlazan constantemente a lo largo de Bloodborne. Ya habrá tiempo de hablar sobre eso más en profundidad, pero, de nuevo, el triunfo de From no está tanto en inventar como en recolocar piezas: puede que todo lo que cuenta Bloodborne ya estuviera contado antes, pero la forma en que mezclan temas y los consiguen fundir con las mecánicas del juego (el caso más interesante seguramente sea la lucidez: el conocimiento de los horrores sobrehumanos, que nos sirve para ver más allá de la superficie pero nos hace más sensibles a los daños que produce la locura, aquí representada como frenesí) es magistral.