Assassin’s Creed II

No es en absoluto habitual que una compañía hable tanto y tan abiertamente de los errores de un juego suyo. Pero Ubisoft lo ha hecho con éste; en cada presentación, en cada entrevista y en cada diario de desarrollo, alguien del equipo nos daba la razón a aquellos que pensamos que el primer Assassin’s Creed era un juegazo en potencia lastrado por una repetitividad exagerada.

Pero entonar el «mea culpa» no tiene un mérito especial. No sirve de nada si no se acompaña de soluciones y buenas propuestas. ¿Es lo que han hecho o esperan que tropecemos dos veces con la misma piedra?

En Assassin’s Creed II, desde el primer momento; bueno, desde el segundo: la introducción, con el amigo Desmond huyendo de Abstergo en el año 2012, es un quiero y no puedo— resulta evidente que se ha trabajado para solucionar el problema. La estructura del juego ha cambiado más de lo que esperaba y ahora la historia, de mayor relevancia, es un hilo conductor mucho más evidente. Por momentos, incluso demasiado.

En el acertadísimo marco de la Italia Renacentista, Ezio Auditore, nuestro nuevo Altair, empieza siendo un burgués ingenuo y despreocupado, con una sorprendente habilidad para escalar edificios en su Florencia natal, pero poco más. Todo cambia, sin embargo, cuando una conspiración política —siempre son los mismos— se cobra la vida de su padre y sus hermanos; se ve obligado a tomar el camino de las túnicas molonas —blanca o de otro color, si se lo pedimos a los sastres— y el noble arte de pegar collejas con cuchillas ocultas. 

Conseguir la doble hoja, seña de identidad de esta entrega, lleva su tiempo. Y es que la idea de la progresión, muy ligada de nuevo al argumento, se ha acentuado también especialmente. El mismísimo Leonardo Da Vinci va construyendo y mejorando gadgets —la ranura para el veneno en el arma, el cañón oculto— gracias a las páginas de un viejo códice que debemos recuperar.

El genial artista es uno de los muchos secundarios que hacen de Ezio un personaje claramente menos solitario y de su venganza una misión mucho más guiada que la de su antecesor en Tierra Santa. Tal es así que la estructura del juego, en lo que a misiones principales se refiere, la forman casi exclusivamente encargos de toda esta gente; sigue a ese sin que te vea, búscame tal cosa, limpia esa zona de guardias para que podamos seguir con el plan… Resultaba más fácil ponerse en la piel de un asesino implacable cuando éste sólo obedecía a su maestro y tenía, aunque de forma muy limitada, cierta capacidad de decisión. En Assassin’s Creed II siempre hay alguien que te dice exactamente qué hacer, y a veces tienes la sensación de seguir en el tutorial tras varias horas de partida.

El juego no se desvía ni un milímetro, en ningún momento, del esquema cinemática para encargarte la misión-misión-cinemática para decirte que lo has hecho bien. La falta de iniciativa de Ezio es un mal necesario para alcanzar un bien mayor: huir del espiral de monotonía que a muchos nos hizo abandonar el primer juego después de haber coronado no muchas atalayas. 

Los personajes insulsos —menos tío Mario; tío Mario mola— los caminos estrechos y lo simple de la narrativa se pueden y deben pasar por alto cuando descubres que te lo pasas mejor en Venecia que en Damasco. Y lo sorprendente es que, en lo estrictamente jugable, no hay diferencias más allá de unos pocos movimientos y utensilios nuevos. Los momentos radicalmente distintos, como cuando usamos la máquina voladora de Da Vinci, son ese y el del carro. Y punto. Pero los cambios en el contexto, el mero hecho de ir presentando nuevos aliados o algo tan sencillo y descarado como tener que usar impepinablemente el artilugio que acabas de estrenar, reducen el tamaño de ese muro levantado por la falta de variedad lo justo como para poder ver claramente las virtudes del título, que no son pocas.

Los puntos fuertes, de hecho, no son tanto del juego como de la saga: la ambientación, el apartado técnico y las mecánicas para el combate y el free running.

A pesar de que requieren más paciencia que habilidad, me encantan las batallas de Assassin’s Creed. Basadas en el ritmo y el contraataque, me parecen muy coherentes y bastante creíbles. El sistema ha cambiado poco y los duelos siguen siendo marcadamente coreográficos; las animaciones son tan vistosas que apetece probar todas las armas sólo para ver los impresionantes movimientos de ejecución. Muchos son reciclados, eso sí, de modo que las nuevas lanzas y espadas a dos manos ganan todavía más interés. Y es que se las podemos quitar a los guardias enemigos —del suelo, después de matar a su último propietario, o con un nuevo movimiento de contraataque—, pero ni comprarlas ni guardarlas.

La economía es otra de las grandes novedades en esta secuela. Ir de tiendas para adquirir nuevas armas y armaduras, que incrementan la salud máxima y modifican el aspecto del protagonista, es muy recomendable a la que los Brutos, soldados más resistentes y fuertes, empiezan a ser habituales.

Para acentuar de forma acertada y merecida el interesante componente plataformero del título, se han añadido zonas específicas, catacumbas y localizaciones interiores —la catedral de Florencia o la basílica de San Marcos son tan alucinantes por dentro como por fuera—, donde buscaremos, si apetece, las seis llaves que hacen falta para conseguir la armadura definitiva.

Todo el rollo del parkour sigue también igual que en la primera parte. Igual de bien; está todo muy automatizado y al principio se te escapan saltos en la dirección incorrecta, pero se consigue una sensación única y convincente cuando encadenas varios buenos brincos. La posibilidad de saltar hacia arriba para llegar a salientes más lejanos es el único añadido en cuanto a escalada. También ese punto me pareció correcto y bien resuelto ya con Altair.

Pero las protagonistas de Assassin’s Creed II son, sin duda, Florencia y Venecia. Santa Madonna, qué preciosidad. No están recreadas con total exactitud, ni mucho menos, pero son enormes, su diseño es magnífico y sus edificios más emblemáticos, que se cuentan por docenas, están ahí, esperando que los encontremos para dejarnos boquiabiertos. 

Un par de pequeños pueblos y los valles de la Toscana, que sirven de nexo entre las ciudades principales, forman también parte de uno de los mapeados más bonitos que recuerdo en cualquier juego. Es una pena que pasemos tan poco tiempo donde tiene lugar la última misión del juego, pues esa localización daba para mucho más. Es un entorno en el que, literalmente, da gusto perderse. Una buena noticia especialmente para aquellos siempre dispuestos a conseguir el 100% de todo, que en esta ocasión serán saciados de una forma bastante inteligente. Y no lo digo por las 100 plumas, que vienen a ser lo mismo que las banderas, sino por los símbolos pintados en algunas paredes que activan una especie de mini-juegos en clave de acertijo cuya resolución da interesantes pistas sobre el Sujeto 16 y el Fruto del Edén.

La abrumadora belleza de las ciudades es como para felicitar a italianos y canadienses; a los primeros por concebirlas y levantarlas, claro está, pero el equipo de Montreal merece un aplauso por haberse sacado de la manga uno de los mejores motores gráficos de esta generación. Este Assassin’s Creed no impacta como hace dos años, pero se ha subido un peldaño en iluminación, texturas, extensión y cantidad de elementos en pantalla, sin que se resienta para nada el framerate. Al contrario, el juego va bastante más fino que el anterior.

El popping y lo evidente de la línea del horizonte que separa los dos niveles de detalle son detalles fácilmente perdonables en tanto que casi imposibles de evitar, me imagino, con la tecnología actual. Y para decir eso sin tener ni idea de programación me baso en el hecho de que los títulos multiplataforma más espectaculares que este se pueden contar con la quinta parte de los dedos de una mano. O ni eso.

Sí podrían haber hecho, seguramente, modelados con más polígonos para las cinemáticas; las animaciones faciales no están a la altura del conjunto y el movimiento de la boca está especialmente poco logrado; la pobre Kristen Bell me recordó, en uno de sus primeros sermones, a Tejo, el protagonista de esa maravilla atemporal llamada Los Aurones.

Sobre el doblaje hay varias cosas a destacar. Lo primero es al gran Ramón Langa haciendo de Antonio, un ladrón veneciano. El personaje no le pega mucho, pero escuchar la voz de Bruce Willis en castellano es siempre un placer. Casi todos los actores hacen un buen trabajo, aunque casi todos están por debajo de sus equivalentes ingleses, que marcan mucho mejor el acento italiano. La buena noticia es que ambos idiomas, entre otros, son seleccionables en el menú de opciones. Jugar en italiano tiene también su gracia.

Con el tema de la variedad más o menos solucionado —o como mínimo apuntalado—, el principal problema de la saga ha pasado de ser lo que le falta a ser lo que le sobra. La trama en el presente me sigue pareciendo un ejemplo de idea más que mala. Es evidente que eso no se puede quitar ahora, pero sí se lo podrían haber currado un poco más, especialmente a nivel de guión. El trasfondo no está lo suficientemente elaborado como para que la historia interese, los personajes introducidos en esta entrega parecen sacados de una serie para adolescentes y nada de lo que sucede fuera del Animus resulta ni épico ni emocionante. Joder, si lo más sofisticado que tienen los seguratas de Abstergo para hacernos daños son porras metálicas; si pretendes cambiar el orden mundial por las malas, por muy templario que seas, compra por lo menos cuatro o cinco pistolas, hombre.

Más importante todavía: esas partes, como jugador, son un auténtico coñazo. En el primer Assassin’s Creed remataron a un ritmo ya malherido, de modo que esta vez, cuando me cargaba a un enemigo importante o completaba un capítulo, cruzaba los dedos para permanecer a finales del siglo XIV. Por suerte, así es casi siempre; sólo controlamos a Desmond al principio, más o menos a la mitad y al final —tampoco me gustó especialmente, por cierto— para dejar encaminada, lógicamente, la tercera entrega.

Afortunadamente, serán 50 minutos en como mínimo 15 horas de juego. Además, hay leyendas que hablan de seres extraños a los que les gusta esa ciencia ficción barata y llevada sin gracia ni talento. Cuestión de gustos.

Con todo, sí, Assassin’s Creed II es sensiblemente mejor que su precuela. Se puede mejorar en cuestiones de diseño, pero está claro que se puede ver con facilidad más allá de sus errores. Sigo convencido de que una franquicia tan sólida puede dar más, pero lo que ofrece esta segunda parte —horas de diversión y preciosismo que pa qué— es mucho más que suficiente.

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