Análisis de Broforce

Arnold Schwarzenegger arranca el asiento del copiloto de un descapotable como quien levanta una silla plegable en Perseguido. Bruce Willis pone en marcha un coche y lo conduce por una rampa para saltar de él justo antes de estrellarlo contra un helicóptero suspendido a unos metros del suelo. “Me quedé sin balas”, comenta entre carcajadas en La Jungla 4. Sylvester Stallone le extirpa la tráquea con los dedos a uno de los despiadados oficiales birmanos de John Rambo. No se trata solo de violencia: lo que ejerce una atracción más poderosa por las películas de acción más descarnadas es la forma en que la sus protagonistas utilizan el ingenio y o la fuerza bruta para servir al espectáculo y al bien. Soldados, policías, mercenarios, guerreros o héroes, se convierten en ensangrentados iconos del absurdismo humano en busca de no se sabe muy bien qué tipo de meta moral a base de apropiarse de la justicia y la razón a través de la acción y la voluntad, capaces de convertir en necesaria la destrucción, en justo el asesinato, en colaterales las víctimas, en preventivos los ataques y en democráticas las masacres. Esto, poniéndonos muy reduccionistas, se llama fascismo y es una ideología extremadamente dependiente de sus rasgos erotizantes, de su capacidad de seducir, de dibujar la épica emotiva y acercarla al ciudadano hastiado y oprimido.

El cine de acción en general, y el americano de los ochenta en particular, se alimenta precisamente de esos testosterónicos golpes en el pecho allanando la carga ideológica hasta convertirla en berreos infantiles sin mayor relevancia. Tenemos lo bonito de matar sin lo feo de matar. Es una fórmula efectiva y a veces incluso gloriosa si uno entiende sus códigos y sus tics particulares, y la gente de Free Lives está claro que llevan toda la vida mamando películas de este estilo. Conocen cada vena en los bíceps de John Matrix, cada mancha de sangre en la camiseta Imperio de John McLane y cada inserción de botox en el rostro de John Rambo. Al fin y al cabo su Broforce es un juego sobre América (y digo América a secas porque para un estadounidense América solo hay una), plagado de banderas americanas, águilas reales de potente musculatura como símbolo de América y acento muy americano que ha sido desarrollado, como no podía ser de otro modo, en Sudáfrica.

Y lo cierto es que, como todo lo americano, Broforce sabe perfectamente cómo entrar por los ojos. Su estilo pixelado parece casi tan paródico como el lore patriota y cabezahueca del que no deja de hacer gala. Se trata de un shoot and run plataformero que en los primeros niveles se limita a ofrecernos una especie de maqueta de Lego que destruir a bombazos, pero a medida que avanzamos nos deja ver el auténtico potencial de sus mecánicas, que se apoyan en dos conceptos especialmente bien llevados: la variedad de armas y el escenario destructible.

En el primer caso todo tiene que ver con los Bros, caricaturas de algunos de los más famosos personajes del cine de acción (posiblemente irán actualizando con nuevas incorporaciones, pero yo echo mucho de menos a la vieja guardia de la derecha rancia y cabreada: Clint Eastwood, Charles Bronson y John Wayne) cada uno con su propio armamento, su ataque especial y su ataque cuerpo a cuerpo. Todos se mueven con la misma agilidad felina, un tipo de control inmediato y febril que recuerda al de Super Meat Boy, pero las armas son radicalmente distintas entre sí, con particularidades muy concretas que uno va conociendo al ir topándose con ellas y que conviene tener en cuenta a la hora de encarar ciertos combates, y lo mejor es que incluso el comportamiento de esas armas es una referencia concreta a la película en que se basa. La pistolita del Agente J de Men in Black, por ejemplo, es potentísima y tiene un retroceso enorme; la pierna-ortopédica-ametralladora de Cherry Darling solo dispara hacia delante si nos agachamos, tal como hacía Rose McGowan en Planet Terror; las balas del Juez Dredd rebotan; y el gatling del T-800 tarda unas décimas en alcanzar las revoluciones para empezar a disparar.

Otra decisión de diseño acertadísima es la forma en que cambiamos de Bros. Iniciamos cada nivel con uno aleatorio y una sola vida, y al rescatar prisioneros tomamos la identidad de otro Bro al azar y se nos suma una vida al contador. De este modo Broforce consigue dos cosas: una, que el principio de cada nivel sea extremadamente tenso (un tiro y adiós) y que cada partida sea literalmente imprevisible, porque nunca sabes con qué Bro vas a jugar. El contador de rescates va desbloqueando nuevos Bros, así que el abanico es amplísimo y cada vez más variado.

Y sobre el escenario destructible, es posible que este sea el otro factor que potencia lo imprevisible y lo enloquecido de Broforce. El terreno que nos rodea es de un dinamismo maravilloso, desde detalles visuales que le llenan a uno los ojos de pura satisfacción (el movimiento de la vegetación con las explosiones, la forma en que la tierra se desmorona al cavar un túnel a escopetazos o la manera en que el ácido de la sangre de los aliens actúa en el suelo y en los propios Bros, convertidos en esqueletos todavía controlables durante tres segundos antes de morir) hasta el detallismo extremo puesto en la influencia mecánica de ese dinamismo, como el de los puentes en llamas que se derrumban si aplicamos más peso que el nuestro. Las minas, los barriles explosivos, las bombonas de gas o las tuberías inflamables copan el escenario de posibilidades infinitas, de majestuosas reacciones en cadena que acaban en cotas hiperbólicas de destrucción total y absoluta donde podemos ver con la boca abierta cómo un nivel entero se desintegra hasta el último átomo.

La capacidad del juego para aguantar su propio ritmo sin caer ni una vez en el tedio roza lo turbador: todo se mueve, todo estalla o ataca o muere, todo es bonito y gracioso. En AnaitGames, y sobre todo en el podcast Reload, hablamos muy a menudo de ese tipo de juegos que le hacen a uno sentir bien, juegos agradables como un concepto que solemos asociar a Nintendo y sus Yoshi’s Woolly World o Captain Toad, edulcoradas manifestaciones relajadas de cielo azul y soniditos adorables. Pues bien: Free Lives ha logrado acercarse a esa idea, la del “feel good” inocente y lúdico, pero con soldados agonizando, perros destripados, torres que se desploman sobre reinas alien y calaveras clavadas en estacas a las puertas de campamentos de mercenarios comandados por Satanás. Su mérito tiene.

Quizá el único defecto que se puede señalar de Broforce es cierta incapacidad para aplicar una capa estratégica que parece subyacer por ahí, en algún sitio, sobre todo en los combates contra jefes, pero que nunca llega a materializarse porque el juego siempre acaba dejándose llevar por sus propios brotes violentos. Y en cierto modo es como debe ser. Lo mejor de jugar una partida de ajedrez contra Conan el Bárbaro es cuando en su tercera jugada se le olvida cómo se movía el caballo, se levanta de la silla, desenvaina su espada de metro y medio y de un golpe brutal hace astillas el tablero, la mesa y parte del parquet por pura frustración. Broforce es así: violento, caótico, estúpido y del todo coherente. [9]