Broken Spectre es un juego lleno de buenas intenciones. Se notan en cada rincón. Lo nuevo de Games by Stitch (que ya experimentaron con la VR en Flow Weaver, su anterior proyecto) es una historia de terror en realidad virtual que nos pone en los zapatos de una mujer que sigue, desobedeciendo los consejos de su abuela y en ocasiones los presupuestos más básicos del sentido común, la pista de su padre, desaparecido años atrás en Coldblood Mountain, una montaña que parece perseguir a su familia desde hace generaciones. Es una llamada imposible, casi necesariamente una alucinación (tu padre se perdió hace muchos años, en una montaña peligrosa; ningún equipo de rescate lo pudo encontrar; ya has dejado atrás incluso su funeral, sin cuerpo presente que velar), pero decides seguir su pista. Te internas en la montaña. Las verjas no te disuaden. Sabes de senderismo: al fin y al cabo, solías acompañar a tu padre en sus excursiones, mientras él se dedicaba a sus extrañas investigaciones, sobre las que en ese momento no llegaste a saber mucho; ahora, de adulta, entiendes lo que de niña se te escapaba.
Es una historia interactiva que podría haber sido más que eso, y a mi parecer mejor, pero que aun así tiene alguna idea interesante que ofrecerr. Apadrinado por Michael Monello, en su día uno de los productores de The Blair Witch Project, Broken Spectre es —como otros juegos de VR, un medio en el que todavía queda mucho camino por recorrer— un walking simulator en el que no caminas; es un juego de senderismo en el que apenas necesitas orientarte; es una historia de terror que se debería beneficiar de la naturaleza contemplativa de sus paseos, pero que a menudo tropieza con sus propias urgencias: las que tiene incrustadas en su propio ADN y las que surgen en la propia partida, que a veces no consigue separar la fascinación por la manera en que se nos propone manipular el juego del terror que nos producen sus imágenes e ideas, que acaban amontonándose y perdiendo fuerza.
Una de las claves de Broken Spectre es su énfasis en el hand tracking: aunque se puede jugar con los mandos de Quest, la experiencia ideal (así insiste el juego cuando lo arrancas, pidiéndote encarecidamente que busques un espacio bien iluminado en el que el dispositivo no tenga problemas para llevar a cabo el seguimiento) pasa por usar tus manos para interactuar con el mundo virtual. Los movimientos son bastante ingeniosos: colocando la palma de la mano hacia arriba, por ejemplo, en la mano virtual aparece una brújula que podemos apuntar en la dirección en que queramos movernos; cerrando la brújula nos teletransportamos hacia el punto que hayamos elegido. Para girar, levantamos un pulgar y lo giramos hacia derecha o izquierda, y es ese thumbs up el que gestiona el movimiento. Los menús se abren, de manera similar a la de la interfaz propia de Quest, juntando índie y pulgar; usando estos controles, es muy natural simplemente agarrar el pomo de una puerta, por ejemplo, cerrando la mano. Los esfuerzos para potenciar la inmersión eliminando de la ecuación el mando están a la vista, y se agradecen.
No siempre funcionan igual de bien, y a menudo son una traba para la inmersión que precisamente querrían promover. A veces, intentando hacer otro gesto un menú se abre, y tienes que cerrarlo tocando con el dedo un botón gigantesco con una equis no menos grande. Otras, las interacciones más sencillas entre objetos implican hacer movimientos tan específicos que se vuelven directamente antiinmersivas: una de las primeras, quizá la más farragosa, implica abrir un hueco en una verja metálica con unos alicates, una acción suficientemente simple como para que el juego, por un lado, quiera que la repitas varias veces, y por otro no sea capaz de hacerla suficientemente sencilla, ágil o interesante como para que no resulte incómoda o corte el ritmo. En algún puzzle, cuando tienes que recoger objetos y combinarlos o usarlos en lugares concretos, para asegurarte de que las manos están donde las Quest pueden verlas tienes que colocarlas en posiciones poco naturales y que nada tienen que ver con lo que ocurre en pantalla; de lo contrario, simplemente sueltas el objeto que tenías sujeto cuando haces el gesto de girar con el pulgar o sacas la brújula para moverte a otro punto del espacio en el que estás, y los objetos no caen al suelo o vuelven a su sitio, sino que se quedan flotando en el aire, esperando a que enmiendes el error y vuelvas a por ellos. Son fallos muy específicos del hardware en el que corre Broken Spectre (que no permite, tampoco, que te muevas por un mundo más detallado o impactante) y de un tipo de experiencia de realidad virtual que se tiene que quedar en un término medio para evitarse males mayores: posiblemente sería peor si hubiera un sistema de físicas que hicieran que las cosas se te cayeran de las manos y tuvieras que recogerlas del suelo; si tuvieras que «interpretar» a un personaje que escala altos muros de piedra y hace senderismo como una profesional pero que no consigue asir una pluma o unos alicates.
En algunos casos, estos problemas se mitigan usando los mandos (que no es, lo digo yo y lo dice el propio juego, la experiencia recomendada), pero en otros se notan dificultades para sacar adelante una experiencia que quiere ser explícitamente interactiva sin dejar de guiarte en ningún momento; que quiere que tengas la sensación de que te puedes perder, como se puede perder un senderista (como se perdió tu padre, años atrás), pero a la que también le interesa que atravieses sus hitos narrativos a buen ritmo, de la manera que mejor le va a lo que te quieren contar. La historia que te cuenta Broken Spectre no es exactamente original, pero hay buena mano en la manera en que se te presentan incluso los momentos que más suenan a otras historias o películas, esas escenas típicas en las que ves un dibujo tenebroso que tú misma hiciste cuando eras niña o te encuentras con la roulotte de tu padre en un lugar inesperado. Hay algo muy atractivo en esta historia sobre una montaña maldita que absorbe a quienes tienen la poca sensatez de internarse en ella, en la que el tiempo no siempre pasa como esperarías; en la que el límite entre lo vivo y lo muerto, o lo que tiene vida y lo que no la tiene, está menos claro de lo que creías, como te sugiere ya una de las primeras escenas del juego, la de la cabra, tan potente que incluso se usa en el tráiler. Es una historia que funciona mejor cuanto menos juegas; cuanto más te pliegas a lo que Broken Spectre quiere que hagas, que a menudo no es lo que te dice de manera directa: parece que quiere que explores el monte, que te guíes por las señales que otros senderistas han ido dejando en los árboles, pero en realidad necesita que sigas el caminito que te marca, que te pares a escuchar «ecos del pasado» que son poco más que notas de audio muy bien actuadas pero que irremediablemente se solapan con el monólogo interior de tu personaje si no te quedas inmóvil hasta que terminen; que sientas que tú misma te has hecho una con la montaña sin apenas darte cuenta, cuando a la hora de la verdad nunca consigues olvidarte de que estás aquí, no allí, ni de que esas manos no son las tuyas.
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