Análisis de Brütal Legend

Después de muchos meses, después de muchos follones con Activision, después de ¿demasiado? hype, después de muchas flechas marcando rocktubre en el calendario, llega Brütal Legend, la última obra de ese semidiós por méritos propios (Monkey Island, The Day of the Tentacle, Grim Fandango…) llamado Tim Schafer. No sé, ahora que lo pienso, hasta qué punto es acertado referirse a “la obra de Tim Schafer” y no a la “de Double Fine” para presentar un juego que precisamente habla de los que menos se ven. Aquellos cuyo trabajo es hacer que todo funcione y, sin embargo, pese ser de vital importancia, aceptan pasar inadvertidos para que otros se lleven la gloria. Porque es su trabajo; son pipas. Y Eddie Riggs —un sensacional Jack Black o un correcto Santiago Segura, dependiendo de lo que elijas en opciones— es el mejor. Tal es su compromiso como roadie, que nada más empezar da la vida, literalmente, por un grupo de mierda que simboliza como tantos otros la decadencia del heavy metal y la pérdida de autenticidad. Claro que lo de morir no está tan mal cuando supone ser enviado a otro mundo en el que tu capacidad de interactuar con las reliquias de los Dioses del Metal es la clave para iniciar la rebelión de los humanos contra los demonios. Y ahora que vuelvo a pensarlo, sí, qué coño, claro que Brütal Legend es de Schafer. Si alguien merece créditos aquí es el tío que decidió hacernos partícipes de su gran homenaje a la música que escuchaba de joven, creando este fantástico mundo, su contexto, su historia y sus habitantes. Es ahí donde encontramos la esencia y los puntos fuertes del juego. El guión, como era de esperar, está a la altura de la brillante premisa; puede que no sea lo mejor que ha escrito el tito Schafer, pero ya quisieran unos diálogos así la mayoría de películas, series y, evidentemente, jueguicos. La clave vuelve a estar en el humor inteligente y los juegos de palabras, potenciados como nunca por la expresividad del protagonista. La sonrisa sólo se te borra de la cara cuando las carcajadas piden paso, y que me aspen si eso no hace más agradable cualquier partida. Y si el texto es excelente, los encargados de interpretarlo no se quedan atrás; me refiero ahora a los personajes virtuales, no a los dobladores. El bueno de Eddie se lleva la palma, pero varios de sus compañeros —y enemigos— de viaje dan mucho juego. Representando varios clichés perfectamente reconocibles incluso para alguien no muy aficionado a este tipo de rock como un servidor, encajan perfectamente, cada uno en su lugar y dan coherencia al universo. Los choques entre dos mundos tan parecidos y tan diferentes, los paralelismos entre la pasión de Eddie por la música y la forma profética que tienen el resto de entenderla están muy bien encontrados. Mención especial para los invitados especiales: estrellas del heavy como Lemmy Kilmister, Rob Halford o Lita Ford. Sólo el papel de Ozzy Osbourne, el Guardián del Metal que nos vende ataques, mejoras para el coche y demás, me parece lo suficientemente hilarante como para tener cierta relevancia en una creación schaferiana, pero la verdad es que los otros harán gracia a quienes los reconozcan y refuerzan el sentido del homenaje —que no parodia, en ningún momento—. Sin embargo, lo más imaginativo del conjunto es seguramente el entorno. Un enorme mapeado —demasiado, en mi opinión— de piedra y metal concebido para cumplir una importante misión: hacer que cada rincón parezca la portada de un disco de heavy metal. Y lo consigue, vaya que sí, gracias a parajes como el muro de altavoces, enormes esculturas en forma de guitarra, montañas de huesos, árboles de hierro, pinchos por todas partes e incluso plantas con conectores Jack en lugar de flores. Los melenudos con un vestuario compuesto única y exclusivamente por camisetas negras de grupos varios habéis soñado varias veces con eso, seguro. Pero aunque la mona se vista de cuero, mona se queda, así que veamos ya qué tipo de juego es Brütal Legend. Se trata, básicamente, de una aventura que tira del manual del perfecto sandbox para esparcir sobre un mapa que se va ampliando a medida que avanzamos distintas misiones primarias y secundarias. Juraría que es la primera vez que vemos algo así este año. Lo primero que asoma en esta mezcla de géneros el componente de acción, rollo God of War pero muchísimo más simplón. Sin salto, sin más de una veintena de golpes y ataques… pero no está mal; la poca complejidad de los combates no requiere más, en absoluto. Y aunque la combinación de guitarra —para electrocutar e incendiar demonios— y hacha podría haber dado para más, ésta es seguramente la parte jugable que mejor funciona gracias en parte a los solos —mezcla de Guitar Hero y melodías de la Ocarina en Zelda— como el Derrite-Caras y los ataques combinados, diferentes en función de la unidad con la que colaboramos. Desgraciadamente, lo de «unidad» marca el inicio de las malas noticias. Llegados a un punto de la aventura, la escala de los combates cambia, al igual que el sistema de juego. A partir de ese momento, la estrategia en tiempo real pasa a ser la protagonista de la mayoría de misiones. En una especie de guerra de bandas, cada una con su escenario en un extremo del campo de guerra, el objetivo es conseguir cuántos más fans mejor, conquistando los géiseres de donde emanan. Ellos son la moneda para construir unidades —de ataque cuerpo a cuerpo, a distancia, motorizadas… todas, como decía antes, fantásticas a nivel artístico y de personalidad— y acabar destruyendo una enorme puerta cerrada o el escenario rival. Para hacer más cómoda la gestión y las típicas órdenes de «seguidme», «atacad allá» o «defended esta posición», con el D-Pad, Eddie puede volar —dejémoslo aquí, que hay gente sensible con los spoilers— durante estas batallas. En cualquier momento, eso sí, es posible aterrizar y unirse al intercambio de porrazos como uno más. Suena como una idea original, ¿verdad? En parte lo es, pero no brilla en ningún sentido y al poco acaba por cansar. Para añadir variedad en un par de misiones sería perfecto, pero es demasiado soso y poco meditado como para soportar casi todo el peso del título, que es lo que le toca. Este tipo de enfrentamientos son también lo que encontramos en un multijugador que, por consiguiente, no pasaría de anecdótico ni aunque quisiera. Demasiadas misiones principales casi idénticas y limitadas a batallas así, pues, evidencian el gran problema del juego; lo simple del diseño de niveles. En las 7-8 horas de misiones principales no hay nada que se aparte de la estrategia descafeinada, el tira p’álante y mata o sigue y defiende el autocar —con tu coche—. Sin puzzles ingeniosos, sin la menor verticalidad, sin pantallas memorables por méritos jugables y no artísticos. ¿La maldición de los jodidos sandbox? Empiezo a pensar que existe… Si el anterior trabajo de Double Fine, está considerado un juego de culto no es únicamente por el humor y las buenas ideas sobre el papel. Niveles de diseño magistral y tremenda madurez como The Milkman Conspiracy o el napoleónico juego de mesa convierten a Psychonauts —al que Brütal le dedica un par de sutiles guiños— en el juegazo que es. No vi esa genialidad en ningún momento del título que nos ocupa. Y si esas misiones se hacen ligeramente repetitivas, podéis imaginar que lo mismo va para las secundarias. Hacer carreras, cazas varios ejemplares de la fauna que por allí pulula, defender posiciones a pie o con el coche convertido en torreta gracias a un ascensor… De nuevo, no están mal, pero tampoco bien. Al principio las vas haciendo con la intención de encontrar bromas graciosas y ganar tributos ígneos para gastarlos en la tienda-taller de Ozzy, pero cansan más pronto que tarde. Lo mismo va por los coleccionables. ¿De verdad a alguien le gusta eso? 120 estatuas de dragones, montones de reliquias que desbloquean nuevas canciones para la radio… No sólo no consiguen alargar demasiado la escasa duración del juego —el 90% de jugadores pasaremos olímpicamente de registrar cada rincón—, sino que al final logran que te cabrees porque querías encontrar todos los solos de guitarra o escuchar todas las leyendas sobre el origen del mundo, pero supone demasiado esfuerzo. Cada vez le veo menos sentido a comentar los gráficos, con la de capturas y vídeos que vemos de todos los juegos hoy. Con Brütal Legend, además, debería ser suficiente hablando de lo artístico; es lo importante y es sublime en ese sentido. Por desgracia, no se pueden pasar por alto los problemas de framerate en un motor gráfico que PS3 y 360 deberían poder mover de forma suave como la seda con la mitad de procesadores. Con todo, está claro que el juego divierte. Es más, lo hace de la forma más pura y evidente posible: haciéndonos reír. Sólo con humor e ingenio se podían mantener unidas unas piezas extrañas y menos trabajadas de lo que se esperaba. Por eso hace falta que más gente como Tim Schafer se dedique a los videojuegos. Por eso hacen falta más proyectos como los de Double Fine y por eso hace falta que titanes como EA los apadrinen; sin su apoyo económico, mucho me temo que Eddie y compañía se hubieran quedado sin la excepcional banda sonora que tanto necesitaban. En definitiva, Brütal Legend te gustará si tanto si congenias con el humor de Schafer —y si no, el problema es más tuyo que suyo, que lo sepas— como si el heavy metal te hace o te hizo mover con fuerza la cabeza. Pero mucho me temo que sólo si cumples ambos requisitos puede llegar a encantarte. Sólo entonces podrás ignorar unos fallos de diseño que para otros pesarán más que los chistes y la nostalgia. Nota: 7