Análisis de Contrast

Contrast no se titula así por casualidad: además una dinámica de juego basada en las luces y las sombras (el contraste definitivo, ¿no?), la historia que lo vertebra también posee matices que se contraponen de una forma algo dramática. La pequeña Didi parece vivir en su propio mundo de fantasía y elegantes acróbatas de piernas interminables como Dawn, la «amiga invisible» que controlamos, cuando en realidad crece en una familia disfuncional con una madre cabaretera de connotaciones sexuales algo sospechosas y un padre sin rumbo en busca del chanchullo definitivo. Es una versión onírica del ambiente sórdido del vodevil de los años veinte, el ecosistema del vicio desenfrenado, la decadencia ahogada en champán caro y oculta bajo capas del maquillaje más vulgar. Una atmósfera más bien poco educativa.

Con ese fondo, una mecánica de puzles la mar de interesante y una banda sonora original de lujo gracias a la voz de Laura Ellis, Contrast parece tenerlo todo de su parte para convertirse en un clásico instantáneo del género como lo fueron Braid o Fez. Ambos tienen dos cosas en común con Contrast: su apartado artístico como pared maestra y un gimmick (el control del tiempo, los cuatro costados del escenario o las sombras como dimensión alternativa para desplazarse) que sirva de motor a la experiencia desde el punto de vista jugable. Son dos rasgos que, bien trabajados, ayudan a acercarse al éxito pero no lo garantizan sin algo crucial: un buen diseño de niveles y un buen control. Y aquí es donde Contrast rompe un tacón, cae del escenario y se rompe los morros contra una rodilla del gordo babeante de la primera fila.