La premisa en Digseum es bastante sencilla: un simpático monigote nos comenta que acabamos de abrir un museo y necesitamos comenzar a excavar en busca de reliquias que hagan que los visitantes acudan a nuestras instalaciones. Disponemos de un pico, una energía relativamente limitada durante las primeras incursiones y una serie de mejoras que, a cambio de unas monedas, nos permitirán facilitarnos esta ardua tarea. A partir de ahí, comienza el bucle jugable: más dinero, más zonas donde picar piedra, más dinero, más marketing, más visitantes, más dinero, más fuerza, más energía, más reliquias, más dinero, más mejoras, más excavaciones, ¿mejor museo?
En Digseum, un juego creado por Rat Monthly, no tenemos que confeccionar el mejor museo en términos de calidad, el objetivo no es crear un espacio armónico, accesible y consciente de qué exhibe, aquí el valor cultural de las reliquias que alberga el museo es bastante irrelevante. No hay nada malo en ello —en esta propuesta jugable, al menos— ya que la experiencia que ofrece Digseum apunta en otra dirección: tenemos que apuntar hacia lo más grande en términos de cantidad pura y dura, debemos crear un museo con reliquias tan interesantes que la posición de mejor museo del mundo sea incontestable. El más grande. El mejor. También el más abarrotado.
El pasillo bidimensional donde descansan en fila las reliquias que vamos descubriendo en nuestras incursiones en los distintos territorios es un espacio amplio por el que transitan unos pocos monigotes, al menos al principio. Tras unas horas de partida —o unos minutos, el juego puede completarse en menos de dos horas, pero en mi caso fue una partida de cerca de cuatro— nuestra pantalla reflejará un delirio cromático compuesto por tantos muñequitos de colores en movimiento que más que un museo aquello parecerá una noche memorable de fiesta patrocinada por Boiler Room.
Pero antes de adentrarnos en el delirio de las grandes cifras, tanto de visitantes como monetarias, y después de tocar la parte museística del título del juego, hablemos de la otra parte del nombre, hablemos de excavar, hablemos de cómo se juega a Digseum. Las escasas opciones iniciales nos marcan un camino muy claro, ya que con cero monedas en la cuenta sólo podemos ir al territorio inicial, Mud Pit. En esta zona nos aguarda una cuadrícula de 5×5 —la zona es un poco más amplia, pero no encontraréis reliquia alguna en los bordes de la zona claramente indicada por su color como terreno útil para picar— donde hacer clic hasta descubrir algún objeto interesante. Al principio tenemos una energía de diez unidades, por lo que podremos picar diez veces antes de terminar con la excavación. Encontremos algo o no, podemos repetir y repetir y repetir y cavar hasta que nos apetezca, consiguiendo así las reliquias disponibles en la zona y el incremento de nivel tanto del territorio como de estos tesoros enterrados; a más nivel, más dinero por visitante obtendremos.
Por una cantidad cada vez más elevada de dinero podremos acceder a nuevas zonas —el bosque de los secretos, las pirámides perdidas, un templo en la jungla o un castillo en la cima de las nubes, hasta un total de 13 localizaciones— que albergan reliquias más interesantes para nuestros visitantes. También esconden nuevos retos, como suelos más duros u otros obstáculos como rocas que necesitaremos golpear para romper. Aquí es donde entran en juego las mejoras, ya que podemos invertir el dinero que nos dan los visitantes en mejorar la imagen pública de nuestra institución —mejor marketing, más visitantes, más dinero— o en hacernos más capaces a la hora de excavar al contar con más energía, más fuerza o una zona de impacto mayor. Todo dirigido a optimizar una tarea que tendremos que repetir hasta la saciedad.
Igual puede sonar algo tedioso, es innegable que en los primeros compases del juego todo avanza lento y cada pequeño progreso nos costará sudor y una buena dosis de paciencia, ya que el dinero crece a un ritmo lento. No obstante, todo cambia cuando se desbloquea una nueva mejora: el prestigio. En nuestras excavaciones darmos como un misterioso objeto llamado fragmento onírico —Dream Fragments, el juego no cuenta con traducción al castellano— y con esta mejora descubrimos al fin su utilidad: se trata de la moneda para desbloquear una serie de atributos en un árbol de habilidades al que sólo podremos acceder si nos dormimos. Es un salto que puede parecer arriesgado al principio, ya que hacerlo implica comenzar de cero en el museo, pero se trata de un trámite necesario para comenzar a jugar de verdad a Digseum.
Después de un reinicio llega otro, luego el siguiente y al final accederemos a un nuevo prestigio en cuestión de escasos minutos. El dinero crece a un ritmo imposible de seguir, las cifras necesarias para las mejoras o los territorios precisan de números exponenciales para caber en pantalla, los visitantes inundan el museo y llenan nuestras arcas y, en un abrir y cerrar de ojos, la acción principal de Digseum se ha visto totalmente transformada. Tras los primeros y arduos compases, picar piedra —llegado el momento, en cualquier escenario, por duro que fuera al principio— se convierte en una tarea sencilla que recuerda al fantástico minijuego de la 4.ª generación de Pokémon, cuando buscábamos minerales y piedras preciosas en el subsuelo de Pokémon Perla y Platino. Aunque como ocurre en juegos como Stimulation Clicker —comparar la pantalla de ambos juegos en sus primero minutos con lo que vemos una hora después es como para caerse de la silla—, el frenesí con el que aumentan las cifras de todo lo que nos rodea permite que incluso la excavación pase de un viaje calmado y curioso a un trámite a resolver en uno o dos clics.
Todo se vuelve más trepidante, más rápido, más inmediato. Nuestro poder no deja de crecer, las habilidades oníricas nos facilitan que esto suceda y la intención de hacer el mejor museo del mundo queda relegada a un segundo plano mientras no cesamos en esta suerte de descenso hacia la locura en el que destrozar territorios sin parar hasta tener más y más de todo por el mero hecho de poseerlo todo. La relevancia museística de las reliquias nunca importó, pero ahora queda claro que tanto reliquias —muy chulas, por cierto— como visitantes son únicamente medios para conseguir acelerar nuestro viaje hacia un destino incierto. ¿Acaso ese delirio exponencial tiene un final?
El delirio puede no acabar, pero el juego de Rat Monthly sí que tiene un final claro y con un girito que invita a la rejugabilidad a la vez que nos hace dudar, en el mejor de los sentidos, de lo que acabamos de experimentar. Jugar a Digseum es realmente estimulante, tanto es así que habrá quien opte por terminarlo de una sentada. No obstante, pese a lo capaz que es a la hora de engancharnos y al interés que suscita la mezcla de los cósmico y lo onírico en cierto momento, no puedo evitar pensar qué dice de mí que disfrute así de tal fantasía de poder. Una vez la tenacidad del esfuerzo inicial queda atrás y todo está vehiculado por una fuerza incapaz de encontrar resistencia en ninguno de los territorios —¿es acaso esto lo que supone ser una potencia colonial decidida a expoliar y esquilmar de todo bien cultural a una nación inferior para exhibir sus exóticas creaciones?— la excavación en sí se ve desligada de su significado inicial, de su ritmo, de su faceta ritual.
No es cuestión de romantizar el lento progreso de los primeros compases del juego, pero tampoco quisiera que subir a la más alta torre —o más allá, quién sabe— me haga olvidar los cimientos que la mantienen en pie. Sobre todo porque hay un mensaje que me apetece rescatar de debajo de las toneladas de polvo que desprende la generación de millonadas de dinero ficticio gracias a nuestro exitoso museo; sólo hay que retirar un poco el polvo y ponerlo en un lugar bien iluminado para que reciba el interés que merece esa idea que pone en valor el hábito y los beneficios de la repetición. La rutina y la asimilación a nuestro ritmo de una acción al final nos puede llevar a percibir como fácil lo que hasta hace no tanto era difícil. Sólo hay que ver lo que cuesta en Digseum excavar cada zona nueva y cómo esta tarea hercúlea pronto se vuelve algo tan sencillo como un tranquilo paseo por el campo.
No es la primera vez en los últimos meses que hablamos de los beneficios de la constancia y eso de que «la suerte te pille trabajando» —y la muerte, jugando—, pero por suerte Digseum dista mucho de respaldar el trillado y dañino «si quieres, puedes»; en la vida real no disponemos de fragmentos oníricos que potencien nuestra labor a unos niveles capaces de doblegar la propia concepción de la realidad y jugar con el tejido que da forma a nuestro universo. En Digseum sí y, de vez en cuando, resulta muy satisfactorio descender por una espiral que nos impulse cada vez más rápido hacia un destino tan desconocido como atractivo.
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