Se ve 2023 en Do Not Feed the Monkeys 2099, aunque tanto el año al que se hace referencia en el título como el mundo que intuyes más allá de la pantalla de tu ordenador dentro del juego nos animen a pensar en un futuro más o menos remoto. Se ve 2023 en los asistentes domésticos que usan IA para hacernos la vida más fácil, aunque no siempre sea así y a veces parezca lo contrario; se ve en las adivinadoras que interactúan cínicamente con su público vía streaming, que parecen querer ayudar pero que en realidad solo quieren dinero; se ve en la psicóloga que trata sin demasiadas ganas a una celebrity que va a terapia por consejo (o siguiendo las órdenes) de su representante. El futuro, así, es una skin del presente; una oportunidad para hablar sobre el presente sin las presiones de tener que ser fiel a nuestro tiempo, tan convulso, oscuro y ridículo como 2099 pero además nuestro, que es lo peor que puede ser una época.
También se ve, supongo, 2018; ese fue el año en el que se publicó el primer Do Not Feed the Monkeys, el segundo juego del estudio madrileño Fictiorama. El planteamiento de esta secuela es el mismo: eres un recién llegado al Club de Observación de Primates, al que llegas tras heredar tu puesto (tu tío ha muerto; ahora te toca a ti), por lo que te toca observar a los monos, estudiar sus rutinas y completar los estudios que se te proponen. Para ello usas tu ordenador, que te sirve de ventana (ventanas, en plural; ¡cada vez más ventanas al mismo tiempo!) a las intimidades de un buen puñado de personajes que hacen su vida sin saber que los están vigilando. Espiándolos, vas aprendiendo más sobre ellos, sus hábitos y sus secretos, que luego puedes usar para tirar del hilo hasta lograr la información que necesitas.
El Club tiene sus normas, por supuesto. No te puedes dormir en los laureles. La investigación tiene que seguir adelante a toda costa, y para ello tienes que cumplir con ciertos objetivos antes de que pase demasiado tiempo; el número de cámaras a las que tienes acceso debe ir siempre hacia arriba y no puedes interactuar con los sujetos a los que vigilas, bajo ningún concepto: lo dice el título del juego, al fin y al cabo. Evidentemente, esto quiere decir que uno de los objetivos principales de Do Not Feed the Monkeys 2099, como en la primera entrega, es buscar a toda costa la forma de interactuar con todo el mundo. Pero también tienes que pagar el alquiler, dormir, comer, mantenerte con vida y en suficiente buena forma como para llevar a cabo tus funciones, que desgraciadamente no solo pasan por trabajar para el Club sino que también implican aceptar todo tipo de trabajillos de mierda para mantener el frigorífico más o menos lleno (no vacío, al menos) y meterte en el cuerpo lo más parecido que haya a comida salubre para no colapsar antes de tiempo.
Suena agobiante porque lo es, aunque, como en el primero, la intensidad de las gestiones que tienes que llevar a cabo para mantenerte dentro de unos niveles razonables para estar vivo abruman menos de lo que puede parecer. Son distracciones necesarias para generar la inmersión que busca Do Not Feed the Monkeys 2099: cada viaje al supermercado, cada comida penosa que pides a domicilio para no perder ni un minuto de trabajo, cada cabezadita penosa que te echas a las 6 de la mañana después de hacer un all nighter con la nariz pegada al monitor del ordenador, cada curro sin sentido que aceptas solo porque tienes el agua al cuello y no te queda otra, porque al día siguiente tienes que tener el dinero en el bolsillo o enfrentarte a las indeseables consecuencias, ¡cada vez que te alegras cuando te felicitan con condescendencia por hacer ya no bien, sino simplemente no mal esos trabajos!; todas esas piezas son las que forman la imagen que acaba dibujando Do Not Feed the Monkeys 2099, que es mucho más que un juego de mirar a través de cámaras «de vigilancia», espiando lo que hacen otros para sacar información. Es también lo que pasa en tu propia casa, y lo que pasa en tu cabeza mientras tanto; es ese conjunto el que le da al juego de Fictiorama una pegada y un peso únicos, sin los que seguramente dejaría mucho menos poso.
Por lo demás, y con sus particularidades (la mayoría relacionadas con el futuro en el que se ambienta), Do Not Feed the Monkeys 2099 sigue estando centrado en seguir lo que ocurre en las pantallas que vas desbloqueando poco a poco, investigando el día a día de una serie de personajes para extraer la información que necesitas para cumplir con tu trabajo, pero también para entender lo que sucede en cada escena. Más allá de la ficción del juego, estas pantallas son pequeños ejercicios narrativos en los que Fictiorama se permite lujos que la mayoría de videojuegos o no quieren, o no pueden, o no saben permitirse, comenzando in media res y troceándose por pura necesidad, formando una suerte de collage dinámico que depende de tu input, de cuánto decidas centrarte en una cámara o saltar entre ellas o de los horarios que tengas dentro del juego, por decisión propia o porque no te queda otra. Muy pronto descubres que las pantallas se solapan entre sí; el pilotito que te avisa de que hay actividad en ellas se enciende aunque estés atendiendo a otra cosa, y se enciende a cualquier hora del día, así que a veces necesitas ignorar lo que está pasando en un sitio para prestar atención a otro.
Entrevista: «Preferimos que sean los propios jugadores los que pongan el freno»
Hablamos con uno de los fundadores del estudio madrileño que firmó Do Not Feed the Monkeys y Dead Synchronicity sobre el diseño, los temas y los retos de desarrollar la secuela de su juego más celebrado.
Es un juego de malabares que Fictiorama usa con mucha habilidad para desplegar una narrativa explícitamente fragmentada, que se experimenta en trocitos, que avanza sin tu permiso y se te amontona, pero que también tiene un sentido y un equilibrio muy bien calculados para apretar pero no ahogar en ningún momento; al revés, es un juego que acaba siendo suficientemente amable como para que entiendas lo que intenta hacer, que quiere (lo necesita, de hecho: como todos los juegos) integrarte y acogerte. Así, la sensación es la de estar leyendo un libro de cuentos que te has encontrado con las páginas despegadas y sin orden, que tienes que ir reconstruyendo a medida que investigas sus páginas, una suerte de Crónicas marcianas que se entienden por separado pero que ganan altura en conjunto, y que ganan gracias a su presentación juguetona, con un espíritu lúdico que me ha hecho pensar en Cortázar en más de una ocasión.
Pero esto ya se podía decir del primer Do Not Feed the Monkeys, y aunque es evidente que la sorpresa es menor si ya conoces la primera entrega lo cierto es que el trabajo de Fictiorama vuelve a ser interesantísimo; lo que se pierde de novedad se compensa con la contundencia que acaba formando este conjunto de historias a las que accedes (tú y tu avatar; tú, quien juegas, y tu presencia en el mundo del juego, que también tiene que comer y dormir y pagar las facturas) a través de la pantalla de un ordenador en la que se encuentran lo más prodigioso y lo más vulgar, lo fascinante y lo dramático. Entiendo que se vea esta pérdida de novedad como una de las flaquezas de Do Not Feed the Monkeys 2099, que es una de esas segundas partes que no esconden ni maquillan su origen. Pero creo que no es difícil interpretar esta circunstancia de otra forma, sobre todo después de explorar las historias de estos nuevos monos: con esta secuela, Fictiorama demuestra que lo del juego original no era suerte del principiante ni la gracia de la novedad, sino que había una sustancia detrás que vuelve a estar presente en esta segunda parte, que se coloca en el futuro para hablar sobre un presente sobre el que a menudo parece que sea imposible —porque también en nuestra época se encuentran los mayores avances científicos y tecnológicos con la superstición, la injusticia y la oscuridad más groseras y paralizantes— hablar de otra forma.
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