Análisis de Dragon Age: Origins

A pesar de que mis intentos de jugar al rol de papel y lápiz han sido terriblemente infructuosos (no lo he intentado más de media decena de veces, pero cada vez ha sido peor que la anterior, más catastrófica), por algún motivo siempre me han interesado los juegos de rol para ordenador. Mi constante afán por jugar una y mil veces aquellos juegos que tienen todas las papeletas para no gustarme es inexplicable, y se extiende hasta hoy: cuando me enteré de que Dragon Age había llegado al torreón que hace las veces de redacción de AnaitGames, no pude sino emocionarme como una niña y pedir por amor de Dios que me dejaran jugarlo hasta explotarme la cabeza. Después de haberlo jugado, comprendo por qué me empeño en jugar constantemente a juegos de rol ambientados en mundos de fantasía pero sin embargo no puedo soportar ni quince páginas de la mejor literatura de magia y espadas. Lo segundo, porque Dragon Age: Origins se pule en argumento y narración a una mayoría aplastante de libros de dragones y mazmorras, demostrando que se puede contar una historia decente y hacerlo de forma potente, impactante, manteniendo al espectador en vilo. ¿Lo primero? Bueno, quizá jugaba porque esperaba algún día encontrar algo como Dragon Age. Al fin ha llegado. Aleluya.

Satan gave me a taco

Quizá un buen punto por el que comenzar sea por aquel que está justo antes del principio: los abuelos. Dragon Age es nieto de Baldur’s Gate, como se ha dicho una y mil veces, pero el papá, que es la licencia de Dungeons & Dragons, fue a por tabaco y no volvió; y no pasa nada, porque en BioWare han conseguido crear un mundo que nada tiene que envidiarle a aquel en que estaban basados sus juegos de la Puerta de Baldur. Coherente, intrincado, complejo y lleno de vida, Thedas, que así se llama este nuevo escenario de la eterna guerra entre humanos y todo lo que se ponga por delante, tiene una cantidad de mitología, política, tradiciones y geografía realmente asombrosa, sobre la que se asientan los cimientos de una historia, la del juego, que se convierte en uno de los puntos fortísimos de la propuesta. Como Electronic Arts nos ha pedido porfavorporfavorporfavor que no desvelemos ciertos puntos fuertes del argumento, hablaré de él de la forma más general posible. La historia comienza justo después de crear a nuestro personaje; esta decisión será crucial, porque, para empezar, decide cuál de los seis principios posibles adopta la historia. Yo, por ejemplo, comencé siendo el hijo de un noble cuyos hermano y padre están a punto de salir a la guerra. Esto depende de, por ejemplo, de la clase y la raza que elijamos, porque humanos, elfos y enanos se comportan de distinta forma entre ellos y con los demás; por ejemplo, los elfos, lejos del ideal de dandi de los bosques que suele aparecer en este tipo de mundos de fantasía, aquí son los apestados a los que los humanos esclavizan y tratan con desdén. A partir del momento en que comenzamos a jugar, seamos la raza que seamos, la narrativa de Dragon Age: Origins explota, sale de su huevo y comienza a crecer como un majestuoso ave fénix del storytelling fantástico, y se nos muestra como lo que es: un ejercicio de narración magistral que, cogiendo una historia interesante sin ser revolucionaria (héroe tiene que salvar el mundo, sí o sí), agarra al jugador de la corbata y lo mantiene pegado a la televisión todas las horas que dura el juego, que no son precisamente pocas. Es en este sentido en el que Dragon Age está a años luz por encima de otros juegos de rol de los últimos años: BioWare ha conseguido un juego que huye de los héroes maniqueos, de las historias simplistas y de ese toquecillo rancio tan fácil de ver en la fantasía medieval, y huye de todo eso para ir más allá, para conseguir dar ese paso que todos los demás medios ya han dado pero que los videojuegos aún no consiguen terminar de dar, esto es, ofrecer productos narrativamente interesantes para aquellos jugadores que, como la industria, evolucionan y se desarrollan a medida que pasan los años. Una historia no es adulta por incluir tacos y desnudos parciales, como los desarrolladores más obtusos parecen pensar que creemos los jugadores más cuadriculados. Dragon Age, además de incluir palabras malsonantes y despelote, nos cuenta una historia que no es para niños por su complejidad, por estar pintada con grises: nuestras decisiones y las de los demás personajes, que mueven la trama hacia un lado u otro, no son (no directa o claramente, cabe matizar) buenas o malas per se, ni nuestro personaje se alinea en ningún momento como bueno o malvado; esto es, en una conversación no tenemos respuestas buenas y malas indicadas explícitamente, sino que depende de nuestra propia moral como jugadores juzgar qué es lo bueno y lo malo, y depende de la moral de los otros personajes el recibir lo que digamos con buena cara o desenvainar la espada por nuestra ofensa. Extrapolando este sistema a la historia entera, tenemos como resultado una gran variedad de resultados para una misma situación, y en última instancia una gran variedad de resultados para la historia entera, así que preparaos para rejugar unas cuantas veces Dragon Age si queréis conseguir todos los logros (o simplemente ver todos los finales, que también puede ser que no seáis zombis movidos por puntos). A pesar de esta enorme variedad, Dragon Age es más lineal que otros juegos similares (compararlo con Oblivion es justo aunque no demasiado exacto) y perderse por los escenarios no es una opción tan clara como en, precisamente, el juego de Bethesda, en el que era posible decidir directamente desentendernos de la historia principal y conseguir una experiencia distinta, e igualmente divertida, dando paseos por el campo y resolviendo problemas. En esta ocasión, iremos más hacia delante siempre, pero podremos elegir si somos los cabroncetes que pasan el cepillo antes de hacer cualquier favor o si nos convertimos en los salvadores de los niños al módico precio de cero monedas, o si directamente no queremos ayudar a nadie o incluso si lo que más nos place es pasar por el cuchillo a todo quisqui, y todo esto se verá reflejado en la historia y en las relaciones de nuestros equipo con los NPCs.

One foot in the grave

La vertiente más táctica de los Baldur’s Gate se recicla aquí para conseguir una jugabilidad profunda y eficaz a la hora de superar las partes más difíciles, que las hay, y además tienen una dificultad muy old-school que, creo, agradará a los que aún vean con cariño las rutinas de intento-fracaso-muerte-intento-fracaso-muerte y así hasta que la cosa funciona que tanto disfrutamos en el pasado. En la versión consola, la vista en tercera persona y el auto-targetting intentan sustituir al ratón a la hora de planear y llevar a cabo los combates, y lo hace bastante dignamente. La extensiva navegación de menús que requiere el juego en muchas ocasiones está bien pensada para que, lógicamente con algo de práctica (a las diez horas de juego llegaremos a los puntos más recónditos de la hoja de habilidades en un periquete), no echemos en falta el ratón a la hora de luchar con los grupos de enemigos más duros, que es cuando más tendremos que tirar de menús para dar órdenes individuales y personalizar las tácticas de cada personaje. Estas tácticas son acciones que los personajes controlados por la inteligencia artificial realizan cuando se da determinada circunstancia; por ejemplo, se puede programar una táctica que diga que cuando cualquier miembro del grupo tenga menos del 25 por ciento de sus puntos de vida, un mago lance un hechizo de salud. Cada táctica ocupa una ranura y podemos modificarlas en cualquier momento, y aunque el número de ranuras es limitado, va aumentando a medida que subimos de nivel. Al principio casi no lo usaremos, pero poco a poco los grupos de enemigos se van haciendo más duros y más numerosos y es entonces cuando se nos exige algo más de previsión además de gritar a por todos y salir a rebanar cuellos con nuestro acero; aunque al principio parece que no vamos a tener problemas para pasar ninguna parte del juego, pronto (a las diez horas, más o menos, a ese tipo de pronto me refiero) descubrimos que las vamos a pasar putas en determinadas misiones. Ya he dicho que Dragon Age tiene un tipo de dificultad bastante chapada a la antigua. La jugabilidad es tan añeja y rancia como suena (clic, clic, clic, ataque especial, clic, clic en la versión para PC; A, A, A, Y —ataque especial—, A, A en la versión para consolas), y de nuevo recuerda a Baldur’s Gate y a tantos otros RPGs occidentales. En ese sentido ninguna queja: es como es porque así tiene que ser, no tiene sentido intentar hacer un juego de rol de toda la vida (que es lo que intenta Dragon Age: dragones, espadas, muchísimo texto, muchas horas de juego, etc.) y meter, qué sé yo, fases de carreras en cuadrunee. La única pega es relativa a lo inexacto del auto apuntado, que va de perlas cuando hay tres, cuatro, cinco enemigos pero que se vuelve loco algunas veces cuando los grupos de enemigos son mayores. Nada que no se arregle poniendo la parte táctica del cerebro a trabajar y teniendo algo de paciencia.

I’ve seen the land beyond

Dragon Age es un juego enorme en muchos sentidos: su historia y absolutamente todo lo que la rodea (mitología, geografía, política, intrahistoria incluso) es extensísima, su narrativa marca un punto de referencia para cualquiera que intente hacer algo que agite los cimientos del contar historias en videojuegos, su jugabilidad está basada en juegos del pasado pero funciona a la perfección y está adaptada maravillosamente al tipo de partida que se nos propone… ¿hay algo malo, entonces? Lo hay, me temo, y es el horroroso aspecto visual. Estamos ante una especie de Megan Fox a la inversa: mientras que a la Fox nos la pasaríamos por la piedra mil veces con la condición de que no abriera la boca en (casi) ningún momento, Dragon Age es una mujer con la que tomarías un millón de cafés pero cuya sola visión te produce escalofríos. Hay cosas que no se hacen. Cuando fuimos viendo tráilers del juego, apreciamos poco a poco que lo que hace unos años tenía una pinta bastante impresionante se ha ido quedando anticuado por la vía rápida, y hoy día un juego como Dragon Age parece de la generación anterior. Las texturas tienen una resolución impresionantemente baja, cosa que no se nota hasta el punto de ser molesto cuando manejamos al personaje pero que resulta muy, muy chocante en las conversaciones, cuando se hacen primeros planos de los rostros de los personajes y se ven, por ejemplo, las texturas de la pared de atrás. Echarse la mano a la cara es inevitable. También presenciamos un festival del clipping constante: paredes, árboles, postes u otras personas, nada se libra del terrible poder de los personajes para atravesar objetos teóricamente sólidos. Y no hablamos de ese clipping casi inevitable en el que, por ejemplo, el filo de una espada atraviesa una pared cuando estamos demasiado cerca, no: aquí entra la espada y el mango y el brazo y hasta el hombro, en ocasiones, y para colmo podemos ver clipping incluso en secuencias de vídeo que, aun hechas con el motor del juego, están prerrenderizadas. Hay un vídeo especialmente gracioso al principio del juego (creo recordar que es, precisamente, en una de esas escenas sobre las que Electronic Arts nos ha prohibido hablar) en el que podemos ver un primer plano de los pies de un soldado mientras camina, y contemplar horrorizados cómo los pies se sumergen en el suelo dándonos uno de los ejemplos de clipping más alocados que puedo recordar. A pesar de ello, lo más natural es que, cuando estemos inmersos en el juego, no le demos tanta importancia a los gráficos como le estoy dando yo ahora, al reseñarlo; la parte buena es que hay partes realmente brutas en cuanto a personajes en pantalla y escenario que van fluidas gracias a que, simplemente, no se ve como un juego de última generación. Aparte, qué coño: los juegos de rol de papel y lápiz no usan la más puntera tecnología holográfica y la gente sigue jugando precisamente por algo que Dragon Age consigue muy bien: la inmersión en la historia. La música remata el apartado audiovisual dándonos unas composiciones relegadas a la tarea de acompañar, siempre acompañar y casi nunca aportar nada; su mediocridad no es, sin embargo, molesta para nada. Jugar a Dragon Age: Origins hoy día es lo más parecido a jugar a Baldur’s Gate III que podemos hacer, para bien y para mal. Si lo que buscáis es un juego extenso, complejo y con picos de dificultad que os saquen de vuestras casillas, adelante, esto es para vosotros. Si buscáis un juego con una narrativa sólida, compleja, adulta y que trata de sacar a los videojuegos de ese adocenamiento en el que la sumen esas historietas que esconden con trascendentalismo de bazar chino el hecho de que, en el fondo, son más simples que un chupete; si buscáis una experiencia de rol a la vieja usanza, si queréis un sucesor espiritual de Baldur’s Gate (se dice una y mil veces porque es la verdad) o si, simplemente, no queréis dejar pasar el mejor RPG occidental del año, en fin, os recomiendo que no esperéis mucho más. Nota: 9