Análisis de Dying Light

En el cine y la literatura existe un cliché tan influyente y aceptado que ha alcanzado la categoría de género sin nombre en el que se engloban más obras de las que uno puede llegar a imaginar. En mi casa siempre lo hemos llamado “mohicanismo”, pero hace poco descubrí que los anglosajones han dado con la etiqueta perfecta: Mighty Whitey, poderoso blanquito, películas y libros en los que el infalible hombre blanco se integra en un grupo étnico ajeno, normalmente nativos del lugar con tradiciones milenarias, y consigue sin demasiada dificultad destacar entre todos ellos. El último mohicano, Avatar, Bailando con lobos, El último samurai, Dune, Lawrence de Arabia, John Carter… La idea de que el hombre blanco es, si se lo propone, mejor nativo que los mismo nativos; una fantasía imperialista más arraigada que nunca en la cultura occidental.

En el cine nos salen ejemplos por las orejas, y los videojuegos (quizá porque son los dos medios donde más extendida están la pereza y el acomodo a la hora de escribir) tampoco se escapan: Far Cry 3 se situó hace unos años como el más radical y sonrojante ejemplo de este resorte narrativo: un turista douchebag y sus amigos pijos —en busca de fiesta y sobre todo deportes de aventura, otro ramalazo de arrogancia y de supuesta dominación de la naturaleza— van a parar al infierno sin ley de una isla controlada por piratas, pero gracias a los nativos el protagonista acaba convertido en una imparable máquina de matar que incluso se pasa por la piedra a la escultural reina de la tribu. Ahora Dying Light ha decidido aferrarse al mismo saliente con un efecto secundario añadido: se parece a Far Cry 3, pero solo en lo malo.

Llovidos del cielo casi literalmente, con paracaídas, sobre las chabolas cochambrosas de alguna ciudad de oriente medio llamada Harran —por el acento parecen de lengua árabe, aunque la arquitectura se parece más a la Brasil de las favelas; de hecho un personaje menciona cierto desencanto con unas Olimpiadas, unas promesas incumplidas y unas ilusiones rotas—, nos presentamos en un escenario desolado por el brote del clásico virus zombie. Los pocos supervivientes que quedan viven en zonas seguras y solo salen para conseguir recursos sus más preparados exploradores, los runners, que han aprendido a utilizar los tejados y los balcones para recorrer la ciudad sin convertirse en desayuno para cadáveres. El profesional blanco al rescate de la gente marrón de acento extraño no tarda en situarse entre los runners más temerarios y valiosos cumpliendo las misiones que le encomienda el líder de la comunidad superviviente que le acoge, casualmente otro extranjero blanco la mar de asertivo. En adelante, nos esperan una serie de encargos en los que nos nos veremos cada vez más acuciados por la presión del que ejerce como agente encubierto, jugando a dos bandas, y con otro grupo de supervivientes mucho menos civilizado adueñándose de todo lo que pueden.

Decía antes que Dying Light bebe mucho de Far Cry 3, y no me refería solamente a sus tics de guion poco trabajado, sino a algo quizá peor para un juego que ha renunciado a contarnos una historia interesante o hacer comentario alguno: una obsesión casi patológica por mimetizar todos los gestos, prácticas y convenciones del sandbox moderno. Es como si Techland hubiese fundido Dead Island (con sus virtudes y defectos que al menos, eso sí, eran suyos) y colocado los restos líquidos y grumosos en el molde de todos los juegos comerciales de mundo abierto de los últimos diez años, solidificándose una experiencia innegablemente divertida pero carente de ideas o ambiciones, sin nada que aportar, sin riesgos; sin alarmas ni sorpresas, que diría Thom Yorke.

Las convenciones, tanto de Dead Island como del resto de congéneres, ya las conocemos todos: por un lado la insignia casi exclusiva de Techland que es la predilección por el combate cuerpo a cuerpo (muy depurado en el tema del radio de alcance) y el bricolaje creativo con armas blancas (tuberías electrificadas, bien ahí), y por el otro toda la ristra de “equipación de serie” en el género, como el looteo intensivo, las sidequests para ayudar a personajes de reparto, el árbol de habilidades desbloqueables repartido en tres facetas, los puntos de experiencia, el inventario limitado con alijo, los eventos aleatorios, las ganzúas… Como un recién divorciado haciendo su primera escaramuza quincenal en el supermercado, Dying Light se dirige a la caja empujando el carrito sin dejar de examinar una y otra vez su lista de la compra, preocupado por si se ha olvidado de algo.

El gimmick del juego, eso sí, es doble. Es lo mínimo que podían hacer con un juego que se sienta en un sofá de tercera mano: una fundita alegre; qué menos. El ciclo de día y noche que da título al juego es uno de ellos, una versión nocturna de la ciudad en que los zombis son más agresivos y otras criaturas más rápidas y voraces salen a cazar. Como en un cuento infantil, todos los personajes insisten en lo mismo: asegúrate de entrar en una zona segura antes de que se ponga el sol o te verás esprintando a oscuras mientras te persigue algo con muy mala leche. Y el otro rasgo, quizá el más interesante y el único que aporta algo parecido a un factor diferencial, es el parkour. Correr y saltar por azoteas, vallas, balcones e incluso cabezas de zombis parece de lo más goloso y además funciona con fluidez y con todo tipo de salientes, carreras frenéticas y adrenalina. Pero también ofrece justo lo contrario, si el jugador lo prefiere: exploración serena y calmada, rapiña intensiva y concienzuda con la tranquilidad de saber que si nos rodean los muertos vivientes siempre hay una cabaña de uralita a la que subirse, la silla que mágicamente pone a salvo a tu madre cuando un ratoncito se cuela en el salón. Luego vienen los zombis-atleta con una capacidad de rastreo que ni Daryl Dixon con un GPS, obsesivas criaturas persecutorias deseosas de sacarnos las tripas allá donde estemos.

Las distintas modalidades de multijugadores son posiblemente la forma más significativa de autodesprecio y pudor creativo que pueblan el juego. El cooperativo se puede activar durante la campaña, para que jugadores de nivel similar y en la misma zona se sumen a nuestra aventura, pero cuando se juntan hasta cuatro participantes el juego cae en el surrealismo por un detalle difícil de entender: todos los jugadores son el mismo personaje. Cuatrillizos idénticos molestándose entre sí al tratar de encaramarse a un balcón o dándole la paliza de su no-vida a un pobre zombi, pequeñas estampas de comedia física y ridículo. Ni siquiera el tan cacareado modo Sé el zombi parece que tenga sentido en el entorno y las mecánicas que ha concebido Techland: los enfrentamientos se dilatan demasiado y se basan esencialmente en encarnar a un Cazador nocturno y matar todas las veces posibles al jugador humano antes de que despeje el nido de muerto vivientes. La experiencia resulta forzada y a menudo frustrante para las dos partes.

En su vertiente individual Dying Light es divertido, en eso no hay nada que objetar. Es un juego correcto, un sandbox de supervivencia heredero directo de Dead Island pero sin los errores de bulto ni el diseño de laberíntico pasillo encubierto de su antecesor. También es menos fresco en su propuesta, menos gamberro y sobre todo mucho menos ambicioso a pesar de tener más respaldo presupuestario, más experiencia y una maquinaria promocional mejor engrasada. Las chapuzas técnicas tan habituales en Techland esta vez han sido mitigadas con relativo acierto, y el fruto de su propuesta es entretenido, pero de una forma mortecina y tenue. Sin alardes, sin apuestas, sin ideas, sin pasión. Como dice el empresario deprimido que se revuelca en su tristeza post-Juegos olímpicos sobre la alfombra raída en una pequeña azotea, acompañado de un transistor roto y rodeado de latas vacías, «nos prometieron que íbamos a ser reyes, y ahora mira a tu alrededor.» [7]