Ghost of Tsushima

Se suele decir que el buen diseño es invisible. Es una exageración, por supuesto: no hay nada invisible, pero sí es posible ocultar más o menos algunas cosas. Aunque la frase, algo así como un mantra o como una de esas expresiones que se dan por sentadas, suele referirse a otros tipos de diseño (el industrial o el tipográfico, por ejemplo), el de videojuegos no parece particularmente diferente; La Zona, ese momento en el que el juego —quizá de manera más pronunciada si es de acción o habilidad— y tú sois una misma cosa, implica ese «input mínimo, output máximo, con pensamiento consciente mínimo» que caracterizan al buen diseño: sin pensar, o sin darte cuenta de cuánto estás pensando, enlazas saltos, combos, curvas, giros, parrys, de una forma que parece superior a tus propias posibilidades. En ese momento, el diseño del juego (el complejo aparataje que da forma a lo que estás jugando) es invisible: la fricción que hay entre la interfaz y tú es mínima.

Pero, ¿significa eso que el mal diseño es visible, en contraposición a la invisibilidad del bueno? Ese posible mantra negativo es menos intuitivo que el primero. Quizá sea porque en muchos casos parece más fácil enumerar las trabas que restan elegancia a un diseño que señalar de manera clara qué es exactamente lo que se la da, por evidente que sea mientras juegas; de hecho, lo que a algunos juegos les va como anillo al dedo en otros puede resultar chillón y extravagante. Hace falta una mezcla casi imposible de inteligencia, oficio, tiempo y suerte para acabar con uno de esos raros diseños dignos de ser considerados elegantes; la mayoría de juegos, incluso un buen puñado de obras maestras, batallan con taras que les restan elegancia o les impiden entrar en ese Olimpo de los diseños elegantes.

Ghost of Tsushima está lejos de ser elegante.

Es el tipo de juego en el que se puede leer «R2: Honrar a los muertos», un inesperado guiño a ese «Press F to pay respects» de Call of Duty que se convirtió en meme por derecho propio. Es un juego que se atreve, de manera valiente y honesta y en última instancia fallida, a incluir un minijuego en el que tienes que escribir un haiku extrayendo los versos de tu alrededor, oteando la naturaleza en busca de poesía igual que oteas los campamentos enemigos en busca de puntos flacos en sus defensas antes de asaltarlos. En Ghost of Tsushima conviven, en tensión constante, la ambición por ofrecer nuevas maneras de hacer las cosas y las cosas propiamente dichas, que son las de siempre y en realidad no se hacen de una forma muy distinta. 

Aquí se nos cuenta la historia de Jin Sakai, un samurai que sobrevive milagrosamente a la brutal invasión de los mongoles, que llegan a la isla de Tsushima como primera parada antes de acometer la conquista de todo Japón. Dado por muerto, Jin, guerrero legendario, se pone manos a la obra para conseguir la lealtad de suficiente gente como para plantarle cara a los mongoles y recuperar el control de la isla; cuanto más avanza la historia, mayor es el alcance de la leyenda de Jin, el Fantasma de Tsushima, más sobrehumanas sus hazañas y, por tanto, mayor el apoyo de los suyos y el miedo de los mongoles.

Este es el gran acierto de Ghost of Tsushima, a mi modo de ver: la fijación en el relato y en su oralidad, presente a lo largo de todo el juego. Además de conseguir puntos con los que mejorar tu árbol de habilidades, cada vez que subes de nivel aumenta tu leyenda, y con ello crece la barra de vida: no ganas resistencia o salud por mejorar personalmente tus atributos, sino por la consideración progresivamente más cerca de lo superhumano que la gente va teniendo de ti. Hablar con los habitantes de las aldeas y los campamentos es recomendable porque a menudo te cuentan cosas que han oído; los músicos te cantan canciones referidas a lugares y personas reales, y te guían hacia sitios en los que es posible encontrar recursos con los que mejorar tus abanico de habilidades. La propia historia tienes la habladuría como hilo conductor; se puede ver en la ladrona Yuna, por ejemplo, que no termina de ganarse la confianza de los demás a pesar de la lealtad demostrada en todo momento por lo que se dice de ella y de su pasado.

Es un acierto feliz que no consigue ocultar el hecho de que es un juego formulaico y rígido como tantos otros, como la mayoría, quizá; no me atrevo a decir que sea un defecto (¿quién no busca justo esto en alguna ocasión, con esta forma o con otra?), pero detrás del telón de Ghost of Tsushima están las formas de un mundo abierto agotado y agarrotado, marcado más que por nada por su sistema de progresión y por un diseño de misiones y combate que no termina de salir del sota, caballo y rey de siempre. Está, así, en el polo opuesto de esa invisibilidad que supuestamente caracteriza a los buenos diseños: cada engranaje de la máquina está a la vista, subrayada, etiquetada convenientemente, apuntalada por su correspondiente menú, por una explicación y un sistema de progresión que refuerza o falsea la sensación de estar avanzando y aumentando el repertorio de recursos con el que cuentas para hacer frente a los enemigos y al entorno. 

Ghost of Tsushima es muy distinto al principio que cuando has invertido suficientes puntos de habilidad en los distintos árboles que definen a Jin; en el combate se condensa la mezcla de rigor que exige la ambientación con un toque de permisividad necesario para acomodar los distintos matices que puede tener el avance por el árbol de habilidades, nunca demasiado estrictos pero sí pensados para potenciar las diferentes maneras de jugar, desde la más sigilosa hasta la más directa y agresiva. Es un progreso que por momentos recuerda al de un metroidvania, no solo por cómo encuentras nuevas maneras de explorar el mapa a medida que consigues nuevas herramientas sino por las distintas maneras de contrarrestar los puntos fuertes de cada tipo de enemigo que te ofrecen las distintas posturas, menos dinámicas que las de otros juegos (pienso, aquí, en Nioh) pero que funcionan por pura fuerza bruta: su implementación es algo basta y está bien subrayada, por lo explícito de los enemigos contra los que van bien y por los no pocos tutoriales que te explican cuándo está bien usarlas. El ritmo del combate, en definitiva, recuerda más al de un Batman o un Assassin’s Creed que al de Sekiro, por poner un ejemplo de juego con un diseño elegante pero infinitamente menos agradable y agradecido.

La ambición de Ghost of Tsushima parece mucho más expansiva, menos compacta; sus mejores momentos están en las grandes praderas y en los densos bosques, en las playas y en las montañas. Es un auténtico espectáculo: visualmente puede ser uno de los juegos más poderosos de PlayStation 4. No solo es enorme la variedad de los entornos que hay en la isla de Tsushima (un pastiche realizado a base de los sitios más impactantes de Japón; mejor enfrentarse al juego no buscando fidelidad, ni histórica ni geográfica) sino también el efecto que tiene en ellos la climatología, con unas nieblas densísimas y unas tormentas que casi puedes sentir en la cara. En este contexto, el viento casi resulta un estorbo: omnipresentes, las ventoleras son aquí las sustitutas de las guías más tradicionales que te guían hasta tu próximo objetivo, una idea poderosa que funciona mejor sobre el papel que en la práctica, cuando la vegetación empieza a agitarse violentamente mientras las hojas y los pétalos de flor se elevan de una manera que no solo no resulta inmersiva, como imagino que era la intención, sino que llevan a pensar que quizá una brújula más estándar habría interferido menos, sobre todo teniendo en cuenta que la interfaz no es particularmente minimalista. Funciona mejor, y se nota que el juego lo sabe, cuando vas a caballo, por ejemplo, galopando entre plantas y árboles que se agitan con violencia a tu paso; en muchas otras ocasiones, puedes ver las corrientes de viento subiendo o bajando por las piedras, como esas señales virtuales que marcan el camino en algunos juegos de conducción.

Bienintencionada como seguro es la intención, en ocasiones parece que Sucker Punch confíe más en el poder evocador del material en el que se basa estéticamente (el Japón antiguo, los haikus, la flauta shakuhachi, el cine de Kurosawa) que en su propia capacidad para evocar a través del diseño de juego, lleno de ideas interesantes pero ejecutadas con una brocha gorda que parece más resultado de las sin duda valiosas sesiones de playtesting a las que se ha sometido el juego que a una dirección fuerte y una visión clara y por la que se ha apostado hasta el final. El resultado es un juego de mundo abierto competente, nunca menos agradable de lo que debería pero siempre con problemas para hacer valer lo que tiene de único o para proponer maneras de jugar en las que se vea una personalidad fuerte. Ojalá pudiera decir de Ghost of Tsushima que es un juego llamado a despertar pasiones; al contrario, su inelegancia no es ofensiva ni molesta, sino que, al revés, está milimétricamente calculada para seguir al dedillo todas las lecciones de buen uso del manual de un tipo de triple A que, a las puertas de una nueva generación, parece tener más problemas que otros géneros para sorprender y para dejar marca en la gente.

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