Análisis de Just Cause 3

En Far Cry 3 el tarado de Vaas recitaba en uno de sus monólogos aquella famosa frase: “La locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados”. La misma tarde en que la volví a escuchar en el juego de Ubisoft me dio por llevar a cabo una ardua investigación para averiguar la autoría de aquel llamativo aforismo; vamos, que la busqué en Google. Al parecer la frase lleva décadas atribuyéndose a Albert Einstein, pero no existe ni un solo escrito, discurso, charla o testigo que verifique este dato, y aun así sigue siendo una de sus declaraciones más famosas. Ojo a la acrobacia: cada vez que alguien le atribuye la definición al físico alemán por error está haciendo la misma cosa esperando obtener resultados distintos, esperando que sea correcto.

Al oírla de los poligonales labios de Vaas recibí una sacudida en el cerebro: aquel zumbado con cresta estaba definiendo en realidad la deriva de los juegos de mundo abierto, de todo un estilo estancado; estaba criticando, sin querer, el peor rasgo de los sandbox, incluído su juego. El género se ha convertido en una lista de la compra glorificada, una hoja de excel en la que debemos ir tiñendo de verde las celdas de tareas que ya hemos completado, la inmensa mayoría mecánicamente idénticas, destinadas a la mera dilatación de las partidas; a comprar tiempo, a rellenar. Incluso los que vemos con buenos ojos las experiencias de mundo abierto a veces tenemos una sensación que acentúa esa esa ansiedad del trabajo por hacer de la que ya he hablado alguna que otra vez, la certeza lapidaria de que esas tareas son, además, despiadadamente repetitivas.

Just Cause nunca ha pretendido revolucionar el género. Su perfil no es el del proyecto que aporta ideas nuevas o trata de refrescar el mundo abierto a base de hacerlo aún más grande, o más complejo o más inmersivo. La apuesta de Avalanche siempre fue explotar al máximo eso que aquí acuñamos como Componente Cabra, situándose en algún punto intermedio entre las partidas más locas de GTA y la desinhibición psicótica de Saints Row; una carta de amor en tres páginas dedicada a la destrucción, las explosiones, las anomalías de la física y la balística militar. Y en este tercer acto ha empezado a notarse el cansancio tras una fórmula que no añade prácticamente nada al majestuoso y elegante ejercicio de combustión que era Just Cause 2. La verdadera elegancia, en realidad, es no llevar dos veces el mismo traje.

La historia, y ella misma lo sabe, es lo de menos: Rico Rodríguez vuelve a su Medici natal, una isla mediterránea de marcada esencia italiana, para ayudar a la resistencia en su lucha contra el generalísimo Di Ravello, un dictador militar y «opresor entusiasta». Y la metodología es la que es: destruir todos los recursos y activos posibles del gobierno a tiros, a bombazos, a cañonazos o si hace falta incluso tirando de ellos con un helicóptero y un cable metálico. La estructura de este desfile de fuego y metralla se divide en bases a ocupar formando provincias a liberar del yugo dictatorial, y la manera de conseguirlo a es a base de destrozarlo todo y matar a todo el mundo. Cualquier frase, cualquier tic cómico y cualquier personaje no son más que una excusa blanda y sencilla para hacernos volarlo todo por los aires. La apuesta por el exterminio violento es honesta, directa y radical, pero el problema con Just Cause 3 es que no tiene ni los recursos ni el mínimo interés en complementar esa propuesta, en darnos algo más que barriles rojos y balas.

No es que no sepa explicarse o que los estallidos no sean satisfactorios; al contrario: la deflagración de cada bombazo y el efecto dominó que tiende a producirse cuando algo explosivo explota cerca de algo más explosivo es el buque insignia de la serie y el truco maestro de un pony, me temo, con un solo truco. Lo que no acaba de funcionar es todo lo demás: el control, las físicas y el aspecto visual recuerdan a juegos de hace una década, y la manera en que nos exponen al ecosistema de facciones y cacharrería inflamable es, de algún modo difícil de escribir, obsoleta. Es una impresión que empapa toda la experiencia: no se trata tanto de un juego a la antigua como de una repetición más de algo que llevamos años y años haciendo sin la mínima variación. Un juego que no es consciente del tedio que transmite a las pocas horas de empezarlo e insiste en lo auténtico de sus lances y sus lucecitas. Es un vendedor de enciclopedias optimista.

Quizá el clavo más profundo en el ataúd de Just Cause 3 sean algunas decisiones de diseño verdaderamente extrañas que favorecen esa relación enrarecida y áspera que se establece con el jugador. La menos comprensible es la de asociar algunas capacidades de Rico a las mejoras que conseguimos a través de los desafíos disponibles entre base y base. Se trata de pruebas basadas en carreras cronometradas a través de circulitos de colores y bombardeos limitados por tiempo, ideas cuasi momificadas en esta industria, y una serie de perks y maniobras extra que adquirimos según nuestro rendimiento en esos desafíos. Entre estas habilidades hay algunas como el apuntado con el gatillo izquierdo o el viaje rápido de una zona descubierta a otra que solo pueden desbloquearse con este tipo de ejercicio que se suponen opcionales. Es como si Just Cause 3 intentase dotar de algún tipo de complejidad confusa a su propia mecánica y solo consiguiese hacerse un lío y alcanzar un nivel de sabotaje a sí mismo rayano en la autolesión.

Que quede claro: Just Cause 3 no es necesariamente un mal juego, y para el público adecuado incluso puede arañar dos docenas de horas de diversión, aunque sea siempre sin variar el tono ni el ritmo, sin ningún tipo de acelerón en la intensidad de su sinfonía cansada. A veces digo que algunos juegos solo son una buena opción para los más aguerrido fanáticos de un género, aquellos capaces de perdonar cualquier desliz. En esta ocasión casi me atrevería a decir lo contrario: a los fans del mundo abierto y la pandilocura les va a resultar más fofo, más monótono y más vulgar que al recién llegado y todavía inexperto en el arte de hacer el cabra. [6]