Análisis de Killzone 3

Por méritos propios o por falta de pan, la cuestión es que Guerrilla ha colocado su franquicia entre las más importantes del género. Desde esa posición, los dos conflictos representados en Killzone 3 son claramente visibles: sigue la guerra entre ISA y Helghast justo donde la dejamos en la segunda entrega, pero continúa también en conflicto la filosofía del juego, que se debate entre la reivindicación de lo propio para alegría de los fans y el acercamiento a otros FPS para convencer a los escépticos. El primer frente, retomamos el control de Sevchenko en el Palacio Visari. Lo del magnicidio no ha sentado muy bien por ahí, así que toca intentar —y solo intentar— escapar de Helgan antes de que la muerte del Emperador se convierta en trending topic. Pero el plan sale regular, decía, y quedamos atrapados en tierra hostil mientras los líderes políticos del lugar —primos lejanos de Hitler y Stalin, acorde con la acertada estética Helghast— deciden quién debe tomar las riendas del imperio: el Almirante Orlock y el presidente de la mayor fábrica de armas del planeta, Jorhan Stahl ((The Joker + Jimmy Giménez Arnau.)), son los dos con más ganas de hacerlo. El guión, flojo, acaba además mareado al intentar satisfacer la principal preocupación de esta campaña intensa ((Esta palabra empieza a parecer un eufemismo de «corta». Un poco, sí.)): buscar variedad. De forma exagerada, casi obsesiva, Killzone 3 intenta que no pasemos demasiado rato en el mismo sitio, haciendo la misma cosa. Por eso nos mete en vehículos con gran frecuencia, por eso hay un jetpack, por eso tiene su fase de sigilo y su enemigo gigantesco y por eso los entornos están tan, tan diferenciados. Y sí, uno está más o menos a salvo de la repetitividad dentro de un exoesqueleto. Sin embargo, es complicado no pensar que se ha abusado del tema después de la batalla final. Lo mismo, más o menos, con los escenarios; intentando escapar de las críticas a la paleta de dos colores, llegamos a una selva alienígena con poca gracia o a, no me jodas, un enorme camión triturador de chatarra. Las transiciones son precipitadas, más propias de un frenético Call of Duty que de shooter moderadamente pausado, que requiere casi siempre mantener las distancias. Por esas prisas se ha perdido una gran ocasión de ligar la trama con el diseño jugable, de hacernos sentir supervivientes, refugiados, cuando las cinemáticas dicen que lo somos. Pero sí hay momentos muy bien llevados, como todo el tramo de la nieve, y las bases del título sigue siendo las de un gran FPS; los niveles están diseñados con cabeza, prestando especial atención a las coberturas —el sistema para usarlas sigue funcionando realmente bien—, la IA enemiga tiene las cosas bastante claras y la contundencia de las armas resulta más que convincente. Rescatadas, la mayoría, de Killzone 2 —pero con buenas incorporaciones, como el lazamisiles WASP—, su peso se sigue notando aunque el apuntado es claramente más ágil; entiendo a los nostálgicos de la inercia, pero a mí el control de esta tercera parte me parece un adecuado punto intermedio. Las otra novedad en ese sentido, los combos y ejecuciones cuerpo a cuerpo, es también recibida con los brazos abiertos: no se le pude decir que no a lo de hundir tus pulgares en los ojos de un enemigo, Kratos style. Y después está el cooperativo, cojo en tanto que únicamente a pantalla partida, y con consecuencias en las partidas solitarias. Si Sev cae, Rico puede usar, si no lo tiene muy complicado para llegar, esa ridícula pero milagrosa pistola sanadora. Gracias, negro. Me sigues cayendo muy, muy mal, pero respect por lo de ahorrarme algún checkpoint. Si cada uno está en su casa, pues, no hay otra que el multijugador competitivo. Las peculiaridades en el control lo hacen distinto, ligeramente menos directo y, sin experiencia previa, algo duro al principio. Además, el sistema de clases —médico, tirador… los sospechosos habituales— invita a centrarse en una, invirtiendo los puntos que ganamos subiendo de nivel en habilidades y armas de esa especialidad. Los mapas son notables, se adaptan bien a la intensidad de las batallas jugando con los niveles de altura para repartir correctamente a los 24 jugadores que llegan a darse de tiros ahí. Habría venido muy bien, eso sí, algo más de cantidad; los dos únicos entornos disponibles en Operaciones dejan a medio gas este interesante modo con cinemáticas intercaladas entre objetivos. Pero sí, qué coño, por fin; si por algo destaca Killzone 3 es por lo rematadamente bien que se ve. Superlativo en todo lo visual, no sería lo mismo sin esos graficazos, sin esa iluminación. Y quien diga lo contrario, miente. Y quien vea en eso algo criticable, se equivoca. Helgan no se entiende sin ese metal perfectamente oxidado, sin ese hormigón fotorrealista que se desprende con los impactos, sin esas banderas desgarradas oleando de forma realista y sin ese sol lejano intuyéndose a través del humo. Y más allá de lo puramente técnico, de las texturas —casi todas— absurdamente definidas, de una cantidad inimaginable de polígonos y de unos efectos de partículas acojonantes, está el gusto estético; hay que saber muy bien lo que haces para usar tantos filtros sin cruzar la línea entre la espectacularidad y la molestia. Guerrilla se queda siempre en el lado bueno con una naturalidad envidiable para crear una ambientación única, para añadir matices a una representación magnífica del abandono y la decadencia. Eso es Killzone 3. No propone nada que no hayamos hecho antes, pero apetece repetirlo así. Algunas de sus prioridades son discutibles —Move y 3D antes de cooperativo online o la creación de una comunidad activa que pueda intercambiar repeticiones— y su ambición va sobre todo en una dirección, pero es de esos, también necesarios, con los que uno siente que está amortizando su consola. Y su tele. Y su equipo de sonido. [8]