Análisis de Mass Effect: Andromeda

Para decepción, sin embargo, la que se llevan las naves de la Iniciativa cuando llegan al Cúmulo de Heleus tras un viaje de 600 años. La idea era buscar nuevos planetas habitables en ese rincón de Andromeda, pero el plan sale regular por distintas razones y nos toca hacer horas extra como pionero: controlando a Sara o a Scott Ryder, a la hermana o al hermano, dirigimos la parte humana de esa colonización espacial. Otros antiguos habitantes de la Vía Láctea, como las asari, los turianos y los salarianos, se apuntan también a un proyecto que se administra y se discute desde el Nexus, una enorme estación espacial que sirve como reboot de la Ciudadela.

Hechas las presentaciones y la vuelta de reconocimiento, lo único que sorprende es lo mucho que se parece todo a lo que ya teníamos en casa, en la trilogía original. La familiaridad —el homenaje, preferirán algunos— puede no ser el mejor punto de partida en una historia que se construye sobre la premisa de la exploración, de la curiosidad y de los horizontes por descubrir. El Nomad es como el Mako, los Relictos son los nuevos Proteanos, la Tempest es básicamente una Normandy y las respectivas tripulaciones encajan de forma más o menos evidente cuando se superponen.

Mass Effect: Andromeda necesita funcionar como puerta de entrada a la franquicia, pero al mismo tiempo busca contentar al fan. Es un tira y afloja complicado, sobre todo estando el o la Comandante Shepard tan lejos en el espacio y en el tiempo, que acaba dejando la propuesta en tierra de nadie: el cursillo acelerado sobre xenofobia interplanetaria puede ser difícil de asimilar para el novato —la genofagia, Saren y los Segadores aparecen en conversaciones y registros de audio, pero lo suyo es pasar un rato leyendo el Códice—, pero el veterano se siente repetidor. No hay mucho que aprender en la nueva galaxia: están los angara, los nativos con quienes esperamos fumar la pipa de la paz, y están los kett, que son el blanco de nuestras balas, láseres o lanzamientos bióticos. Cuesta meter esas dos razas entre las más destacables del universo creado por BioWare, sobre todo si uno espera que llenen el enorme hueco que dejan quarianos, geth, drell, elcor, hanar y volus.

Mucho más evidente y ascendente ha sido la progresión de Mass Effect como shooter en tercera persona. La acción en Andromeda es más ágil gracias a un propulsor que permite pegar unos brincos muy respetables —si apuntas en el aire te mantienes flotando durante unos segundos, algo muy útil para sorprender a los enemigos parapetados— y escapar hacia zonas más seguras con un dash lateral. Menos fino ha quedado lo de automatizar las coberturas, que no siempre responde con la inmediatez que se requiere durante un tiroteo. El cambio más importante en el sistema de combate, sin embargo, tiene que ver con la parte más estratégica y rolera del asunto. Al subir de nivel, los puntos de experiencia para Ryder se pueden invertir habilidades de todo tipo: lo mismo mejoras las granadas o el camuflaje óptico que que aprendes a manipular la energía oscura para lanzar a enemigos por los aires. En vez de restricciones según la clase, lo que tenemos aquí son perfiles con potenciadores: invierte más en poderes bióticos y mejorarás como Adepto, lo cual añade una bonificación al daño y la duración de esas «magias». De las mezclas entre las tres grandes ramas en el árbol de habilidades (combate, tecnología y biótica) salen siete perfiles que se pueden ir cambiando en cualquier momento, convirtiendo a Ryder en una navaja multiusos que no depende de nadie más. Es una flexibilidad que no molesta, aunque depende en exceso de breves paseos por los menús y para nada logra justificar la eliminación de las órdenes a los compañeros; puedes indicarles que se muevan a una posición o que se centren en tal enemigo, pero lo hacen como y cuando ellos quieren. Es una decisión absurda, porque siempre existió la opción de ignorar la rueda de habilidades y porque la interacción directa con Liara o Garrus como parte de las batallas reforzaba la idea del grupo. La mecánica de las combinaciones, de los ataques más efectivos cuando se hacen sobre enemigos que ya están en llamas, congelados o con los escudos sobrecargados, tiene ahora menos gracia porque casi siempre te encargas tu de todo —no intentéis explicarle todo esto a la inteligencia artificial de los aliados.

También el arsenal gana en variedad, con fusiles de asalto, escopetas, rifles de francotirador y pistolas fabricados en varios extremos del universo que juguetean con distintos tipos de proyectiles —la munición, como la salud, se recarga en cajas repartidas por ahí. Yo me sigo quedando con todo lo que lleva el logotipo de N7, que puedes comprar en tiendas de por ahí o fabricar en los terminales de I+D: escaneando cosillas con la omniherramienta consigues puntos de investigación para desbloquear nuevas armas y armaduras, que a su vez requieren un puñado de minerales.

Y es justo ahí, entre las charlas y los disparos, donde entra en juego la exploración. Arriba del todo está la de la carta estelar, la de poner un cursor sobre distintos planetas y lanzar sondas para extraer recursos sin necesidad de aterrizar ahí. Es algo sorprendentemente tedioso, por lo estirado de las transiciones, pero también poco importante. Después están los mundos que sí se visitan, los espacios abiertos y extensos con montañas, valles e instalaciones por donde se reparten la mayoría de misiones principales y tareas opcionales. Es esa mayor escala lo que permite recuperar un vehículo terrestre, el Nomad, que sirve como sucesor espiritual del mítico Mako; se controla bastante mejor, a pesar de la suspensión loca que le permite conservar su complejo de araña y su relación de amor odio con las pendientes más empinadas.

La conducción todoterreno es uno de los elementos que suman en la estructura típica del sandbox, pero no la única. El indicador de viabilidad es seguramente la pieza más ingeniosa de Mass Effect: Andromeda. No es más que un porcentaje, un mensajito que te dice cómo de habitable es ese planeta, pero aporta esa coherencia que buena falta le hace a la trama y aporta un contexto claro para la mayoría de misiones secundarias. La mayoría no dejan de ser encargos simplones y trabajitos repetitivos, pero los trayectos de relleno y los sudokus para activar monolitos ancestrales se hacen un poco —solo un poco— menos ridículos cuando sabes que contribuyen a hacer más tolerables las gélidas temperaturas de Voeld o a reducir los sulfuros en las aguas de Kadara.

La recompensa por lograr el 100% de viabilidad es una tontería, pero para cuando descubres eso, el trabajo está hecho: esos objetivos a medio plazo son los que te han ayudado a aguantar hasta la segunda mitad de Mass Effect: Andromeda, que va mejorando gracias a las misiones de lealtad dedicadas a los distintos aliados (que también incrementan su efectividad en el campo de batalla) y al peso que va cogiendo el equipaje del pionero.

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Menos excusas he sabido encontrar en el apartado técnico. Aunque la mayoría de personajes presentan un nivel de detalle correcto y a la iluminación del motor Frostbite le salen las postales casi sin querer, la sensación de dejadez me incomodó durante toda la partida. Tengo apuntados solo un par de bugs más o menos destacables —una cinemática completamente rota y un cuelgue—, pero la cantidad de mierdecillas gráficas por minuto es alucinante: texturas que cargan tarde, ralentizaciones que llegan a ser graves en localizaciones concretas, NPCs que aparecen de golpe y con los brazos en cruz segundos después de que abras una puerta, movimientos espasmódicos, transiciones bruscas y descuidadas… Es algo que va calando, que no te deja en paz, que evidencia una falta de interés y de pulido al borde de lo inadmisible.

Me molestó bastante más todo eso que las mejorables animaciones —las faciales y las del resto del cuerpo—, aunque es verdad que en algunas cinemáticas casan mejor con la musiquita de Larry David que con los sintetizadores cósmicos marca de la casa.

Incapaz de sorprender, de emocionar y de crear un vínculo con el jugador a partir de situaciones memorables, a Mass Effect: Andromeda le queda únicamente lo de cumplir. Eso sí lo consigue, gracias a una dirección de arte muy vigente, a un ritmo que saca partido de los contrastes y a los recuerdos de tiempos mejores. Cualquiera que haya disfrutado de la trilogía original sabe cuál es la forma correcta de interpretar esa cita que mencionaba al principio sobre el ejército y el krogan: si me das a alguien que se parezca un poco a Wrex, todo lo demás me da un poco igual. Mass Effect: Andromeda es un Mass Effect. Eso es lo mejor, lo más sencillo y lo más explicativo que se puede decir sobre un juego que de hecho no aspira a otra cosa, que solo quiere ser aceptado como tal. Blandengue e intrascendente, sí, pero un Mass Effect. [6]