Análisis de Metro 2033

Cuando en 2002 Dmitry Glukhovsky empezó a escribir en su blog un relato sobre un chavalín llamado Artyom que convivía en la red de metro de Moscú con otros cuarenta mil supervivientes de un cataclismo nuclear a escala planetaria, no tenía ni idea de lo que se le venía encima. Su modesta historia empezó a fascinar a centenares de miles de rusos que seguían leyendo online cada avance en el devenir de la vida de Artyom y tres años después todo el material era compilado y publicado en papel convirtiéndose automáticamente en uno de los bestsellers más destacados de los últimos años en los gélidos dominios de Putin. Y, como viene siendo costumbre, tras la gloria literaria llegó el momento de dar el salto a la pantalla para aprovechar el poderío de la marca y, porqué no, de la idea. Pero esta vez, al contrario de lo que viene siendo habitual, no se trataba de rodar una película que masacrara la obra original y amargara a los fans del libro, sino de desarrollar un videojuego capaz de sumergir al jugador en una angustiosa atmósfera de una forma que sólo este medio puede conseguir. Así nació Metro 2033, un FPS de desarrollo lineal que nos pone en el enclaustrado pellejo del mencionado Artyom y nos obliga a pasarlas putas y sacrificar nuestra estabilidad cardíaca por un bien mayor: la supervivencia de la raza humana. Aunque el post-apocalipsis está siendo tan explotado que va camino de convertirse en la nueva Segunda Guerra Mundial del género, no nos engañemos: cuando vimos el primer tráiler de Metro 2033 a la inmensa mayoría nos apareció una tienda de campaña importante en la entrepierna. La influencia en lo visual (sólo en lo visual) de Fallout 3 era (y es) evidente en cada frame del juego, del mismo modo que también se siente el tufillo a S.T.A.L.K.E.R. a la legua, pero por suerte 4A Games ha sabido procesar el texto fuente con la habilidad suficiente para dotar a este título de una sólida personalidad. Afortunadamente, no estamos ante un bochornoso caso de pseudoplagio como Dante’s Inferno. Metro 2033 bebe de muchas fuentes, pero en ningún momento da la sensación de que esté intentando seguir un camino marcado por alguien más alla de la novela en la que se basa. A al igual que en el libro, el punto fuerte del juego es la brutal capacidad de sumergir al jugador en su propio universo. El imponente 4A engine hace su trabajo de maravilla en este sentido, y nos obsequia con unos entornos detalladísimos, unas texturas muy ricas y complejas y un sistema de iluminación que, quizá no se inspire en el claroscuro alemán del siglo XIV, pero ciertamente es capaz de ponernos el culito del tamaño de una oliva con un par de siniestras siluetas proyectadas en una pared. Un diez en este sentido para los integrantes de GSC Game World que fundaron este nuevo estudio, porque han vuelto a demostrar que, naciendo en Ucrania y sin llamarte John Carmack, también puedes ser un maestro en esto de hacer jueguicos bonicos. Sin embargo, por muy graphic whores que nos pongamos, lo más importante en un juego es precisamente eso: cómo se juega. Y aquí es donde Metro 2033, mal que me pese, empieza a hincar la rodilla. Para empezar, los bugs lo convierten en muchas ocasiones en una experiencia más frustrante de lo que debería. Tal como comentaba Sempere en nuestro bienamado podcast, el sistema de hitbox es una chapuza que a veces convierte a guerrilleros muertos de hambre en jodidos terminators indestructibles. Sí, se puede achacar a que las armas sean, como quien dice, prácticamente caseras, o que la munición (como ya nos avisan) podría ser menos efectiva que la militar, pero descerrajar cinco tiros de escopeta de doble cañón en plena cara debería ser mortal de necesidad, y no un simple rasguño. Además de los típicos atascos en vallas o mobiliario, es fácil topar también con otro glitch al que personalmente jamás me había enfrentado. Tras abatir a tiros a una criatura alada (en el juego los llaman demonios, excepto un personaje que los llama «putas» ((«No te muevas, ese patio está lleno de putas.»))) me acerco al cadáver para verlo mejor y, acompañado de un rugido estremecedor, noto como alguien me hiere. Rápidamente, me doy la vuelta para reventarle la cabeza al culpable, pero allí no hay nadie. Vuelvo a acercarme al cuerpo de la «puta» y de nuevo ocurre lo mismo. Mi máscara de gas tiene dos grietas más y allí no hay ni Dios. Le lanzo una granada al demonio muerto, que se desplaza un par de metros por la explosión sin dar señales de vida. Me acerco y recibo otro guantazo, entonces caigo en la cuenta: el juego «no se ha dado cuenta», por decirlo de algún modo, de que el demonio está muerto, y cuando me acerco a su cadáver éste responde con gruñidos y golpes sin mover ni un milímetro sus miembros desplomados. Para mear y no echar gota, caballeros. Siguiendo la línea que marcó Dead Space, Metro 2033 se sirve de elementos del propio juego para ofrecernos datos importantes que tradicionalmente suelen mostrarse a base de barritas o circulitos. El caso más interesante es, por ejemplo, que sabemos cuándo utilizar la máscara de gas cuando oímos a Artyom jadear angustiosamente y cuándo cambiar el filtro de la máscara mirando un indicador de pulsera que además nos muestra con tres leds (rojo, ámbar y verde) el grado de iluminación al que estamos sometidos para pasar inadvertidos. Sin embargo, el hecho de que el contador de balas sí aparezca en pantalla como un marcador tradicional da un poco al traste con esa filosofía de la que soy tan partidario de economizar los indicadores e integrarlos en los propios parámetros del juego. Pero, como me enseñó mi abuela, no está bien reírse de las limitaciones de los demás, aunque sean neofascistas locos que quieran teñir la moqueta con tu masa encefálica, y tampoco sería justo regodearse en los defectos del juego. Y es que Metro 2033 tendrá sus cosillas (bugs vergonzosos, pistolas de agua, I.A. de broma, personajes sin profundidad, una historia anodina, un sistema de divisas algo incómodo, animaciones toscas…), pero es posible que estemos ante uno de los títulos más inmersivos de esta generación. Su gran problema es un enorme margen de mejora, pero todo lo que hace está enfocado a la misma idea: que oigas los gruñidos y los aullidos remotos de las bestias que habitan los túneles, que explores los cadáveres de los caídos rezando por encontrar munición, que casi sientas la humedad en los huesos, que notes que te falta el aire cuando estés rodeado de gas venenoso. Y eso lo hace mejor que nadie. [8]