Tardé unas quince horas en ver los créditos de Monster Hunter Wilds. Creo que podría haberlo hecho en diez; también en veinte, si hubiera explorado más o me hubiera dejado seducir de vez en cuando por las no pocas distracciones que el nuevo juego de Capcom y su mundo te ponen delante.
Pero, ¿para qué? Los créditos en Monster Hunter marcan el momento en el que empiezas a jugar de verdad. Es, más que el final, la introducción: gracias por terminar el tutorial, te dice, estas son las mil personas que han trabajado en este juego; ahora empieza lo bueno. Es en ese momento cuando Wilds deja de lado las presentaciones y empieza a mostrar su auténtica cara, la de esa experiencia hiperflexible, configurable hasta la médula, con un diseño depurado durante décadas para introducirse en tu rutina con una naturalidad pasmosa. Esas quince horas iniciales son algo así como el dicho del pez y la caña de pescar: primero te da los peces, luego te guía hacia ellos, y cuando te quieres dar cuenta tienes la caña en la mano y caes en que te ha enseñado a pescar, y eres tú quien se pone e impone los objetivos a corto, medio y largo plazo. No es un juego de gestión, sensu estricto, pero desde luego te pone todo en bandeja para facilitarte las no pocas gestiones que puedes hacer entre una cacería y otra, no solo engrasando la interfaz para hacerla legible y ágil (algo que puede parecer imposible al principio, cuando la cantidad de información que tienes a tu disposición parece excesiva) sino dándote la oportunidad de hacerla tuya: es el tipo de juego, y no hay muchos así, que te permite reorganizar los menús para acomodarlos a tu forma de usarlos.
Antes de todo eso, en esas quince primeras horas, Monster Hunter Wilds es la historia de un grupo de investigación del Gremio de Cazadores que se interna en las Tierras Prohibidas, después de que un niño, Nata, aparezca contando cómo su pueblo fue atacado por un misterioso monstruo al que llama el Espectro Blanco. Ese es el punto de partida de esta incursión en un territorio nuevo y desconocido, con su flora y su fauna; también con sus pueblos, como el de Nata, cada uno con su forma de ser y sus estrategias para convivir con, y a veces defenderse de, las gigantescas criaturas que se pasean por las Tierras Prohibidas.
Si has jugado alguna vez a un Monster Hunter, me temo que ya sabes qué posición ocupa la historia en estos juegos; si las misiones previas a los créditos son un tutorial de cómo se juega, la historia misma es un tutorial de cómo funciona el mundo por el que te vas a mover. Imagino que siempre existe la esperanza de que esta vez sí que sí, sobre todo cuanto más fina y preciosista es la manera que tiene Capcom de presentarnos sus universos y personajes. Aunque me cuesta ser excesivamente duro con «la historia» de Monster Hunter Wilds (que me ha recordado, en el mejor de los sentidos, más a la Rise que a la World; que va al grano, y que aun así no se molesta si haces que vaya un poquito más al grano, saltándotelas cuando la emoción de la caza te pide acelerar un poco los trámites), en el fondo me alegra que Capcom sea tan consciente del uso que se va a acabar haciendo de un juego como este: la construcción de estas Tierras Prohibidas y sus habitantes, la ceremonia que se produce alrededor de los principales hitos argumentales, mantiene un nivel suficiente como para que quien busque interesarse por lo que tiene que contar el juego pueda hacerlo sin sentir que su experiencia es de segunda; pero al final la historia es también una manera de hacer embudo, de suavizar y engrasar la integración de la Rutina Monster Hunter en tu día a día.
Habrá quien tarde más y quien tarde menos; en mi caso, pasó unas horas después de ver los créditos. En cierto momento, notas cómo cada acción que haces empuja a la siguiente: vas a cazar a un monstruo y en el proceso consumes recursos y ganas materiales; la forja te recuerda qué piezas sigues necesitando y quizá te anima a poner en la lista de deseadas alguna nueva; vas a la tienda de campaña a rellenar la bolsa de objetos, primero usando los sets predefinidos (o quizá incluso a mano, si aún no estás tan dentro) pero después escogiendo entre los que has ido creando, seleccionando cuidadosamente los ítems que vas a llevarte a tu siguiente expedición. ¿Por qué te permiten reorganizar o renombrar sets?, te puedes preguntar. ¿Por qué hay espacio para crear tantos? ¿Realmente sirve para algo? Luego entiendes que sí: hacen falta todos esos slots, aunque tengas alguno vacío. Con la bolsa llena otra vez y nuevos materiales que buscar, te acercas al tablón de misiones o examinas el mapa en busca de objetivos, y entonces sales de caza, y en el proceso consumes recursos y ganas materiales y la rueda sigue girando. No hay nada que puedas hacer en Monster Hunter Wilds que no esté en diálogo con el resto de elementos del juego; se notan las décadas de pulido y perfeccionamiento, tanto en la cantidad (hay más elementos que tener en cuenta en Wilds que en ningún otro Monster Hunter; de algunos puedo hablar ya, pero otros tendrán que quedarse en el secreto hasta que el juego salga; como fuere, hay mucho) como en la calidad: hay algo en Monster Hunter de flagship que no tienen otras sagas de Capcom, que en mi caso percibo claramente en la sensibilidad con la que se construye en cada entrega sobre la base de todas las anteriores. Desde fuera igual suena a excusa cuando desde el equipo de desarrollo dicen que meter nuevas armas es «muy difícil», pero cuando juegas lo entiendes. ¿Cómo no va a ser muy difícil?
En ese sentido, Wilds es un paso adelante; uno firme, que en ningún momento da la sensación de ser improvisado o inconsciente, pero que seguramente sea menos amplio de lo que se dio a entender en las previews. El mundo de Wilds es más amplio y está más interconectado que en anteriores entregas, pero a efectos prácticos sigue estando separado en zonas que no se comunican entre sí, entre las que te mueves en gran medida a golpe de viaje rápido y siguiendo objetivos específicos; es cierto que hay incentivos para salir a explorar sin una misión específica, y que el juego funciona sorprendentemente bien cuando confías en el azar para que te empareje con nuevos objetivos de caza, pero la experiencia más común sigue siendo la de cualquier Monster Hunter, eligiendo cacerías en el campamento base, saliendo a cumplir el objetivo y volviendo a reabastecerte y gestionar equipo antes de elegir la siguiente misión. Es lo que he llamado varias veces la Rutina Monster Hunter, y en Wilds sigue estando presente.
Reconozco que me alegra ver que esa forma de jugar más cuadriculada y compartimentada sigue ahí, porque es la que mejor encaja con mi manera de relacionarme con Monster Hunter; lo de la Rutina y todo eso, sí. Pero por ahí están algunas de las novedades de esta entrega, que te propone la posibilidad de hacer más cosas directamente en el terreno, explorando de manera orgánica e iniciando dinámicamente misiones de caza o captura contra los monstruos que se cruzan en tu camino. Es una opción que tarda en tener un sentido más claro, pero que poco a poco, a medida que desbloqueas nuevas funciones en el campamento o la forja (mucho después de ver los créditos, en esa parte del juego que se sale de los límites permitidos para este texto), pone de su parte por integrarse en una partida que a menudo parece peligrosamente inamovible o estática. Estas partidas más libres son una forma de hacer que Monster Hunter Wilds sea más dinámico, sobre todo mientras aprendes a leer el mapa y el entorno; ese dinamismo pronto se cruza también con la posibilidad más práctica de farmear más y mejor, con nuevas formas de elegir qué monstruos cazas y menos tiempos muertos o esperas innecesarias: el juego mismo te anticipa qué va a ocurrir en cada mapa en las próximas horas, por ejemplo, y te permite plantar campamentos temporales en los que reabastecerte sin necesidad de volver al campamento base. No es estrictamente necesario hacerlo, pero es una posibilidad que aporta un nuevo toque de inmersión a la partida sin obligarte a dejar de lado la manera de jugar a Monster Hunter a la que llevas acostumbrándote desde hace diez, quince o veinte años.
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Esa forma de interactuar con Monster Hunter cocinada a juego lento está también en la manera en que se usan las armas, que son las de toda la vida; las que llevan ahí desde el principio y las que se han integrado de forma tan natural en el juego que parece que podrían haber estado en el primero de PlayStation 2. En esto, Wilds es más o menos intachable. Consciente de que hay un tipo de jugador muy avanzado, aquel para el que la Rutina Monster Hunter es simplemente su vida cotidiana, que tiene el ojo y los dedos infinitamente más entrenados que yo, se notan aun así algunos cambios desde las betas hasta la versión final; el famoso hitstop, que durante unas semanas fue asunto de Estado y que parecía señalar una traición mayor de Capcom hacia su público más fiel (porque, parece, la idea era acercar Monster Hunter a un público occidental que no terminaba de entender del todo este truquito de animación, pensado para multiplicar la sensación de impacto de las armas congelando la imagen durante unos cuantos frames), deja de ser un problema cuando te disuelves en el flow general del combate, tanto cuando profundizas en un arma y la dominas hasta convertir su moveset en una especie de mantra que te repites mientras machacas al monstruo (una de las formas más puras de Monster Hunter, que en el fondo es bastante más sencillo y «repetitivo» de lo que sugieren sus interfaces rococó) como cuando pruebas tipos que todavía se te escapan. Cada tipo de arma en Monster Hunter es su propio juego; es un lugar común que seguro que se lee en casi todas las reseñas de Wilds, pero que aun así me parece importante. El también célebre farmeo de materiales para crearte nuevas armas es, en el fondo, solo un truco más en un videojuego lleno hasta la bandera de ellos: es una forma de reforzar tu compromiso con un tipo de arma, de expandir el alcance de una complejidad que se entiende más por lo profundo de sus consecuencias (cómo se relacionan con los distintos tipos de enemigos, cómo interactúan con las armas de las otras personas que hay en tu partida, si juegas en grupo…) que por tener movesets infinitos.
En ese sentido, los avances de Wilds tienen menos que ver con ampliar la complejidad de cada arma por separado como con hacer más accesible el proceso de acceder más rápido a equipo de cierto nivel. En mi caso particular, al menos, ha funcionado así: al verse agilizado el proceso de caza, tengo la sensación de que he creado más armas en esta treinta horas que las que creé en las treinta primeras de World o Rise, por lo que probar nuevas armas ha pasado menos que otras veces por participar en cacerías con armas que parecían de mucho menor nivel (en la práctica no suele ser el caso, pero lo psicológico juega malas pasadas a veces). A mayores, hay más oportunidades para crear equipo muy potente; pienso por ejemplo en las armas artianas, que se consiguen con nuevos materiales que dejan caer los monstruos curtidos, más poderosos que los comunes pero con recompensas más jugosas. He pensado más de una vez en Street Fighter, por ejemplo; ahí el roster no son armas sino personajes, pero la variedad y densidad de sus movesets puede recordar a la de las distintas armas de Monster Hunter. Todas las decisiones que toma el juego a la hora de agilizar procesos, en resumen, no apuntan en la dirección de «casualizar» la experiencia sino que parecen tener un sentido muy distinto: conseguirte nuevas oportunidades para probar estilos de juego, para practicar con todas las armas, y no solo con las que has jugado siempre, para que de ese modo el juego crezca como por arte de magia sin crecer mucho realmente. Es una decisión sensible, de nuevo, que como todo en Monster Hunter entabla conversación con el juego entero: resulta que Wilds es mejor cuantas más armas puedes usar, porque ahora es posible llevar dos encima y cambiar mientras te desplazas en tu montura, y eso no solo te permite jugar de formas más variadas (con glaive y espada grande, por ejemplo, o con espada y escudo de main y arco para atacar a distancia mientras corres encima del pollo) sino que hace que tu valor aumente dentro de un equipo, porque puedes asumir más roles o complementar con más facilidad los roles de la otra gente.
En el fondo, quiero decir, Monster Hunter es diseño puro; es —como muchos juegos de Capcom, en realidad— Game Design: The Video Game, de una forma que solo ves durante unos instantes, cuando se cumplen ciertas condiciones: cuando ya sabes jugar lo suficiente para no tener que pensar más de la cuenta en qué carajos se supone que debes hacer, pero no tanto como para funcionar ya sin pensarlo siquiera en la misma longitud de onda que un juego tan complejo y tan apasionante como este, tan sencillo y tan profundo. Casi resulta vulgar hablar de los gráficos, aunque entiendo que es también una parte importante, sobre todo teniendo en cuenta los descalabros de las betas y los benchmarks. Jugando en PS5, la normal, el juego funciona sorprendentemente bien en los tres modos gráficos: yo me quedo con Rendimiento, que sacrifica algo de fidelidad visual (bastante, en realidad) a cambio de funcionar a 60fps por lo general muy estables, pero el modo Calidad es estable de sobra y ofrece una experiencia muy satisfactoria. (Hay un modo más, Equilibrado, que ni pa ti ni pa mí, digamos; yo me quedo con Rendimiento.) No tengo mucho más que decir sobre lo técnico de Monster Hunter Wilds, aunque siga siendo cierto que al RE Engine le pesan los espacios abiertos más de lo que podría parecer si uno piensa en la alegría con que Capcom los crea últimamente.
Es lo mismo. Yo hace ya cinco, diez, quince horas que empecé a pensar en Monster Hunter Wilds de la misma forma en que llegué a pensar en el 4, o en World, o sobre todo en Rise, que me mantuvo en su mundo durante doscientas horas. Wilds tiene potencial suficiente para aguantar eso y más, no solo por todo lo que te ofrece cuando pasas de los créditos, de esa línea de meta ficticia que en realidad es solo el primer paso, sino por la inteligencia y la sensibilidad con la que Capcom sabe mantener viva la llama de su serie, que ahora además tiene la presión añadida de tener que estar a la altura, al menos en lo creativo, de World, el juego más popular de la historia de la compañía. Sería razonable que existiera esa presión, pero desde aquí, desde el otro lado del mando, no se nota: la soltura y alegría con que nos lanzan a las Tierras Prohibidas a cazar monstruos otra vez, durante otras cien o doscientas horas, casi se parece más a la de un primer gran juego que a la de la nueva entrega de una serie que lleva activa veinticinco años.
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