Análisis de NieR: Automata

Sobre el fantástico prólogo, ya se comentó por aquí, es mejor decir lo justo. También sobre el resto de un título, ya que estamos, que se mueve especialmente bien cuando logra ser imprevisible. Es distinto, pero no como excusa; no es tanto una cuestión de ser rarito, que también, como de ser único. La mezcla sin complejos que propone aquí el director y guionista Yoko Taro, con sus saltos constantes a uno y otro lado de la cuarta pared, es necesariamente un homenaje al videojuego. Su lenguaje, y es ahí donde se estrecha la mano con Platinum Games, está basado en la complicidad con el jugador.

NieR: Automata es la secuela de Nier. A pesar de las referencias obligadas —documentos sobre el proyecto Gestalt y unos pocos personajes repescados—, los miles de años que separan ambas historias nos permiten verlas de forma casi independiente. No hay que haber hecho los deberes, vaya, para seguir a 2B y 9S durante la 14ª Guerra de las Máquinas. Resulta que esos dos, como otros tantos, son androides creados por los humanos (ahora refugiados en la Luna) para cargarse a los robots que han invadido la Tierra. Como era de esperar, la cosa se complica en varios sentidos: los objetivos de la misión van cambiando y lo que parecían simples muñecos de hojalata acaban filosofando que da gusto; todos los clásicos básicos relacionados con la inteligencia artificial avanzada y la posibilidad de que ordenadores con patas acaben sintiendo, sufriendo, decidiendo, soñando y luchando por su cuenta aparecen aquí antes o después. Ninguno de esos temas se trata de una forma especialmente original, pero sí aparecen reflexiones y diálogos interesantes gracias a una contextualización concienzuda: debajo del minijuego de naves que sirve para hackear terminales y piratear enemigos, por ejemplo, hay una buena capa de lore.

Y si la curiosidad, la amenaza constante de la próxima sorpresa, sirve para mantener el interés a medio plazo, para las distancias cortas hay pocas cosas mejores que la acción con el sello de Platinum. El sistema de combate de NieR: Automata es chispeante e inconfundible: no es exactamente el de Bayonetta —tampoco es tan magnífico, tan fino—, pero se le parece lo suficiente como para aguantar lo que le echen. Los espadazos son de manual, contundentes y suaves al mismo tiempo, y parte de lo que con un listado de combos reducido se acaba recuperando en el inventario: todas las lanzas, los guanteletes y los espadones tienen atributos ligeramente distintos y se utilizan, además, de forma distinta en función de si se asignan al botón de golpe rápido o fuerte. Todo eso combina con lo que aportan los Pods, esos pequeños trastos voladores que siguen a los protagonistas y que se encargan tanto de los ataques a distancia (disparos con munición infinita) como de las habilidades especiales: puedes seleccionar entre un enorme martillo holográfico, una escudo contra proyectiles, o la típica mandanga gravitatoria que atrae y atrapa a enemigos cercanos, entre varios otros.

También cumplen varias funciones los chips de modificación. Lo más evidente, aportan ese punto de personalización sin el que sería mucho más difícil colgarle la etiqueta de RPG: colocando varios de estos chips (que ocupan más o menos porcentaje de un espacio limitado, en función de su eficacia) puedes incrementar el daño o mejorar la defensa, pero también añadir funcionalidades a la interfaz, hacer que los robots suelten más piezas al estallar o utilizar un objeto curativo de forma automática cuando la barra de salud desciende peligrosamente. Otros chips, mis favoritos, aderezan las hostiejas con más guiños a otras obras de Platinum Games: está el que permite ralentizar el tiempo tras una evasión bien sincronizada, el del parry al mover el stick izquierdo en la dirección del ataque rival e incluso el que permite provocar a los enemigos porque sí, por el placer de vacilar.

El mundo abierto de NieR: Automata es lo bastante grande como para agradecer los teletransportes y lo bastante pequeño como para no necesitar más vehículos que un jabalí —se puede, ojo, derrapar y todo al cabalgar sobre el bicho. Hay tramos lineales, que se aprovechan para mover la cámara de forma bastante efectista y áreas que solo se pueden visitar a partir de cierto momento; también hay trayectos que cansan y demasiado entornos reutilizados. La exploración tiene cierta importancia, aunque es otra de esas piezas que logras encajar cuando llevas ya varias horas jugando. Hasta entonces, puede ser frustrante descubrir un camino más o menos secreto que lleva hasta un cofre imposible de abrir.

El completismo no siempre tiene premio aquí. Por querer verlo y hacerlo todo (o casi), llegué al tramo final del juego con más puntos de experiencia de los que hubiese querido. La preparación excesiva puede verse como algo positivo si tienes un sistema de combate por turnos —no deja de ser, si queréis, parte de la estrategia—, pero romper el reto es poco menos que un pecado cuando pretendes disfrutar de las batallas. Uno de los últimos jefes finales me duró, literalmente, quince segundos. Se puede subir el nivel de dificultad, pero tiene eso más de consuelo que de solución real.