Pendragon quiere ser muchas cosas. Es posible que haya muerto de un exceso de ambición. El juego desarrollado por Inkle se presenta como el primer acercamiento del estudio a la estrategia sin dejar de lado los experimentos narrativos habituales. Sin embargo, y por no quedarse corto, Pendragon también bebe de los juegos de cartas y forma su estructura a imagen y semejanza de un roguelike. Los primeros minutos en la propuesta se escapan mientras recordamos sus múltiples referentes. Los finales suceden mientras pensamos en lo que podría haber dado de más. Hay mucho bueno en Pendragon. Es triste que la mayoría quede lastrado porque el diseño de la estrategia en ningún momento consigue brillar.
El juego se ambienta en las Guerras Artúricas. Corre el año 673 y Mordred, heredero ilegítimo de Arturo y, según los rumores, producto del incesto entre el Rey y su propia hermana, ha desafiado al monarca por el trono de Bretaña. Tras años de traiciones, batallas y muertes, ambos bandos van a encontrarse en Camlann para decidir de una vez por todas el destino del país. Pero mientras Morded cuenta con un ejército de poderosos y oscuros aliados, los Caballeros de la Mesa Redonda se han dispersado por todo el territorio. Y para mantener ondeando la bandera de su Rey, deberán atender a su llamada y enfrentarse a todo tipo de peligros.
Pendragon se ha diseñado priorizando la rejugabilidad. Con más de nueve personajes diferentes que debemos ir desbloqueando, y múltiples habilidades que podemos añadir y quitar del repertorio, la idea es experimentarlo a través de varias runs de 40 minutos de duración a partir de las cuales podremos descubrir nuevos escenarios, enemigos y acompañantes. Esta estructura, que sobre el papel imita el roguelike al obligarnos a empezar casi de cero una y otra vez, queda reforzada con una narrativa fragmentada que se divide entre todos los personajes, ampliando nuestro conocimiento del mundo cada vez que nos vemos obligados a volver a empezar. A lo largo de cada una de las partidas, no solo nos enfrentamos a nuestros enemigos sino a una serie de elecciones relacionadas con la trama que afectan profundamente nuestra experiencia de juego. Así, empezando con Ginevra, (el personaje recomendado) podremos escoger no solo la ruta que tomamos en el mapa —pudiendo viajar directamente a Camlann u optando por dar un rodeo en busca de aliados— sino nuestras motivaciones y todo aquello que necesitamos para mantener alta la moral (no podemos combatir si nuestra moral se queda a cero). Así, Ginevra puede iniciar su viaje porque aún está enamorada de su marido o porque, tras engañarlo con Lancelot, se siente en parte culpable de su destino. Esta decisión, que parece puramente cosmética, presenta importantes consecuencias si durante nuestro camino nos encontramos con el caballero francés o, si por un casual, presenciamos la muerte de Arturo. Cada vez que tomamos una decisión, establecemos de forma sencilla el carácter del personaje y, para nuestra sorpresa, el mundo que nos rodea parece responder a él.
No es extraño, estando desarrollado por Inkle, que la narrativa de Pendragon sea el aspecto más interesante. Con solo unas pocas frases, reforzadas por descripciones y los propios ataques de los personajes, el estudio inglés nos sitúa rápidamente en un universo rebosante de lore (en ocasiones contradictorio), dándonos la suficiente entidad como para hacer que cada uno de los personajes de la leyenda pueda adaptarse bien a nuestro gusto. Tanto Lady Rhiannon como Lancelot, pasando por Merlín, pueden funcionar tanto como agentes puros, guiados por la nobleza de su corazón, como por personajes grises que se mueven por una serie de compromisos y obligaciones tanto morales como políticas. Además de sus propias historias, el juego contextualiza sus interacciones a través de historias cortas y breves —creadas a partir de leyendas por escritores ajenos al estudio— que actúan como elementos que inspiran a los personajes, elevan su moral, o los aterrorizan.
Sin embargo, además de para ser leído, Pendragon ha sido creado con el objetivo de ser jugado. Y es en esta pata donde la propuesta de Inkle nunca llega a estabilizarse. En cada uno de los escenarios que visitamos durante nuestro viaje al frente, el juego nos coloca en cuadrícula y nos pone reglas estrictas para movernos por ella. Todos los personajes son capaces de avanzar un cuadro a la vez en sentido vertical u horizontal, necesitando subir a un terreno elevado o usar un turno si quiere pasar a desplazarse usando las casillas diagonales adyacentes. Cada personaje —y según las decisiones que tome en la historia— tendrá equipado un movimiento concreto que puede ir desde alcanzar varias casillas a la vez, a atacar también mientras se mueve diagonal, pasando por tener la capacidad de replegarse, alejándose totalmente del enemigo. Parte de la estrategia pasa por entender qué tipo de ataque dejar, y cómo utilizarlo, para que este trabaje en conjunto con el del resto de personajes. Las opciones de dificultad del juego, que vamos desbloqueando progresivamente, nos permiten personalizar, por ejemplo, qué tipo de avisos recibimos (si el juego debe informarnos o no de la posibilidad de morir al ocupar una casilla) o cuántos enemigos podemos enfrentar de una tacada. No obstante, y pese a los esfuerzos de Inkle, la nula variedad real de enemigos, así como lo poco trabajado de los enfrentamientos, disipan la tensión puesta en pie por la historia y todo el interés que aporta el tablero.
En los primeros niveles de dificultad, y sin importar el personaje, todos los enemigos —desde un lobo hambriento hasta el más hábil de los guerreros— se eliminan, simplemente, colocándolos a su lado e iniciando un ataque. El resultado es que, pese a lo que digan los personajes, los enemigos acaban siendo solo piezas intercambiables en un tablero, restando viveza, épica e inmersión al resultado final. Entiendo que la intención de Inkle no es crear un reto para los estrategas experimentados sino acercar la estrategia, siendo una puerta de entrada, a los jugadores que siempre se sienten atraídos por una buena historia. Sin embargo, y dado que en Pendragon no existe una cosa sin la otra, el hecho de que el componente estratégico no sea satisfactorio acaba por hacer que le veamos las costuras a una historia mucho mejor construida de lo que el género suele acostumbrar.
Hay dos juegos dentro de Pendragon. Uno, el generador de historias que, por momentos, recuerda a Overland, es una máquina perfecta que quiere hacernos reflexionar sobre los mitos, las leyendas, y todo lo que ponemos de nosotros mismos cuando las contamos y nos sumergimos en ellas. El otro juego, el de combates por turnos, no tiene ni el interés, ni la dificultad, ni la profundidad para mantenernos interesados, a pesar de todos los alicientes para no dejar de jugar. Como es habitual en Inkle, Pendragon ha sido una apuesta a todo o nada por lo experimental. En este caso el acierto no ha sido pleno. Lo importante es que los ingleses lo siguen intentando. Trabajando por descubrir nuevas formas de jugar.
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Me agobio sólo con el subtitulo D: