Análisis de Rambo: The Video Game

Esa boca torcida, esos párpados caídos, esa eterna lucha interna entre el hombre y la máquina de matar que habita su cuerpo. John Rambo es uno de los personajes más martirizados de la historia del cine de acción, un tipo al que convirtieron en el asesino definitivo, luego le impidieron hacer su trabajo y de regreso a los States se encontró con con una sociedad dominada por un renovado pacifismo de salón que le odiaba por haber arriesgado la vida por su país. Así que lanza sus Corazones púrpura y sus Medallas de honor por el desagüe y, convertido en un vagabundo desarraigado, el pobre veterano se dedica a recorrer la nación sin rumbo fijo durante casi una década hasta llegar a un pueblecito en las montañas de Washington llamado, ojo a la ironía, Hope. Allí le esperaba un sheriff cabronazo y su séquito de ayudantes catetos para tocarle los huevos hasta lo indecible. Y Rambo explota, y Rambo se defiende, y Rambo raja, y Rambo destruye, y Rambo te improvisa en diez minutos una trampa que te apuñala los muslos con estacas afiladas. Como decía el coronel Trautman: «Ese hombre es una máquina que vosotros habéis encendido y ahora no sabéis cómo se apaga.» Como diría Tomás Roncero: «Habéis despertado a la bestia.»

A los aventurados muchachotes de Teyon les ha pasado algo parecido: han activado la maquinaria de la prensa y, con el juego ya en la calle, ahora es imposible detenerla. Hacer un mal juego con pocos medios es algo natural y casi necesario para el correcto funcionamiento del ecosistema videojuerguista, pero cuando le estampas un sello con la palabra Rambo sabes que te van a hacer quizá más caso del que probablemente te convenga. Porque, sí, a estas alturas ya sabemos que Rambo: The Video Game es una puta mierda en lo técnico, en lo artístico, en la mecánica de juego y en casi todo lo demás. Y, aunque hay resquicios del juego que sobreviven al desastre generalizado, creedme si os digo que he tenido que esforzarme mucho para distinguirlos entre la maleza de horror y vergüenza.

Y es que Rambo no tarda ni diez segundos en soltarte el primer flechazo directo al entrecejo: la cinemática inicial ha viajado desde 1998 para joderte la vida. Modelados poligonales, caras de palo, desproporción, texturas borrosas, animaciones de marioneta, y lo más intrigante de todo: se trata de vídeos con la misma calidad de imagen que ofrecía tu Nokia 3220. No sé qué les habrá llevado a estos señores a utilizar una compresión de vídeo tan brutal y devastadora en sus cinemáticas, pero espero que estuviesen bajo amenaza de muerte o sinceramente no lo entendería.

Puestos en faena, la historia tiene la benevolencia de regalarnos una misión flashback inicial con Rambo y sus compañeros de los Boinas Verdes arrasando una base del Vietcong para que experimentemos el principal pilar de sus mecánicas: el shooter sobre raíles. Es justo decir que el género está muerto y enterrado, y que para cualquier título supone empezar con desventaja el hecho de aferrarse a él, pero los que crecimos con Virtua Cop, Time Crisis y The House of the Dead siempre le guardaremos una cama supletoria y una caja de galletas en nuestros corazones. Habrá quien se queje de la forma ridícula en que se cubren los enemigos, su manera de aparecer distribuidos casi en fila y su puntería desastrosa. Son rasgos de un género desfasado, defectos endémicos que van con el tipo de juego y que uno debe aceptar como vienen. Ahí Rambo: The Video Game se defiende ofreciendo una danza de tiros con la clásica dosis de desorientación y extraña interpretación de los espacios y sus barriles explosivos, pero donde todo marcha más o menos como debe.

Se le pueden achacar ciertos problemas con el sistema de coberturas múltiples, que funciona cuando a él le apetece, pero también hay que reconocerle el mérito de saber sazonar un poco la dinámica con dos añadidos interesantes: el modo rabia, que consumiéndolo nos permite aumentar la barra de salud al matar enemigos en tiempo-bala durante unos segundos; y el sistema de recarga, que es en sí mismo un minijuego de dos pulsaciones —una para iniciar la ruleta y otra para frenarla, como en <3 los juegos de golf <3— para determinar la cantidad de munición que recargamos. Si lo haces bien, el 100% del cargador; si lo haces muy bien, el doble; si lo haces mal, el cacharro se encasqueta y solo tienes un puñado de balas. En efecto, no tiene ningún sentido, pero cuando el tren ya ha descarrilado a nadie le viene mal darle un lingotazo a la petaca.

Y hasta aquí lo poco salvable de Rambo: The Video Games. Más allá de la pura ensalada de tiros, Teyon se empeña en abarcar mucho más de lo que puede y acaba desmelenándose en su propia calamidad con momentos de sigilo para el olvido, un sistema de progresión del todo irrelevante y una querencia por los quick time events de la peor calaña que hace llorar al niño Jesús. No es casualidad que la primera ventaja que desbloqueamos tras el prólogo sea para que ningún QTE se considere fallido, permitiéndonos ignorar niveles enteros si nos apetece. En otras palabras: el juego te apuñala en el estómago y luego te inyecta morfina, una maniobra tan considerada como confusa.