Análisis de Rise of the Tomb Raider

Cuesta creer, habiendo terminado Rise of the Tomb Raider, que el reboot de hace dos años y pico protagonizara aquella polémica por la escena con un intento de violación que lo mismo no era tal, aunque clarísimamente sí. De alguna forma tenían que justificar toda esa violencia sin la que no puede existir una aventura de acción, en algún momento debía convertirse Lara Croft en la superviviente que Crystal Dynamics necesita para sus juegos. Al prescindir de todo aquello, mostrando únicamente a la muchacha que resultó de la transformación, esta secuela parece haberse quitado un peso de encima; es un juego más ligero, efectivamente, pero está siempre cómodo con su decisión.

Y aunque llega a echarse de menos algo de ese atrevimiento, en el guion y en todo lo demás, a ratos compensa el giro hacia lo simple y efectivo. La trama empieza más centrada y acompañar a Lara resulta más natural, quizás, ahora que se mete en líos porque quiere: aquí toma el relevo de su padre en la búsqueda de la Fuente Divina, una reliquia relacionada con cierto Profeta inmortal. Le sigue la pista La Trinidad, la organización secreta a la que se refieren todos cuando dicen lo de «semejante poder no puede caer en malas manos». Es lo más típico que puede ofrecer el género, pero sirve para encajar las necesidades de un juego que tiene otras prioridades. Aquí no hay más viaje que el literal y nada de lo que lo rodea, ni el trauma de la protagonista por la muerte de Lord Croft ni lo que aporta el nuevo grupo de secundarios —casi todo a través de cuadernos, grabaciones y coleccionables similares—, merece ser destacado. No se insinúa ni se promete otra cosa; los giros demasiado previsibles y la flojera que le entra al final son los mayores problemas de una historia cumplidora.

Lara puede no ser la misma, pero el juego no ha cambiado en lo esencial. Es su estructura lo que le define, esa fórmula que une lo mejor del desarrollo lineal con las opciones del mundo abierto. Sorprende no verla con mayor frecuencia, porque no parece tener muchos secretos y funciona de maravilla. Vuelve a ser una forma ejemplar de controlar el ritmo: las grutas subterráneas de sentido único y las instalaciones soviéticas abandonadas se plantean como pantallas de toda la vida, bien resueltas, donde desbloquear nuevas herramientas —las flechas con cuerda, las flechas explosivas… el arco sigue siendo importantísimo— para poder escapar hacia nuevas áreas. Esos tramos guiados se alternan con espacios más amplios, valles llenos de cuevas y cofres de difícil acceso. Es ahí donde han encontrado sitio para añadir más novedades, donde puedes recoger plantas para curarte o pasar un rato cazando ciervos, jabalíes y osos para conseguir pieles. Es también ahí donde los lugareños te proponen misiones secundarias —limpiar un refugio de lobos, rescatar prisioneros, derribar algunos drones— a cambio de nuevos trajes o accesorios para tu arsenal. Son añadidos más tímidos de lo que se podía suponer, porque los recursos para fabricar o mejorar objetos son abundantes y los encargos, pocos y simplones.

En Rise of the Tomb Raider hay más cosas por hacer y más sitios en los que buscar, pero ni siquiera cuando se afloja la correa hay demasiadas distracciones; no es un sandbox con el mapa a petar de iconos porque no quiere dejar de meter prisa en ciertos momentos.

Lo que sí encontramos por todas partes son los campamentos, donde cambiar los puntos de experiencia acumulados por nuevas habilidades o teletransportarse a otra hoguera, y los mercenarios de la Trinidad. Los enfrentamientos son también como los recordábamos, salvo por añadidos como la posibilidad de ejecutar a alguien desde una posición elevada o la de improvisar artefactos explosivos con latas y botellas que encontramos tiradas por el suelo. Esos objetos representan las dos alternativas de siempre: puedes lanzarlos tal cual para distraer a un enemigo con el ruido y pillarle por la espalda o fabricar un cóctel molotov mucho menos sutil.

El sigilo se siente, una vez más, como la opción más satisfactoria y apropiada. Cuando intentas no llamar la atención consigues sacar más partido a las mecánicas y al diseño de niveles, claro, pero aquí supone además un plus de credibilidad. A Lara ya no le tiembla el pulso cuando el gatillo hace clic, pero sigue funcionando mucho mejor esa imagen de la chica escondida entre los arbustos, esperando el momento adecuado para fijar los blancos y disparar dos o tres flechas a la vez. Y por eso no siempre gustan las situaciones que te obligan a pegar tiros: sea por un tropiezo que acaba en caída delante de los guardias o porque no hay escondites durante las batallas más estruendosas, al juego le suena la alarma de la adrenalina con relativa constancia. Sacar la escopeta no es ningún drama, porque no hay grandes problemas con el apuntado, los contraataques ni con las coberturas, pero la acción más directa no está entre las especialidades de Crystal Dynamics. Ellos insisten, también con derrumbes espectaculares y huidas imposibles, con las escenas no tan bien dirigidas y los QTE no tan bien implementados.

Rise of the Tomb Raider es mejor, sin duda, cuando tiene algo más de espacio y de tiempo. La exploración tiene especial sentido en una familia de arqueólogos y supongo que sonreía con cada aviso de «tumba opcional cerca de tu ubicación». Hay más que la última vez, aunque no son mucho más largas ni complejas: cada una presenta una única idea —un puzle propio con más o menos variaciones— y una recompensa en forma de habilidad. Falta un poco más de ingenio entre tantos sospechosos habituales, entre cuerdas y poleas y manivelas, creo yo, y sin embargo el juego brilla durante esa pequeña búsqueda del tesoro. La emoción del descubrimiento es especialmente potente en las tumbas majestuosas, que de paso revelan el principal mérito del juego: incluso cuando no sucede gran cosa, mientras simplemente escalas una pared, te agarras por los pelos a un saliente o saltas de cabeza al agua, estás sorprendentemente lejos de aburrirte. A pesar de algunos pasos en la dirección adecuada, este segundo Tomb Raider tampoco se decide a capitalizar sus mayores triunfos; vuelve a organizar muchas de sus piezas en base a la popularidad, no a la calidad.

Hay otra forma de verlo, claro: el conjunto será siempre robusto, sin importar cómo ordenes los componentes, cuando ninguno baja del notable. Rise of the Tomb Raider es más constante que su predecesor, no sube tan arriba ni cae tan abajo, no sorprende igual pero tampoco genera falsas expectativas. Lo que sí comparten ambos es la apuesta por el compromiso y el trabajo: no hace nada de manera excepcional —sus tiroteos no son los más satisfactorios, los saltos no siempre acaban como uno espera y con el sigilo prefiere no complicarse demasiado—, pero hace muchas cosas y las hace todas muy bien. El resultado no puede ser otro que un juego orgulloso, completo y tremendamente agradable. [8]