Análisis de Ryse: Son of Rome

Y quedó marcado para siempre. Daba ya igual cualquier otra cosa, porque Ryse: Son of Rome sería desde entonces el juego con los QTE que se hacen solos. Las declaraciones a la defensiva y el pasado del título como experimento abortado para Kinect no invitaban al optimismo; aquel legionario formaba, seguro, parte de la conspiración que pretende apuñalar a los videojuegos por la espalda.

La cosa al final no ha sido para tanto, aunque es cierto que a Crytek le cuesta justificar algunas decisiones.

El de la armadura, por cierto, se llama Marcus Titus. Protagonista, narrador —tira de flashback para recordar cómo se llegó a la situación del prólogo, con la Roma del emperador Nerón atacada por los bárbaros— y centurión de la decimocuarta. Hijo de una madre asesinada y hermano de una hermana asesinada. Y alcanzará su venganza en esta vida o en la otra, ya sabéis. No hay sorpresas en la trama de Ryse, siempre típica y testimonial, pero el juego sabe ponerse cómodo en una ambientación atractiva por su nulo desgaste. Supongo que se echará las manos a la cabeza quien mire aquí con ojos de historiador, la verdad es que ni lo sé, ni me importa especialmente; me vale con que las referencias sirvan para crear una estética coherente y con pegada. Diría que se sale con la suya en ese sentido, creando su pequeño mundo de soldados y salvajes, donde el metal y el mármol se ven especialmente bien. Y a pesar de que podría haber cerrado completamente la puerta de lo divino, solo recuerda a God of War en una cinemática aislada.

Lo importante era tener una excusa para mandar a Marcus de viaje, ya digo, para trocear su venganza en capítulos. Igual cortar un brazo en el bosque, de noche, no es lo mismo que cortarlo en la playa, durante lo que podría llamarse el desembarco de Normandius. Pero sí lo es.

Efectivamente, las ejecuciones no dejan de serlo aunque pulses el botón que no toca o tires el mando al suelo. Pero tendrás que cogerlo rápido, porque los QTE son solo una parte no tan importante del combate de Ryse. Para poder activar esa coreografía interactiva debes herir a los enemigos luchando de una forma que recuerda sobre todo a los Batman de Rocksteady: la cosa va de ritmo y de reflejos, se cambia constantemente de objetivo con ataques bastante dirigidos y la defensa —aquí es un bloqueo con el escudo en lugar de un contraataque— es de toque oportuno, no de mantener, para evitar interferir en la fluidez de las batallas. Tras unos pocos golpes, una calavera aparece sobre tu rival y ahora sí: la cámara se recoloca y se ralentiza para recrearse de forma espectacular en las estocadas y en los desmembramientos y en las expresiones de dolor.

Es consciente, el diseño de niveles, de que le han pasado a él el marrón de la variedad. Y lo intenta, cuando te obliga a avanzar con tus compañeros en formación tortuga para repeler las flechas incendiarias o cuando te pone a disparar con el escorpión, esa ballesta-torreta. Pero son añadidos descarados, sin importancia, y nunca pretenden disimularlo.

Al terminar la campaña, cinco o seis horas después de haber empezado, llevaba ya un rato sin nada que ofrecer. Hay buenos momentos, hay un pequeño giro que revitaliza la aventura durante un rato, pero durante el tramo final se impone claramente el tedio.

El que tenga ganas de más —yo mismo al día siguiente, ojo— tiene el modo adicional, pensado para el cooperativo pero perfectamente jugable en solitario. Aquí, con un gladiador anónimo y personalizable, toca dar espectáculo en el Coliseo superando hordas y pequeñas misiones, como quemar catapultas, para conseguir experiencia y dinero. Sirve lo segundo para comprar «sobres» con nuevos objetos, claro, y se puede conseguir pagando de verdad, por supuesto.