En SCHiM eres una sombra; mejor dicho, eres lo que hay dentro de la sombra, una especie de ranita oscura que se mueve dando saltos de una sombra a otra, zambulléndose en ellas y atravesándolas como si fueran profundos charcos de agua. En el mundo de SCHiM, según se te da a entender, algunas sombras (quizá todas, quizá solo unas cuantas) están habitadas por estas curiosas criaturas, que solo algunos animales y muy pocas personas pueden ver o percibir; es el caso de tu humano, la persona cuyos pasos seguimos desde la infancia hasta la edad adulta en la introducción del juego. Pasa algo, y un buen día abandonas súbitamente su sombra; aparentemente liberado, tu humano se marcha a vivir su vida, encadenando un descalabro tras otro mientras tú sigues sus pasos, intentando reunirte con él, siempre un paso por detrás.
Es una propuesta, esta de las sombras y los bichitos que las habitan, que me parece sinceramente irresistible; combinado con el estilo visual, sencillo y limpio, que convierte el mundo tridimensional en una especie de maqueta cel-shaded hiperlegible gracias al uso estricto de paletas de colores muy limitadas y contrastados. En la práctica, SCHiM es un juego de plataformas en el que los bordes del espacio por el que te puedes mover, las fronteras del nivel, los marcan las sombras: tu aventura detrás del humano al que has seguido desde que era un niño está sometida a las formas en que la luz interactúa con los objetos del mundo, y a las sombras que estos arrojan, por lo que la cosa es muy distinta según el lugar en el que estés (si estás en un parque o en una plaza, en un interior o en un exterior) y el momento del día que sea (las sombras son muy diferentes a mediodía y al atardecer; si es de noche, dependes de puntos de luz artificial y de sus circunstancias; las bombillas se mueven, parpadean, se solapan.
Es un punto de partida muy interesante, ya digo, para lo que no deja de ser un plataformas bastante accesible que mezcla la fascinación de moverte en entornos cotidianos, saltando entre objetos normales y corrientes, con la fascinación de buscar la magia en lo mundano, de mirar con un ojo más atento de lo normal el mundo que nos rodea y encontrar sus dibujos y caminos ocultos; desde ese ángulo, podría relacionarse con The Witness. SCHiM, sin embargo, tiene dos problemas: uno de ritmo y otro de interés.
El primero tiene que ver con el mismo diseño de los niveles que recorres. En los sesenta y cuatro niveles que componen el juego recorres distintos lugares, y la forma en que te mueves por ellos está regida por las sombras que arroja el entorno: los cubos de basura, los conos de tráfico, las barreras de un paso a nivel; la gente que pasea, los coches que van por la carretera, pájaros y perros, bicicletas y cajas que van a su destino siguiendo el dictado de las cintas transportadoras. Algunos niveles son cortos y otros son largos, algunos son complejos y otros simples. En la mayoría hay otras criaturitas como tú, y su presencia da pistas sobre la presencia de objetos coleccionables que puedes intentar encontrar, normalmente desviándote del camino más intuitivo y explorando el entorno. En algunos niveles, aterrizar en las sombras de algunos objetos da lugar a interacciones únicas: si caes en la sombra de un paraguas cerrado en una noche de tormenta, se abre y el viento te arrastra; o si te metes en la sombra de una pelota de golf, puedes intentar hacer un lanzamiento y, con un poco de habilidad (y mucha suerte), quizá incluso hacer hoyo en uno. Todos los objetos hacen algo cuando pulsas el botón de interacción mientras estás en su sombra; la mayoría solo se mueven un poco o hacen algún sonidito, pero a veces tienen usos más interesantes: los semáforos cambian de color, abriendo y cerrando el paso de tráfico, y algunas personas estornudan o se miran la suela del zapato, parando un momento su marcha y dándote un par de segundos extra para calcular tu siguiente movimiento.
Pero ni la curva de dificultad, ni la manera en que progresa la complejidad, ni el ritmo, en una palabra, que trazan estos niveles parece tener un sentido, ni te permite jugar con la comodidad o la naturalidad que, pensé unas cuantas veces en las cuatro horas y media que me duró SCHiM, le irían bien para darte el espacio que a veces le iría bien para animarte a encontrar esas interacciones únicas que le dan vida y magia a los mejores niveles. Pero, ¿cómo de bien le iría, en realidad? Lo cierto es que no hay tantas de estas interacciones «especiales», ni el juego las usa de tantas maneras realmente interesantes. Incluso en los niveles con más movimiento (los parques, las estaciones de tren, los supermercados), las piezas que componen el recorrido apenas interactúan entre sí. Un ejemplo que creo que es bueno: si te metes en la sombra de una papelera, pulsando el botón de interacción la basura empieza a salir disparada, llenando de envoltorios y papeles arrugados el suelo. Si da la casualidad de que pasa gente cerca, nadie se para ni un momento a ver qué es lo que está provocando que la papelera escupa basura, ni parece perturbada por la montaña de suciedad que se apila frente a ella; el desdeñoso clipping con el que sus pies atraviesan los desperdicios deja claro que simplemente la basura no existe para esas personas. Cuando hay barreras o semáforos, casi parece que el juego esté al borde de proponer algún tipo de puzzle, como si quisiera que abrieras o cerraras el paso para crearte las plataformas que necesitas para avanzar; sin embargo, esas situaciones suelen resolverse sin demasiada complicación, sin que el momento en el que interactúes con el entorno parezca tener mucho impacto en tus posibilidades de seguir adelante.
No queda muy claro qué sensaciones busca evocar SCHiM con nada de esto, y tampoco ayuda que lo que cuenta, ese viaje-persecución detrás de tu humano siguiendo sus idas y venidas, sus subidas y bajadas en la vida, no sea especialmente interesante. Es una vida común y corriente, como el mundo por el que te mueves, pero la manera en que se te presentan sus momentos clave e incluso las grandes revelaciones que, supongo, deberían marcar los hitos que la llevan en una dirección u otra resultan superficiales, más naíf de la cuenta, desconectados del resto del juego de una manera que no termina de tener un sentido ni de decir nada, ni siquiera en el par de momentos en el que se nota un esmero especial para crear momentos fuertes o con algo parecido a un simbolismo. Tú vas por un sitio y tu humano, por otro; cuando la historia llega a su desenlace todo ha sido tan inocente y apresurado, ha habido tan poca tensión, que no quedan ni luces ni sombras: mientras avanzan los créditos solo queda un vacío.
Después de eso, aparecen varias opciones extra que permiten hacer la experiencia más complicada: puedes desactivar el salto extra y los puntos de control, lo que te obliga a pensar mucho mejor cada movimiento a riesgo de perder todo el progreso, o activar el «modo arriesgado», que pone un límite a las veces que puedes reaparecer antes de perder la partida (algo así como el modo Iron Man de SCHiM: tienes veinte intentos en total, para todo el juego, y si los agotas empiezas desde el primer nivel). Es una manera interesante de revisitar el juego y, sobre el papel, ver que los niveles están diseñados con una precisión que no siempre es fácil de localizar en una primera pasada; personalmente no me quedaron ganas de una segunda partida, pero me gustó encontrar estas opciones que apuntan a una forma de jugar que no creo que ayude a conectar las partes que componen SCHiM, pero que sí creo que ayuda a darle más fuerza a sus ideas de diseño más interesantes.
El mundo de posibilidades que se abre ante ti cuando empiezas a jugar a SCHiM se queda en promesa, me temo, cuando vas recorriendo a saltos unos niveles que se resisten a ser explorados con la minuciosidad y el ojo despierto que podrían parecer naturales en un juego como este, con una propuesta tan excéntrica y alegre. Por desgracia, sus puntos flacos no terminan de compensarse; ni es tan estimulante, ni tan mágico, ni tan conmovedor como querría ser, ni tiene nada que decir que no te hayan dicho, y mejor, ya casi demasiadas veces.
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Una vez establecida la mecánica, que resulta llamativa y que captura demasiado la atención, el juego no sabe cómo justificarse y llevar al jugador a un punto, entre el cambio de niveles que justifique todo lo que has jugado.