Análisis de Shadow of the Colossus

En el ámbito de la cultura de consumo y de las industrias del audiovisual hemos alcanzado un estado parecido: a medida que el espectador ha ido transformando su identidad en su experiencia como consumidor (yo soy lo que me gusta), hemos otorgado ciertos rasgos humanos a los productos y las obras y hemos empezado a defender, si es que eso tiene algún sentido, una suerte de dignidad de los muertos de las películas y los videojuegos que se ve especialmente mancillada en los remakes. Rehacer un videojuego querido está mal visto desde la misma concepción de la idea y levanta suspicacias proporcional al cariño general que se le tiene al original: el fan hace suyo el valor de no perturbar el sueño de los muertos, de respetar el descanso de quienes son recordados, y se envuelve a la contradicción de añorar hasta la lágrima un juego pero no querer de ningún modo que vuelva, supongo que por temor a ofender a los espíritus o algún otro tipo de fundamento fofo rayano en la superstición. Y si habitualmente ya se tuerce algún morro con cualquier remake anunciado, el hecho de que unos relativos desconocidos como Bluepoint estuviesen a cargo del remake de Shadow of the Colossus —un logro de dimensiones totémicas; quizá el mejor juego del genio Fumito Ueda y en cierto modo el título que despertó en muchos jugadores el pensamiento, por primera vez palpable y real, de que los videojuegos podían de verdad ser algo más— probablemente provocó noches sin dormir y algún que otro brote de urticaria.

Rehacer lo que muchos consideran perfecto es terreno creativo resbaladizo, y el prestigio con el que carga el original en este caso es en sí mismo un auténtico coloso capaz de aplastar a cualquiera que se aventure a acercarse.

Quizá por eso lo primero que uno respira cuando entra en la brumosa revisión de Shadow of the Colossus es el aroma de la humildad, de la obediencia cuasi recelosa por el material original. El historial de Bluepoint, especializados en reconstruir juegos ajenos, habrá inducido a muchos a creer que el estudio no tiene el crédito ni la finura en el tacto que requiere una tarea tan laboriosa y delicada como levantar el juego de Team ICO desde los cimientos por segunda vez y hacerlo respetando apropiadamente cada peculiaridad en el diseño y en la estética. Por suerte parece que sus responsables sabían esto mejor que nadie y se nota en cada detalle del juego esa aproximación sosegada y exhaustiva del artesano que sopesa detenidamente en sus manos la materia prima antes de trabajarla.

El tono general es una reproducción ampliada del original, una ambientación que a pesar de algunas diferencias no siempre relacionadas con lo técnico (la paleta de colores esta vez es más variada, la vegetación es un poco más frondosa y el rostro de Wander es una auténtica pesadilla, una chapuza inexcusable, un moco pegado en un lienzo precioso) queda perfectamente sintonizada con los recuerdos que uno tiene de la obra de Ueda. Y creo que eso es importante: Shadow of the Colossus es algo tan grande que ha sido superado por su propia reputación, por su su leyenda, y cuando uno vuelve al original no puede evitar cierta sensación de que ni siquiera el juego que uno jugó en 2005 está a la altura del que recuerda haber jugado. Es algo que brota de esa necrofilia audiovisual de la que hablaba al principio: la nostalgia y el culto al pasado lleva a la idealización, a la exageración, y en última instancia al engaño perceptivo y sensorial.

La revisión de Shadow of the Colossus, con su preciosismo técnico (el escenario, quizá lo que más varía respecto al original, es de una belleza arrebatadora: realista pero sin perder esa identidad de cuento de hadas neblinoso y etéreo) y su cuidado extremo en cada ligera variación en el movimiento de la cámara, parece tener la intención de amoldarse mejor a ese recuerdo idealizado que a convertirse en una mera reproducción mejorada. La clave de esa impresión reside también en el control actualizado (se puede jugar opcionalmente con el clásico y con dos versiones alternativas más, una del clásico y otra del nuevo) con el agarre en un gatillo, el salto en la equis y una voltereta más accesible en el círculo, un esquema adaptado a tiempos modernos que no altera la experiencia y que, como dijo Víctor después de probarlo, es quizá el que habría utilizado Fumito Ueda de haber parido el juego en 2018 y no en 2005.

Los colosos también se pueden englobar en esa categoría de elementos que parecen más fieles al original que el original mismo. Es posible que uno rellene mentalmente los huecos que dejaba la sufrida PlayStation 2 en su emotivo y siempre agradecido sobreesfuerzo técnico, algo que el nuevo Shadow of the Colossus hace por propia voluntad con un meritorio sentido del equilibrio y la moderación: el pelo, el peso, la piedra incrustada en el cuerpo de los monstruos… Nada está fuera de lugar, no hay excesos, nada se siente ajeno al espíritu del juego original y nada desentona con la imagen mental que uno guarda de aquel, más bien al contrario: mantiene intacta la esencia y pinta con trazos más finos y precisos lo que quedó borroso.