Análisis de Splatoon 2

Hace unos pocos días, sería justo antes o justo después del Splatoon 2 Direct, alguien en NeoGAF tuvo a bien reflotar el hilo «¿Esperamos que Splatoon sea la próxima gran franquicia de Nintendo?». Se había abierto en marzo de 2015, un par de meses antes de que los los jóvenes calamares se estrenaran en Wii U, y no era precisamente un ejercicio de optimismo: «Se la va a pegar», «si supera el millón de unidades en todo el mundo, será un milagro» o «me temo que venderá más o menos lo mismo que The Wonderful 101» son algunas de las primeras respuestas. No mucho más tarde, versiones holográficas de las Calamarciñas iniciaban su gira de conciertos por Japón. Splatoon acabó vendiendo casi cinco millones de copias en una plataforma moribunda y sí, sin duda es la última gran franquicia de Nintendo.

Pero el éxito ha cambiado poco a esos personajes mitad muchacho, mitad molusco cefalópodo. Splatoon 2 es una secuela conservadora y continuista, que a simple vista podría llegar a confundirse con esas versiones Deluxe de otros títulos para Switch. Es un poco más complicado que eso: puede ser que esta segunda parte recuerde al original más de lo que debiera, pero también es probable que el parecido no sea tan grande como creíamos recordar. Más importante, esa similitud sigue estando lejos de ser un problema.

Eso es Splatoon 2. En todos sus modalidades de juego, en el apartado técnico y en sus extrañas restricciones. Para lo bueno y para lo malo.

Lo que menos ha cambiado, claro, es lo más básico. Esto vuelve a ser un shooter en tercera persona peculiar, con un apartado visual irresistible y especialmente preocupado por su multijugador online. Las batallas se libran lanzando tinta, así que la acción queda muy compactada; el alcance de las pistolas de agua es muy limitado, los mapas son más bien pequeños y las partidas no pasan de los tres minutos. Es una experiencia frenética a su manera, porque no existen razones para dejar de disparar. Aunque no tengas a un rival a tiro en ese momento, pintarrajear es siempre una buena idea: el modo Territorio consiste justamente en eso, en cubrir de tu color mayor superficie que el equipo contrario, es la forma de rellenar el indicador de la habilidad especial y en la tinta aliada puedes sumergirte para recargar el depósito y desplazarte más deprisa.

No hacen falta muchas excusas para echarle horas a Splatoon 2, pero la ropa ofrece ahora una más. Los gorros, las chaquetas y las zapatillas vuelven a tener uno o más espacios para desbloquear ventajas aleatorias —gastar menos tinta con las granadas o esconder la flechita que indica dónde vas a aterrizar después de un super salto—, pero esta vez puedes “desmontarlas” para después asociar esos atributos al conjunto que quieras. Se agradece ese nivel extra de personalización, el no tener que escoger entre estética y eficiencia, aunque sea un objetivo a medio-largo plazo —tienes que descartar diez veces una misma ventaja para poder coserla a una camiseta.

En la campaña para un jugador, como decía, pasa exactamente lo mismo: se parte de algo muy parecido a lo que ofrecía el primer Splatoon, se meten unas pocas novedades acertadas y se pierde algo de descaro por el camino. La estructura de este Modo Héroe es idéntica a la del anterior, con cinco mundos que contienen un puñado de niveles moderadamente cortos y un jefe final. La gracia vuelve a estar en el poco apego que tiene esta gente a sus ideas, en todos esos tipos de enemigos, de elementos del entorno —las esponjas, las colchonetas hinchables, los raíles para grindar— que se utilizan en una pantalla y se van para no volver. Es un grado de variedad casi enfermizo que ahora se eleva al cuadrado porque Jairo, la almeja contrabandista de armas, pone casi toda su mercancía a nuestra disposición; la mayoría de fases, de hecho, deben superarse una primera vez con el armamento que él ha escogido para la ocasión.

Y sin embargo, el recuerdo de la otra campaña llega a pesar más que todas esas mejoras. Los jefes finales de esta secuela están un punto por debajo y, en general, hay aquí más ideas que ganas; está claro que esto va de jugar con más gente.

También en ese eje, por suerte, hay espacio para crecer. Para eso está Salmon Run, un modo cooperativo tipo horda que viene de perlas como tercera pata para reforzar el conjunto. El objetivo aquí es robar en cada ronda cierto número de esas huevas tan bonitas que sueltan los salmónidos más gordos —una suerte de mid bosses con puntos débiles concretos que, por alguna razón, se nos explican en un tutorial antes de que los podamos descubrir por nosotros mismos. Es emocionante y especialmente divertido, cómo no iba a serlo, pero también simplote; aunque la dificultad se puede disparar, ni el tiempo invertido ni las recompensas obtenidas te hacen acabar tan satisfecho como en otras experiencias similares. No sabemos, por otra parte, cuál será la disponibilidad de Salmon Run: funciona como uno de esos eventos online que vienen y se van y que nunca podré entender.

Quiero creer y creo, en cualquier caso, que esta modalidad agradecerá especialmente las actualizaciones gratuitas que vayan llegando durante los próximos meses. Más salmones, pero también más mapas y armas, deberían acabar de hacer subir un juego que parte desde una posición envidiable —está ya un poco por encima de su predecesor con todo el DLC.

Splatoon 2 es menos ambicioso de lo que se podía permitir, sin duda. Del anterior hereda varias limitaciones absurdas, frustrantes, pero también un carisma especial que acecha en cada esquina: la musiquita al pisar el último checkpoint de una pantalla gusta por encima de sus posibilidades y Adolfrito, que ha traspasado su tienda de calzado para montar un food truck, es ya como de la familia. Las secuelas de Nintendo siguen siendo secuelas, al fin y al cabo. Tocaba un juego menos sorprendente y enérgico que el anterior, pero también más variado, más completo y mejor. [8]