Splatoon 3: La cara del orden pretende ser, y no se molesta en ocultarlo, lo que la Octo Expansión fue para Splatoon 2. Más allá de los jugadores más hardcore que siguen jugando partidas en línea y participando en los eventos, parece que quienes no acabamos de conectar con esta faceta del shooter de tinta necesitábamos algo más después de una campaña cumplidora, pero que tal vez no explota todas las posibilidades que dan sus armas, su movilidad y, sobre todo, su carisma: el invento del roguelike nos habla sobre la apuesta de Nintendo en un terreno casi desconocido para ellos, una declaración de intenciones por explorar los límites de su franquicia en un experimento que consigue sumar y aportar. Es difícil que La cara del orden se recuerde tanto y tan bien como aquella Octo Expansión, pero, como entonces, le da una vida nueva a las partidas de los que disfrutamos más de esas sesiones en solitario.
En La cara del orden volveremos a encarnar a la Agente 8 que, al visitar la plaza de Cromópolis, entra en una especie de ensoñación en la que todo resulta vacío y triste porque, literalmente, está desprovisto de color. Marca el regreso de Marina y Pearl, aunque la segunda ha perdido su forma y se ha convertido en el dron que nos acompañará mientras ascendemos por los treinta pisos de la Torre del Orden. Ahí entra en escena la faceta roguelike (así la definen desde Nintendo, aunque tiene más de roguelite), que nos pone delante varios tipos de pisos con distintos objetivos para obligarnos a plantear cada uno de forma diferente.
En unos niveles habrá que llevar a empujones (a base de tiros, claro) unas esferas hacia los puntos de meta; defender varias zonas envueltas con nuestra tinta durante un tiempo establecido —los pisos que más se pueden llegar a complicar, en mi opinión—; hacer que una turbina haga un recorrido por todo el escenario, que solo avanzará mientras la hagamos girar con nuestra tinta; alcanzar a unos pescados bastante escurridizos que se mueven a toda velocidad; y, por último, el más común y quizá el más tradicional, cargarnos dos o tres generadores de enemigos. Mientras completamos todos ellos, cómo no, hay que soportar oleadas de esquealetas, los nuevos contrincantes de la Cara del Orden. En ellos se nota esa mano de finura y diseño que esperamos de un juego de Nintendo: aunque solo encontramos doce distintos, hay una intención clara en que cada uno cumpla una función especial para hacerte la vida un poco más complicada, ya sea cubriendo el terreno de tinta negra o viniendo directamente a por nosotros, lo que da el punto justo de equilibrio del que podría necesitar un roguelike que quiere cuidar sus detalles y esquivar la posibilidad (muy real, en algunos casos) de que los pisos se sientan muy parecidos independientemente del tipo de nivel que nos toque en cada caso.
Sin embargo, para que todo funcione bien no basta con eso: al principio, sobre todo si no estamos acostumbrados al ritmo del multijugador y evitamos los niveles más fáciles —cada vez que ascendemos podremos elegir entre tres opciones cuál será el siguiente piso, y la dificultad de nuestra elección es directamente proporcional a la recompensa que nos dan—, es fácil sentir que la partida es más lenta y torpe de lo que nos gustaría. Cuesta eliminar enemigos, huir, simplemente movernos…, y ahí entran en juego los cromochips, estas mejoras (perks, para los roguelikers) que cambian el transcurso de la partida y que brillan, irónicamente, por los que hacen que todo salte por los aires. Más allá de subirnos el daño, empujar enemigos, o hacer que nuestra tinta sea venenosa, los que más marcan la partida son aquellos que alteran las reglas del juego de una forma tan sutil como, por ejemplo, aumentar ligeramente la probabilidad de que los enemigos suelten una recarga completa de nuestra munición o un reset de nuestra habilidad especial.
En ese punto se disfruta mucho más La cara del orden, decía, porque un tres por ciento más cuando los enemigos llegan de diez en diez es realmente determinante, y es un gusto encontrarnos con esa sensación total de desenfreno, de disparos que no acaban nunca y de bombas que no paran de explotar; es lo que echamos en falta quienes hasta ahora no hemos podido sacarle partido a Splatoon y a todas sus posibilidades. Es una fórmula, de hecho, que parece que Nintendo ha abrazado con especial interés para tratarse del DLC de un juego que, en el mejor de los sentidos, parecía que ya había dicho su última palabra. No es redondo, faltaría más, y parece que no se atreve a contarnos todo lo que le gustaría teniendo en cuenta una premisa que apunta tan alto: ese mundo triste y desprovisto de color, una realidad controlada por una inteligencia artificial en la que nadie cuenta con libre albedrío ni la capacidad de pensar por sí mismos. Al final nada resulta demasiado importante, ni siquiera un reencuentro con Marina que se resuelve a los pocos minutos de empezar, pero tal vez toca aceptar que Splatoon no va de eso. A mí que me den un paraguas que lanza tinta como una escopeta; después, ya veremos.
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Después de la decepción con la dirección en la que iba el multijugador estaba esperando que anunciaran el DLC en condiciones, pero al ver que era un roguelike me desenganché y dejé de mirar. No soporto los roguelikes a un nivel fundamental.
Aún me quedaba la curiosidad de si en realidad ese aspecto «roguelike» era exagerado y Nintendo en su línea habitual en vez de seguir a pies juntillas la definición, cogería algo de modo vago y haría algo muy diferente. Pero nah, en esta review suena lo más roguelike-like-like que Splatoon pudiera ser.
Una cosa quiero decir: Puede ser muy bien que el escenario para el DLC se escondiese ya hace casi 5 años.
Un extracto:
Este, por si no se nota, es el último Splatfest de Splatoon 2. El que ganó Caos (Perla) y que, por tanto, decidió que Splatoon 3 tuviese el hub del caos. Y, podría ser, que además previese el escenario del DLC también.