Análisis de The Cave

“Bienvenidos, amiguitos, a una nueva edición de Creepshow. Es asombroso que vosotros, niñas y niños, todavía queráis más. Debéis ser unos masoquistas irremediables.” Como si del perverso presentador de Creepshow se tratara, The Cave nos habla con su voz profunda y elocuente, directamente a nosotros. Os voy a contar la historia sobre siete personas, nos dice, y la oscuridad que se oculta en sus corazones. Nos toca elegir a tres de los siete personajes para empezar nuestra aventura. Y aquí ya se oye un chirrido lejano pero punzante: «vaya, parece que me van a obligar a jugar más de una vez». Ojalá fuese así. Si hay alguien respetado en la industria del videojuego, ese es Ron Gilbert. Es el equivalente videojuerguista a los Monty Python. Es un tío nacido para escribir comedia, una fría e implacable máquina diseñada para matarnos de risa. Un Terminator del chiste que, en efecto, siempre vuelve. Por eso lo mínimo que cabía esperar de él es la más absoluta excelencia, y aunque quizá The Cave llevaba la vitola de obra menor, ni el más amargado de los detractores se habría aventurado a espetar un «meh» de suficiencia y desdén ante lo nuevo de Gilbert, un tipo que lo hace todo bien. Esta vez, me temo, va a ser la excepción. The Cave se presenta con la estructura que a menudo promete hacer la aventura gráfica más accesible. El método Trine, por llamarlo de algún modo: apariencia de plataformas en 2.5D y scroll lateral con alma de puzzle. No hay clicks ni acciones distintas ni punteros ni selección de diálogos ni inventarios; la habilidad se basa en dar con la solución a los rompe cabezas y ponerla en práctica sirviéndonos de los tres personajillos que hayamos elegido, cambiando de una a otro con la cruceta. El diseño de cada protagonista está en la línea de Double Fine: simpáticos, graciosos y muy bien animados pero con una personalidad algo irregular. No sé si la gracia estaba en tirar de estereotipos, pero a veces de la impresión de que los PNJs que encontramos están mucho mejor desarrollados que los principales. Mientras los gemelos victorianos, la aventurera, la futurista o el monje tienen su encanto, hay otros que parecen directamente sacados de un manual para escribir guiones de dibujos animados: el caballero de origen campesino, la científica con gafas de pasta rojas que con pinta de bibliotecaria de los sesenta. y el paleto, que es el clásico Huckleberry Finn de peto tejano, sobrero de paja y pies descalzos pasado por el filtro del alcoholismo, la endogamia, las lesiones cerebrales y la mala higiene bucal. Y pese a eso, quizá sean precisamente los personajes lo que salva los muebles en The Cave. Hay mucha mala leche, mucho humor negro tras la historia de cada uno de estos personajes, como si sus ardientes deseos particulares les hubiesen precipitado hacia el abismo, a perder el control, y la Cueva fuese el lugar donde han venido a revivir sus errores como obligación para avanzar. No es casualidad que haya citado el principio de Creepshow 2 al empezar: The Cave recuerda un poco a esa literatura de terror juvenil, esos tebeos de Creepy y Tales From de Crypt, esas novelitas de Pesadillas que retorcían los manierismos de los cuentos infantiles y parodiaban sus moralinas, buscando la complicidad del lector desde el rincón más oscuro del humor negro y la burla malévola. Por ahí, claro está, Ron Gilbert se nos mete en el bolsillo como un rey. Y cuando todo parece sembrado para cosechar la magnificencia, uno se da cuenta: el bolsillo en cuestión tiene más agujeros de los que debería. Los rompecabezas adolecen de cierta simplicidad y, con dos o tres excepciones, uno sintoniza enseguida con el pensamiento de quien los diseñó y no le cuesta esfuerzo solventarlos. Esto es grave, no porque los puzles sean malos, sino porque Double Fine ha dejado que el peso recaiga solamente en ellos sin la más mínima exigencia plataformera, algo que quizá habría ayudado a convertirlo en una experiencia más desafiante. Si vas a gastarte los ahorros en una prostituta, asegúrate al menos de que bese. Pero ojo, aun perdonando los puzles poco inspirados porque al fin y al cabo resultan satisfactorios, el agujero gordo, ese por donde se caen las llaves, es la estructura general del juego. The Cave es una hamburguesa de tres pisos en la que cada capa de carne es un nivel propio de un personaje seleccionado. Una feria para el paleto, un castillo para el caballero, una casa empotrada en Londres para los gemelos, y tal. Los separadores de esos tres pisos son el pan: fases comunes del juego que sirven de interludio para cada nivel de personaje. Esto suena muy guay hasta que haces números: la primera partida (unas cuatro horas) se disfruta; pero en la segunda, a pesar de estar jugando con otros tres personajes, se vuelve cargante porque la mayoría de niveles (los comunes) ya los has jugado antes. Esto aún podría soportarse gracias a que cada protagonista tiene una habilidad distinta y algunos puzles comunes se pueden resolver con ligeras diferencias. Pero la patada giratoria en plena mandíbula viene con la tercera partida, que es obligada si uno quiere saber la vida y milagros de todos los personajes, porque aquí por huevos tienes que rejugar también dos fases de personaje aparte de los niveles comunes. Al final la hamburguesa termina empachando y repitiéndose una y otra vez. Y siento deciros que el Almax no servirá de nada. Estoy muy en contra de los juegos que me obligan a rejugarlos y muy a favor de los que consiguen seducirme para que yo mismo decida hacerlo. Las imposiciones, como toda forma de control social intenso, acaban nublando el criterio y volviéndole a un gilipollas, así que no me parece justo que un videojuego te fuerce de esa forma; para coñazos ineludibles y obligatorios ya está la vida real, señores, tengamos un poco más de tacto. The Cave sería un juego magnífico si no fuese por un talón de aquiles que va desde la planta del pie hasta la coronilla. Solo la magia y el brillante sentido del humor de Ron Gilbert aportan la frescura e impulsan a seguir jugando hasta la adversidad del tedio y la repetición le ganan el pulso. Lo nuevo de Double Fine posee la apariencia de un buen juego, y hasta cierto punto lo es gracias también a su impecable acabado técnico, pero es al examinar el interior cuando uno se da cuenta de que su esqueleto sufre una metástasis imparable, un mal endémico en su estructura que tras las primeras cinco horas termina convirtiéndolo en un título ideal para, efectivamente, «masoquistas irremediables». [7]