Análisis de The Quiet Man

En los tiempos que corren de anuncios, teasers, tráilers y demás fanfarria mediática es inevitable considerar el contexto publicitario de un videojuego en el momento de instalarlo en la consola y entrar en él. Y el recorrido promocional de The Quiet Man ha sido tan extraño como todo lo que rodea a su propia apuesta: se anunció como algo de relativa importancia, como la nueva incursión de una distribuidora conocida en el llamado triple I que inauguró Hellblade, un juego de considerable talla técnica pero de corta duración y con cierto sentido social. Pero en los meses siguientes la impresión es de que Square Enix ha ido alejando de sí el proyecto, ha ido retirando poco a poco su valioso manto publicitario y ha ido apartándose disimuladamente de su lado, como un Homer Simpson de mirada vacía desvaneciéndose entre los setos. Finalmente el juego salió en la peor fecha posible, en medio del agujero negro desatado por Red Dead Redemption 2 y en un día festivo, sin ningún tipo de bombo ni ceremonia, como si el aparato publicitario de la distribuidora japonesa estuviese fuera de servicio. Como si Square Enix, dirán las malas lenguas, se avergonzase de The Quiet Man.

Y no me extraña.

En los cinco años que llevamos de generación es posible que haya juegos peores que este experimento de Human Head Studios con protagonista sordo, diálogos silenciosos y cinemáticas de imagen real, pero me cuesta pensar en un fracaso tan rotundo y equilibrado en su propio desacierto. Lo que se ocultaba tras un concepto original que nos intrigó a todos era finalmente una coreografía delirante de tropiezos en todas las facetas del juego, de ideas mal planteadas desde la mismísima pizarra y de una ejecución final que, si tenemos en cuenta la considerable entidad de quien está detrás de su desarrollo, solo puede tildarse de catastrófica.

Vayamos por partes. La idea tras The Quiet Man es ofrecer una experiencia de aires cinematográficos (o televisivos, más bien), de duración contenida (poco menos de tres horas) y que nos pone en la piel de un joven con discapacidad auditiva que utiliza las artes marciales para enfrentarse a una serie de pandilleros con los que tiene alguna afrenta personal desconocida y posteriormente acude al rescate de una cantante secuestrada por un encapuchado con máscara de pájaro. Esto es todo lo que uno aprende en los primeros minutos de una travesía difícil de aguantar y, diría, lo mismo que uno sabe cuando acaba la historia. Y es que el gimmick que atrajo cierta atención al juego es la idea, en principio atrevida y valiente, de hacernos vivir este relato neoyorkino de hostias y pandilocos sin sonido, aparentemente con la intención de percibir la realidad de la misma forma que lo hace Dane con su discapacidad. Sobre el papel, nada que objetar.

El gran problema es que en la práctica la inmersión en este estado de disminución sensorial nunca es coherente: el protagonista, como la inmensa mayoría de sordos, sabe leer los labios y se comunica con total fluidez con el resto de personajes, pero el juego no extrapola ese «poder» en forma de subtítulos y de hecho ni siquiera facilita que uno pueda leer los labios en las conversaciones, ya sea porque la cámara no enfoca siempre el rostro de quien habla o porque la cinemática es, como en algunos casos, generada con el motor del juego y la animación labial evidentemente no se permite grandes lujos. La consecuencia más directa de esa norma autoimpuesta es un sabotaje a la experiencia misma: Dane entiende qué está sucediendo pero nosotros no. Y esta ignorancia no es transitoria, no es una elipsis, no es un recurso: puedo decir abiertamente que después de terminar The Quiet Man aún no tengo claro qué demonios ha pasado.

Donde sí hay coherencia es en la distribución de defectos y carencias a lo ancho del juego: la mecánica de combate nos enfrenta a menudo a tríos de pandilleros idénticos que nos asaltan en setpieces que a menudo son introducidas de manera poco comprensible, sin un flujo en la historia ni esa transición interesante de imagen real a motor del juego que el propio juego sugiere en la primera pelea. El sistema de lucha es extremadamente simple y repetitivo, y no parece que exista un patrón claro de comportamiento en los enemigos al ser golpeados, reaccionando a menudo con mucha pasividad y permitiendo que los arrinconemos contra una pared y los inflemos a hostias sin que suceda nada más hasta que le juego decide que ya ha habido suficiente paliza y el oponente desfallece. Las animaciones tanto del protagonista como de los enemigos son un inolvidable ejercicio de comedia involuntaria con movimientos que no encajan, golpes que arrojan a los pandilocos en el ángulo equivocado y mi efecto favorito: la total ausencia de animaciones de transición, ese fenómeno glorioso que hace que un tipo pase de arrastrarse por el suelo a salir despedido por los aires entre un frame y el siguiente.

Suele haber algo hermoso y fascinante en los malos juegos, especialmente en aquellos que han abandonado todo amor propio y se han rendido por el camino, como un niño que responde con diálogos de Bob Esponja en un examen de Historia para el que solo estudió el primer tema. Cagarse en el convento, lo llaman. Pero The Quiet Man ni siquiera puede refugiarse en este santuario de dignidad, entre otras cosas porque el juego de Human Head parece irónicamente sordo y también ciego ante el desastre que va dejando a su paso. La cualidad más criticable del juego es que es genuinamente irritante, un título henchido de soberbia que se da mucha importancia a sí mismo y que transcurre en un tono de contención impostada y de una falsa tensión narrativa que solo esconde el vacío más sonrojante, una de esas calamidades que solo pueden darse a partir de una «deadline» draconiana o de alcanzar un nivel de coordinación para cagarla que tiene, eso sí, mucho mérito. [3]