Análisis de Uncharted 4: A Thief's End

En el Making of de La Jungla de Cristal 3: La Venganza —la película que más veces he visto en mi vida— el director John McTiernan y los responsables de efectos especiales nos cuentan hasta qué punto fue complicado grabar la escena de la explosión en el metro de Wall Street. El último vagón descarrila gracias a un mecanismo en su parte inferior mientras los figurantes, que habían estado escuchando las explicaciones previas al rodaje con cierto miedo, corren de verdad para que no les pille el tren. Y sin embargo, todo ese jaleo es lo de menos: lo que se recuerda de esa escena, lo que le da sentido, son las risitas y los resoplidos de John McClane, que aparece de entre el humo magullado pero contento, por haber burlado la muerte de nuevo y porque tiene ya otra buena historia que contar.

Ese es el héroe de acción que nos gusta. El que sabe que el chascarrillo es un sentimiento muy potente, una forma de vida. En videojuegos no ha habido muchos como Nathan Drake. Qué coño, no ha habido ninguno. Y no sé yo si volverá a haber otro igual de bueno en eso. Se hace muy raro tener que despedirnos ya, pero supongo que es lo mejor; también sobre la importancia de saber retirarse cuando toca nos puede decir cuatro cosas el teniente McClane.

Uncharted 4: A Thief’s End es, efectivamente, un adiós. Uno con el que ni siquiera contaba el propio Nate, acostumbrado ya a su vida normal, con su trabajo, su mujer y sus discusiones sobre a quién le toca fregar los platos. Tampoco esperaba que viniera de su hermano Sam, a quien creía muerto desde hacía años, la excusa perfecta para ir en busca de un último tesoro pirata; el más grande de todos, si realmente es cierto lo que cuentan sobre el temible Henry Avery. Es admirable la convicción con la que Naughty Dog abraza otra vez a los tópicos del género, sabiendo que no necesita mucho para que la historia eche a rodar. Tampoco se complica cuando nos habla sobre la familia o sobre lo que, para bien o para mal, todos debemos aprender a dejar atrás; son temas que aparecen con una naturalidad excepcional y ayudan a que el juego se sienta increíblemente vivo.

Muchos deberían tomar nota, iba a decir. Es habitual poner a esta gente como ejemplo para casi todo, venirse arriba con alabanzas superlativas y con un discurso que llega a sonar hiperbólico. Es muy probable que a unos les resulte cansino y a otros muchos les parezca incluso frustrante, pero lo peor, lo más injusto, sería no reconocer el mérito de su trabajo: aquí hay las mejores animaciones que recuerdo haber visto, varias de las escenas de acción más espectaculares que ha dado el medio y como poco media docena de lugares o situaciones que, no es una forma de hablar, cuestan de creer. Lejos del lucimiento gratuito, la atención al detalle —a un nivel que se mueve entre lo absurdo y lo literalmente abrumador— responde a la obsesión de sus responsables por humanizar a los personajes de Uncharted 4 y poder apoyar en ellos casi todo el peso de la propuesta. Es un esfuerzo brutal que va dando sus frutos en todo momento: sabemos exactamente en qué piensa Drake cuando, mientras avanzamos tranquilamente hacia el siguiente objetivo, se toca el anillo con cierta preocupación.

Para dejar bien clara la importancia de esa relación con los demás, el protagonista va acompañado durante gran parte de la aventura. Es un buen truco —el mismo que se usaba con Bruce Willis y Samuel L. Jackson, con Joel y Ellie— para poder meter más diálogos y flexibilizar el ritmo, haciéndolo menos dependiente de los tiroteos y de los puentes que se derrumban; cualquier conversación trivial, gracias otra vez al carisma de los que hablan, sirve para que tenga uno la sensación de que van sucediendo cosas aunque, analizado con la frialdad de quien se ha comido su propio corazón para almorzar, lleves varios minutos pegando unos saltitos y ya.

Pero también hay, claro, tiroteos y puentes que se derrumban.

Porque sabe que es ahí donde más rápidamente se queda sin pista, la parte de shooter en tercera persona tiene en esta entrega menos peso que en las anteriores. Seguramente cuesta hacerlo mejor sin mecánicas más específicas y sin profundizar en esa parte del diseño de un modo que a Uncharted no le interesa ni le conviene. Sigue siendo una experiencia ligera, por género y por lo que implica juntar “juego” y “cinematográfico”, aunque todo lo relacionado con los disparos y el uso de la cobertura está bien resuelto. Las novedades en ese sentido, por otra parte, vuelven a expandir los límites de la fórmula: el gancho es un buen aliado de la transversalidad y el sigilo funciona a pesar de ofrecer pocas opciones ante una IA permisiva, que se presta al espectáculo; entiendo que lo habitual será cargarse a cuatro o cinco sin que te vean y a partir de ahí, cuando el plan se tuerza, improvisar con las escopetas y las ametralladoras que tengas más a mano. En cualquier caso, los entornos están debidamente preparados —hay más formas que nunca de llegar a cada sitio— para los que prefieran limpiar un campamento sin ser detectado o incluso, en ocasiones, pasar de largo el enfrentamiento.

Lo mejor, sin duda, está en el combate cuerpo a cuerpo. Las ejecuciones y los trompazos contextuales tocan techo con movimientos exageradamente satisfactorios, elaborados y variados; durante la obligada traca final, el tramo con más enfrentamientos, seguía viendo mamporros que no habían salido en las doce o trece horas anteriores.

La escala del juego se adapta perfectamente a esa acción más espaciada, con entornos mucho más amplios y vistas alucinantes para reforzar la idea de la exploración; por muchos mercenarios que se crucen en tu camino, lo principal es buscar una X en el mapa, siguiendo el rastro de la última pista en tu libreta. Ni los desvíos ni las distancias largas, de todos modos, alteran de forma significativa la estructura de un juego que sigue siendo lineal como el que más, con un control magistral del ritmo y una habilidad tremenda para guiar —o acompañar, si os suena mejor; nunca se nos lleva de la mano más de lo debido— al jugador. Lo que se consigue, si acaso, es tener más herramientas para generar contrastes y ganar en variedad: pasamos de lo rutinario y lo cotidiano al riesgo extremo, de ruinas claustrofóbicas a refrescantes paseos en lancha o en jeep.

Y precisamente porque crece el rango de emociones y de situaciones, se ve con especial claridad el problema con el que ha acabado topando Uncharted: la excepción se come a la norma. Lo más brillante de A Thief’s End sucede siempre fuera de los tiroteos, de los saltos, de los puzles y de las escaladas. No es nada preocupante —como tampoco lo son, por cierto, las pocas caídas mortales injustas y las barreras mal justificadas que se mantienen como mal vicio—, y de hecho es normal que se racionen los mejores momentos, que los picos se entiendan como recompensas que dejarían de serlo si aparecieran con mayor frecuencia. Sin embargo, y dentro de unos márgenes de calidad altísimos, pronto queda claro que los elementos del juego que más se repiten son también los peores. Y lo son a pesar de las mejoras en el control, sobre todo cuando toca trepar por rocas y fachadas —ahora se puede estirar el brazo con mayor libertad para agarrarte a un saliente cercano sin brincos innecesarios—, y de una cámara más inquieta de lo habitual, que se acerca o se aleja de los personajes con sutileza en función de lo que se quiere transmitir. Y lo son porque la alternativa ya no está únicamente en esos benditos scripts palomiteros, con transiciones impecables y dejando que el jugador mantenga un poquito el control para no perderle; tanto como la persecución más frenética se disfrutan los momentos puramente contemplativos y las reflexiones desde una silla que no se había usado en tres siglos. El término medio —insisto, necesario y buenísimo— puede llegar a sentirse un poco fuera de lugar.

Supongo que, sabiendo que éste iba a ser el último, muchos tenían miedo de Uncharted 2. Pero la sombra más alargada, creo yo, ha resultado ser la de The Last of Us. Me temo que ahí, un producto ligeramente más contemporáneo y memorable, sigue estando la mejor versión de Naughty Dog, la que va varios pasos por delante. Para poder seguir su camino, y no es casualidad que el juego vaya precisamente sobre eso, Druckmann, Straley y el resto del estudio necesitaban dejar atrás a Nate, Sully y Elena. Uncharted 4, la mejor entrega de una saga para enmarcar, es la perfecta despedida que se merecen. «Sic Parvis Magna», vaya que sí. 

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