Análisis de Vampyr

Una de las cosas que más me fascina de los videojuegos es la sensación perpetua de que el medio aún no se ha asentado del todo, de que existen territorios inexplorados, ideas por poner en práctica y objetivos pendientes de cumplirse. De que el margen para intentar cosas nuevas es mucho mayor del que disfrutan soportes con más experiencia acumulada como el cine o la literatura. Eso da pie a pequeñas obsesiones comunes; logros pendientes de ser rubricados que van más allá del fotorrealismo visual o de una inteligencia artificial digna de llamarse así, la voluntad de llevar al videojuego facetas mismas de la condición humana que parecen demasiado complejas como para interpretarse en el lenguaje del medio. Una de esas facetas, creo, es el sentido de la moral: hay docenas, si no centenares, de juegos tratando de traducir esa lucha íntima y personal entre el bien y el mal y de plasmarla en una experiencia interactiva como algo de lo que el jugador pueda sentirse partícipe. Algunos han tirado de algoritmos matemáticos más o menos claros, con barras que polarizan el bien y el mal y desbloquean un final de juego u otro según la posición del jugador al final de la partida, en base a decisiones tomadas de formas más o menos solemnes y subrayadas a lo largo de la historia. Es una aproximación interesante, pero no deja de ser una mera estadística, un número que aumenta o desciende según elijamos una u otra de las opciones presentadas y que lleva asociado a sí un desenlace. No es algo orgánico, no se siente como algo que realmente ofrezca contrapartidas positivas o negativas al jugador más allá del risible remordimiento de destapar un final triste.

En Dontnod está claro que tienen esa zanahoria al final del palo, seguramente junto a muchas otras fijaciones creativas que solo ellos conocen, y que en Life is Strange la virtud del estudio parisino para crear personajes creíbles —y amados, en muchos casos— ha ayudado en su contribución a la tarea de evolucionar el concepto mismo de la moral en los videojuegos. Sus guionistas seguramente se dieron cuenta de que la clave no estaba tanto en colocar al jugador en disyuntivas de gran importancia, en enfrentarle a dilemas realmente difíciles (esta sería la apuesta, se podría decir que un poco tramposa y barata, de la fórmula que utiliza Telltale Games), sino sobre todo en cargar de humanidad a los personajes sobre los que uno debe decidir. El secreto no es colocar al jugador entre la espada y la pared, sino hacerle ver el precio emocional que acarrea para él mismo su propia decisión sobre el destino de otros. El tarro de las esencias que ha llevado a Dontnod al éxito luce una etiqueta con una palabra que se puede leer claramente y que aliña los momentos más acertados de su trayectoria creativa reciente. Esa palabra es «empatía».

Con Vampyr parece evidente que la desarrolladora francesa está zambulléndose en aguas desconocidas. Si bien Remember Me podría ser considerado un precedente del equipo en cuanto a juegos de acción con cierta consideración narrativa, el éxito de Life is Strange fue un punto de inflexión demasiado difícil de ignorar y los cimientos sobre los que se construye esta fábula de vampiros británicos son sencillamente otros, pero las decisiones y la brújula moral siguen siendo el caballo de batalla en esta nueva historia.

Entramos en el pálido pellejo del doctor Jonathan Reid, un médico recién alzado de entre los muertos gracias (o por culpa de) algún vampiro misterioso que ha decidido convertir al facultativo en su progenie y dejarle tirado en una fosa común junto a la orilla del Támesis en el Londres de 1918. La Gran Guerra todavía no ha terminado y la pandemia de gripe española que asola el país (y el mundo entero, de hecho: las cifras más actuales hablan de entre 50 y 100 millones de muertos por esta enfermedad) ha convertido la capital en un gigantesco mausoleo neblinoso y húmedo en el que los cuerpos descomponiéndose decoran las calles, el gobierno ha impuesto la más estricta cuarentena y la gente apenas se atreve a salir de casa. El pobre doctor Reid, además, entra en la inmortalidad con mal pie: nada más despertarse, y literalmente cegado por la sed de sangre, devora el pescuezo de la primera persona que se cruza y que es, lo descubre después de recomponerse, un ser querido. El peso de la culpa aplasta a un Jonathan que además se ve sumido en una batalla interna entre sus más firmes convicciones racionales y la evidencia, en sus propias carnes macilentas, de que no todo puede explicarse a través de la ciencia. Es un punto de partida muy clásico en un escenario aún más clásico, porque justo eso es lo que busca Vampyr: sumergirnos en una historia apasionadamente gótica y que, por tanto, se maneja con especial comodidad entre la pedantería y la aflicción.

Una cosa que hace muy bien Vampyr es trocear esa congoja permanente en el corazón muerto de Jonathan y servirla repartida a lo largo de la aventura para no hacer su pena cargante. El Jonathan recién convertido y confuso y aterrorizado es rápidamente guiado y canalizado hacia una posición que refresca un relato hasta el momento algo tópico: el doctor Reid acepta un cargo como médico del turno de noche en el Hospital Pembroke, donde su cómplice director que ayudará a investigar alguna solución para sus problemillas con la sangre y en el que el Dr. Reid tendrá que ayudar a un personal médico sobrepasado por la avalancha de infectados por la gripe.

Las obligaciones del hospital se reducen en realidad a las misiones secundarias que queramos cumplir y a mantener cierto nivel de salubridad en la zona. El juego divide la parte de Londres en la que se ambienta en distintos distritos con una cantidad limitada y concreta de personajes, cada uno con su historia, sus problemas, su círculo social y una estadística muy llamativa: la calidad de su sangre. Efectivamente, en Vampyr podemos chuparle la sangre en teoría a cualquier personaje mortal del elenco, y a cambio recibiremos una cantidad específica de puntos de experiencia que gastar en habilidades vampíricas de cara al combate, el otro pilar de carga del juego. Cuanto más se conoce a un personaje, mejor conocemos la calidad exacta de su sangre y los puntos que nos llevaríamos al estómago si decidimos invitarles a merendar. La enfermedad también puede afectar a los vecinos de Londres (la cefalea, el agotamiento, el resfriado, la bronquitis y así hasta nueve dolencias comunes), y también reduce la calidad de la sangre, así que el Dr. Reid tiene la capacidad de combinar sustancias químicas para craftear en su mesa de trabajo un tratamiento para curar esas indisposiciones. Si uno decide no hincarle el diente a nadie (algo que es totalmente posible) pero tampoco tratar sus afecciones, con el paso de las noches irán falleciendo hasta que el nivel de salud del distrito descienda a «Hostil» y aquello se convierta en un nido de infectados dementes y peligrosos.

Y es que la gripe española se mezcla en Vampyr con otra infección un poco más exótica, que es la que justifica parte de la historia del juego pero sobre todo su parte de acción. En las calles de Londres patrullan cazadores de vampiros que forman una especie de organización paramilitar y que se encargan de limpiar las calles de skals, una rama inferior de vampiros que han perdido el juicio y que tienen más de zombis frenéticos que de chupasangres clásicos. Ambas facciones quieren a Jonathan más muerto de lo que ya está, así que el combate es importante ya no solo en los trayectos entre distrito y distrito (los personajes circulan por una suerte de área segura donde podemos conversar sin ser molestados), sino que también nos plantea algo que quizá nadie esperaría de un juego de Dontnod: jefes finales.

La acción creo que es quizá la disciplina del juego en la que sus creadores se han visto menos cómodos, la parte de Vampyr más débil: su diseño posee reminiscencias remotas del estilo Dark Souls, por la importancia del timing y las combinaciones de armas, que además tienen daño propio de modo que el ataque es más violento subiendo el nivel del arma y no del personaje. Es más impreciso, más benévolo y menos pulido de lo que debería ser para estar a la altura del resto de cualidades del juego. Se hace repetitivo y a menudo es un estorbo, pero tiene sentido que así lo sea: la tentación de chupar la sangre a los vecinos se hace más latente porque se sube drásticamente el nivel (mucho más que por los métodos normales: pelear, explorar y hablar) y se vuelve más sencillo y rápido deshacerse de los enemigos.

Vampyr se vuelve más estimulante cuanto más avanza la historia, y aunque se trata de uno de esos juegos que adolecen de un mal común en estos tiempos como es el impulso incontrolable por ser demasiadas cosas a la vez, por suerte no hay ninguna que se le dé mal del todo. Le perjudica un poco la cantidad de variables que obliga al jugador a tener en cuenta, el alud de tareas y de sistemas que atender a lo largo de la partida, pero realmente compensa seguir adentrándose en la experiencia sea cual sea el enfoque, el del implacable chupóptero sediento de un poder brutal e ilimitado, o el del médico benevolente y circunspecto dispuesto a pasarlo mal en los combates a cambio de ayudar a los demás y seguir en contacto con lo poco que queda de su propia humanidad.

Vampyr es un juego de dualidades que enfrenta la ciencia y lo sobrenatural, el bien y el mal, la pobreza y la opulencia, lo tradicional y lo nuevo, la mortalidad y la eternidad. Tiene sentido, pues, recibir la sensación siempre presente de que Vampyr es en realidad dos juegos distintos a la vez, y que la forma en que acierta o falla acercando sus dos facetas (la historia y la acción) y entrelazándolas en la medida de lo posible repercute directamente en algunas inconsistencias que uno, de todos modos, acaba asimilando sin mayores dificultades. No deja de ser una colisión significativa que abarca no solo a Dontnod sino toda una generación de creadores que buscan encajar sus aspiraciones narrativas con sus argumentos mecánicos y que están inmersos en la gran batalla creativa entre el humanismo de los cuentos y la ciencia de los sistemas. Al fin y al cabo algunos de los mejores cuentos de la literatura gótica han salido precisamente de ese choque entre el mito y la razón, y este Vampyr entre ellos no desentona para nada. [8]