Análisis de Dead Rising 4

Lo cierto es que, como en cualquier juego de supervivencia, el consumo y el consumismo tienen un papel protagonista en Dead Rising 4. A la horda de muertos vivientes que habitan el centro comercial y alrededores, con su necesidad infinita de consumir carne humana, se une la posibilidad de disponer sin límite de los bienes que se amontonan en las estanterías y escaparates de las tiendas, en las cocinas, en los almacenes, en las zonas de paso. El árbol de habilidades permite al jugador consumir puntos (que se consiguen eliminando zombis o completando misiones, principales o secundarias: consumiendo el contenido del juego) para modificar sus atributos y obtener mejoras que marcan el progreso del personaje. Los planos ofrecen la posibilidad de armar nuevas herramientas consumiendo objetos del inventario. A base de usarlas, las armas se desgastan y se rompen, o sea, se consumen; el consumo de comida o medicinas repone puntos de vida; los supervivientes que se esconden en las zonas seguras del centro comercial son tiendas en las que comprar ítems a cambio de las cómicas monedas de oro que sueltan los muertos vivientes al morir: son un catálogo de consumibles.

No se puede decir que esta dinámica traicione demasiado al Dead Rising original, que ya era un juego marcado por la abundancia: la razón de ser de Dead Rising es la abundancia, y su contraste con los límites que marcaban los supervivientes, los puntos de guardado y el estricto límite de tiempo. Esta cuarta parte se deshace del límite de tiempo en favor de una experiencia más ligera: frente al peso que imponía la cuenta atrás en la primera parte (y en la segunda, y, en menor medida, en la tercera), Dead Rising 4 prefiere liberar al jugador y darle espacio para consumir el juego a su ritmo, sin presiones, sin imposiciones. «Estudiamos a muchos usuarios sobre esto», explica el director del estudio en otra entrevista, «y la mayoría de la gente dijo que no les encantaba el cronómetro; querían explorar. Hay tanto contenido escondido que, cuando lo hicimos con una cuenta atrás, la gente se enfadaba porque no podía terminar la mitad de lo que querían terminar». Por el camino, han dado forma a un juego que llega por un camino parecido a conclusiones muy distintas que las del original.

A veces se habla del zombie como la representación de nuestro miedo a los deseos humanos desatados: deseamos el consumo sin límite y la animalidad del muerto viviente, pero tememos perder nuestra humanidad si nos unimos a la horda que se rinde ante los instintos. Dead Rising 4 me ha hecho pensar en otra lectura del zombie como Otro dominado por los instintos: todos son zombies menos yo, que mantengo la humanidad frente a la masa que se deja arrasar por los excesos de la Navidad y el Black Friday. Las responsabilidades del Frank West de hace diez años le humanizaban: si no se convertía en un muerto viviente más, en alguien que se dejaba llevar únicamente por los cantos de sirena de los mil y un entretenimientos que ofrecía el centro comercial, era porque tenía trabajo que hacer. Te enfadabas cuando no podías terminar la mitad de lo que querías terminar, y ese era el objetivo último: conservar la humanidad de West haciendo que cumpliera con sus compromisos.

En Dead Rising 4, la ausencia de límites de tiempo hace que, necesariamente, los objetivos del juego tengan menos presencia. Dentro y fuera del centro comercial (la ciudad de Willamette, muy bien medida para que resulte pequeña en contraste con el mastodóntico centro de ocio) las misiones se suceden sin demasiada gracia: están diseñadas para crear islas de variedad dentro de un conjunto estructurado alrededor de la variedad abrumadora, pero no terminan de tener un peso específico. Ahora Frank West puede hacerse selfies, pero es difícil saber cómo se llaman los supervivientes que necesitan ayuda en el centro comercial; narcisista y cínico, el protagonista de Dead Rising 4 se desenvuelve mejor en las grandes masacres a las que dan pie las mezclas imposibles: juntar un martillo con una bombona de butano da forma a un martillo de fuego, y un carrito motorizado mezclado con un kart resulta en un vehículo delirante que lanza rayos. Las partes más desenfadadas de Dead Rising 4 son las más estúpidas, las que se disparan en el pie y le quitan sentido a la urgencia de descubrir la procedencia del brote zombie, que es a lo que hemos venido, se supone. En Filosofía Zombi, Jorge Fernández Gonzalo (uno de los ponentes de la mesa redonda que organizó Microsoft en Madrid como previa al lanzamiento de Dead Rising 4) explica cómo el cine gore se distingue del de terror por su intención de destripar «literalmente el miedo (…) hasta el punto en que [deja] de afectarnos como tal miedo, para proponer, sin embargo, un miedo mayor: el de ya no temer nada». Dead Rising 4 es un juego gore en el que el miedo a quedarse sin tiempo para hacerlo todo deja paso al miedo a tener todo el tiempo del mundo y no saber qué hacer con él.

Sin pretenderlo, creo que Capcom Vancouver ha creado un retrato bastante acertado de la «civilización de lo ligero» de la que habla Lipovetsky en su último libro, titulado precisamente De la ligereza. En el primer Dead Rising, Frank West era el héroe porque tenía un cometido, al contrario que los muertos vivientes, ninis que simplemente vagaban por el centro comercial; en Dead Rising 4, todo está dispuesto para que el jugador se entretenga tanto tiempo como considere oportuno, vagando él también por el centro comercial y las calles de Willamette, con objetivos difusos y algo intrascendentes: zombies, en cierta medida, a los que el juego enseña a no preocuparse y a amar la bomba (combinada con otras cosas) mientras le sigue lanzando ropa, exoesqueletos, vehículos chiflados, zombies que corren. «Rebasado cierto límite», escribe Lipovetsky, «la ligereza frívola se vuelve fastidiosa y repetitiva: demasiada ligereza mata la ligereza». Digo que consiguen este retrato de la sociedad ligera sin pretenderlo porque, volviendo al director de Capcom Vancouver (tiene un nombre: Joe Nickolls), uno de los puntos de partida de esta cuarta parte era «crear una mejor conexión entre Frank y la gente», «hacerlo más cercano», en oposición al del primer juego, más video game-y, en sus palabras. En el tráiler del E3 de este año ya se muestra de qué va la cosa ahora: sentado en un trono en medio de su reino en ruinas (hecho con los restos de la decoración navideña del Memorial Megaplex Mall de Willamette, un centro comercial homenaje a las víctimas; hay algo perverso y brillante en esa idea), sin temporizador del que preocuparse, West descansa compartiendo selfies en Twitter.

Se supone que el problema está en haber quitado un elemento muy reconocible de Dead Rising para hacer algo que gustase a esa «mayoría de la gente» que no soportaba la carga del juego contrarreloj. Al contrario, creo que da en el clavo: acercando la fórmula a todo el mundo, Dead Rising 4 deja al descubierto la parte más vergonzante de los mundos abiertos, de los sistemas de progresión artificiales y del exceso de interacciones, enfrentando al jugador con una masa zombie que, como él, puede permitirse el lujo de merodear en busca de víctimas, sin un propósito mayor que el consumo ilimitado. La diferencia es que nosotros no perdemos el tiempo: usando la jerga que toca, lo invertimos. [6]