Análisis de Driveclub

Me fascinan los juegos de carreras. No me apasiona conducir; nunca he conducido, siquiera, y quizá por eso me resulta complicado apreciar la simulación de Gran Turismo o Forza, pero pocas cosas me gustan tanto como un juego de carreras. Es posible que de ahí se derive mi mayor interés por los juegos que procuran simular las partes más abstractas de la conducción (la sensación de velocidad, la libertad que proporciona dominar una máquina de varios cientos de kilos que se mueve a cientos de kilómetros por hora) que por aquellos que buscan la representación fiel del funcionamiento mecánico de un coche. Llamo al escenario a Driveclub.

Desde bien pronto queda claro que Evolution Studios busca, como viene siendo habitual en los últimos años, potenciar la conectividad. Es un juego que solo se disfruta en condiciones jugando online: siguiendo la estela de otros estudios que ya hicieron ensayos en la combinación de partida individual y desafíos multijugador, como Criterion (con sus formidables Need for Speed, nacidos de las cenizas de Burnout), Driveclub apuesta por mezclar la diversión inmediata del arcade para un jugador con la competitividad y profundidad del juego en compañía. La principal manera de avanzar aquí está en las pruebas en solitario: carreras, contrarrelojes, pruebas de derrape o campeonatos que nos dan puntos de experiencia y nos desbloquean nuevos coches. Cada prueba tiene varios retos asociados (haz una vuelta en menos de tanto tiempo; queda entre los dos primeros puestos; alcanza una velocidad punta determinada) que nos dan más experiencia y, poco a poco, nos ayudan a desbloquear más contenido. Repetir hasta terminar.

Es una forma poco apasionante de describir la manera de progresar, quizá porque Driveclub es un juego por lo general calmo, nunca excesivamente dado a suscitar entusiasmo. En sus primeros compases, casi parece que esté suplicándonos que nos emocionemos con él, con la subida de niveles ágil y los trofeos constantes. Esa sensación es la más conflictiva del juego: la de que la carrera se está disputando realmente en las barras de niveles, y no en los circuitos.

He usado el término conflictivo con una razón. Driveclub es un juego precioso de ver, portentoso de escuchar, satisfactorio de jugar. No hay muchísimos coches, pero la atención al detalle que se ve en cada uno de los modelos, tanto por dentro como por fuera, es hipnótica; los circuitos son una delicia, un golpe rotundo sobre la mesa por parte de un departamento de arte que ha sabido poner cada cosa en su sitio para que todo tenga sentido: la luz del sol, la oscuridad cerrada, los contraluces espectaculares cuando unos fuegos artificiales nos reciben al pasar por la línea de meta en lo alto de una montaña noruega. La conducción mezcla la atención al trazado de un simulador con cierto espacio para la improvisación (poco: las paredes invisibles y las penalizaciones cuando nos salimos de la carretera quitan las ganas de no conducir como el juego espera que lo hagamos) más habitual en los arcades; requiere una precisión que el control sabe ofrecer. Sin embargo, todos los mecanismos del buen gusto que están en funcionamiento mientras conducimos se esfuman cuando el motor se apaga: los fuegos artificiales y el rugido glorioso de los coches dejan paso a la parte menos estimulante, más impersonal, del juego de Evolution Studios.

Quiero pensar que, más que un problema, la dificultad de Driveclub para hacernos ver la importancia de nuestros logros (terminar un campeonato especialmente difícil, desbloquear un deportivo de alta gama) es uno de los riesgos de articular su diseño alrededor de los clubes. Ah, los clubes: si Groucho Marx jugara a Driveclub, seguro que querría pertenecer a cualquier club que le aceptara como miembro. Hasta seis jugadores pueden estar en un mismo club, y en última instancia es en la química que haya entre ellos y en cómo consigamos colaborar para el bien común donde está la gracia del juego. Además del progreso individual y de los muchos otros niveles que podemos ir subiendo (aficionados a tal fabricante; entusiastas de tal localización), tenemos el nivel de equipo: un bote común de experiencia en el que va entrando todo lo que consigue cada miembro, y que acaba determinando nuestra posición como gang dentro de los rankings globales.

La conectividad, de nuevo. Ser parte de un club es esencial para entender y formar parte de muchas de las actividades que hay en Driveclub. En cada carrera el juego nos va planteando pequeños desafíos que nos piden superar a amigos o rivales en tramos concretos (derrapando más, manteniendo una velocidad media mayor, respetando con más precisión el trazado), y además hay un buen puñado de desafíos que otros clubes crean, y que nosotros también podemos proponer, con sus leaderboards independientes y basados en nuestra actuación y en el estatus de nuestro club. Es un sistema complejo pero más o menos fácil de comprender: toda una serie de ramas que salen del tronco funcional y algo impersonal de Driveclub, y en las que Evolution confía que encontremos la fruta de la competitividad que más en consonancia esté con nuestros gustos.