Análisis de El Shaddai: Ascension of the Metatron

«Menuda ida de olla», «Vaya paranoia», «Se le pira la pinza». Odio la mayoría de expresiones que emplean los jóvenes de hoy para hacer referencia a algo extraño, delirante. Me cabrea sobre todo cuando las usan sin venir a cuento, por la menor tontería; cuando no encuentran el móvil porque lo tienen en el otro bolsilo, cuando dos de ellos tararean la misma canción a la vez, cuando ven una película con más de cuatro personajes y dos líneas temporales.

No soporto ese tipo de expresiones, decía, pero por culpa de El Shaddai: Ascension of the Metatron, han salido de mi boca varias veces durante los últimos cuatro días. Como mínimo su uso está aquí más que justificado.

No es en absoluto necesario ser un gran teólogo para enfrentarse al título de Ignition, a pesar de estar basado en el Libro de Enoch —el protagonista—, y del montón de referencias religiosas que eso supone. En la introducción se deja claro lo esencial: a Dios no le ha hecho ni puta gracia eso de que los siete Ángeles Caídos se hayan mudado a la planta baja para controlar el destino de los humanos, así que nos manda a darles una lección. Es una tarea complicada para un humano, por eso tenemos ayuda; Lucifel nos guía y da parte al de arriba con el móvil y cuatro arcángeles, con forma de cisne, echan también un cable en puntos concretos.

La primera vez que me puse a leer sobre ángeles —por culpa de Evangelion— acabé con la cabeza como un bombo y decidí que nunca mais, así que ahora me he tomado este contexto bíblico como lo que probablemente es: la excusa perfecta para mezclar una historia con cierto gancho y una libertad visual absoluta, casi exagerada. Esa es, descaradamente, la prioridad de Sawaki Takeyasu, quien había trabajado en el diseño de personajes de Okami y que aquí hace además de director para convertirse en el principal responsable del proyecto. En todo momento se nota un enfoque peculiar, una manera diferente de repartir el peso entre los distintos aspectos del título y, aunque en cierto sentido puede ser como empezar la casa por el tejado, casi siempre se saca un partido extraordinario de ese hecho. La curiosidad por descubrir cómo el siguiente nivel —cada uno de los 11 capítulos es completamente distinto a los demás— exprimirá el uso de los filtros de todo tipo, de los contrastes en formas y colores, de la iluminación surrealista y de las texturas que no paran quietas acaba por ser un aliciente para seguir avanzando casi tan efectivo como cualquier otro.

Acierta, creo, al no dejar mover la cámara: cada plano es como un cuadro ((Por esa razón no hay HUD la primera vez; se puede activar solo después de completar el juego y entonces te enteras de que hay puntos y rangos.)) donde los trazos deben estar en su sitio y Enoch tiene que recorrer sin salir del camino marcado. El viaje se vive con una intensidad inmensa gracias a los constantes cambios, a transiciones que descolocan y a montañas de imágenes con de una belleza y una fuerza indiscutibles. Siempre, en las diez horas de aventura, hay algún estímulo para alguna parte del cerebro —quiero creer que el córtex prefrontal—, una obsesiva voluntad por evocar. Y eso está muy bien, especialmente porque tapa las carencias de un apartado técnico que destaca solo por las animaciones.

Con ese excelente uso de sus mejores cualidades y una gran habilidad para apropiarse de lo que cuenta y de lo que no, El Shaddai se protege, hipnotiza al jugador para que tire de eufemismos: el aburrido capítulo de la moto ((Sí, sí…)) da variedad, el tramo sin Enoch, mal llevado, es un momento reflexivo y el final más anticlimático en años es una extraña sorpresa.

La cruda realidad es que el diseño nunca llega a estar a la altura de la presentación y que al juego se le acaban las cartas antes de lo esperado, tanto en el los enfrentamientos como en las secciones plataformeras.

Las luchas son correctas, incluso un poco más que eso, gracias a un buen control, a la conexión entre los coreográficos golpes y el hecho de tener que prestar atención al ritmo a la hora de pulsar el único botón de ataque —hay un modificador (R1) y un ataque con carga, pero nada de alternar entre golpe rápido y golpe fuerte— y a las armas. Enoch empieza a puñetazo limpio, pero pronto aprende a robar los juguetes de sus enemigos; el Arch viene a hacer de espada, el Gale lanza proyectiles y el Veil es un escudo que se parte en dos guanteletes. Las diferencias en cuanto a velocidad, alcance, defensa y daño son típicas pero bien pensadas y se propicia correctamente el intercambio con una relación tipo piedra, papel, tijera. Así, el sistema de combate acaba siendo menos simple de lo que aparenta. Sin embargo, lo de poder resucitar casi siempre que mueres no aporta nada y es fácil echar de menos algún movimiento más, pensar que los contraataques y los bloqueos en el momento exacto deberían ser más determinantes o querer que alguna habilidad especial se sume al fuego de Uriel, que se puede invocar cada cierto tiempo.

Los bosses, Ángeles caídos y otros lacayos de cierta entidad, aparecen con demasiada frecuencia y poca imaginación; para nada suspenden, pero cuando las pocas veces que se acercan a lo memorable es más mérito del escenario que del propio enemigo.

No mejora la cosa cuando toca saltar. Doblesaltar, más bien. Los tramos en dos dimensiones funcionan por su estética y se usan de forma brillante en un par de ocasiones —los 300 años que pasan durante los créditos iniciales, la proyección del combate entre Ishtar y Ezekiel—, pero acaban siendo un trámite sin nada que ofrecer. En los habituales entornos tridimensionales, los brincos son innecesarios y frustrantes.

Incluso estos problemas, evidentes e importantes, se relativizan con esa magia que hace atractivo lo desconocido e interesante lo distinto. Por eso hay que poner las voces en japonés (compatible con los subtítulos en castellano) y por eso aceptas lo que pasa cuando te consume la oscuridad en las fases de bonus. El Shaddai: Ascension of the Metatron es una experiencia única y solo como tal consigue ser un videojuego necesario. Es difícil recomendarlo, porque cuesta incluso saber si gusta a uno mismo, pero por suerte hay disponible una demo más representativa de lo que esperaba. Para bien y para mal. [7]