Séptimo cielo

Tantos años buscándolos y resulta que el videojuego ya tenía sus ciudadanos kane, y quizá los ha tenido siempre. ¿Qué forma tienen que tener estos ciudadanos kane del videojuego que durante un tiempo tanto anhelamos? Quizá sea una determinada intención que demuestre, ante todo y sobre todo, un conocimiento casi innato de la materia prima con que se trabaja, hasta el punto de crear nuevos caminos para el resto en lugar de seguir los que le vinieron prefijados; quizá sea la inteligencia tan afilada que permite que las bufonadas —un corte súbito a una cacatúa gritando, por ejemplo, para «despertar al público»— engrandezcan y humanicen, sin restar valor estético o poético. Puede que sea la capacidad de generar empatía con unos personajes y sus tribulaciones, hasta el punto de hacerte sentir como tuyas sus alegrías y sus penas, o lamentar sus pérdidas como lamentarías las de un conocido o incluso un ser querido. Pueden ser muchas cosas y todas las tenemos ya en videojuegos; estoy seguro de que mucha gente descubrió o confirmó que los videojuegos eran capaces de todo eso y mucho más gracias a Final Fantasy VII: tan rudimentario, tan tosco y aun así tan audaz y brillante.

Casi cinco años después de que supiéramos de él por primera vez, casi cuesta creer que tengamos delante Final Fantasy VII Remake. Es como un sueño o una alucinación. Da pudor acercarse a esta revisión del clásico de 1997, uno de los juegos más recordados y que mayor impacto causó en el gran público de su época; el escrutinio al que necesariamente se somete cada escena, cada línea de diálogo, cada personaje (cada pieza de atrezo, incluso) cuando revisitas un mundo como este es fascinante y agotador.

Un poco de contexto. Como el original, Final Fantasy VII Remake comienza con la llegada del grupo ecoterrorista Avalancha a uno de los reactores en los que Shinra, la empresa energética que abastece (y controla) la metrópolis de Midgar, extrae Mako. Avalancha se opone a lo que considera un uso desproporcionado de Mako, la «energía vital del planeta», cuya explotación a través de los reactores cubre «la insaciable demanda» de una población fracturada por las diferencias de clase. Midgar se organiza en sectores creados alrededor de las distintas plantas de extracción, divididos a su vez simbólica y literalmente por una gigantesca plataforma sobre la que viven, en buenas urbanizaciones, los empleados de Shinra y sus familias; bajo «esa pizza chupasangre» se extienden los gigantescos slums en los que vive como puede la gran mayoría de la población, a la sombra de los de arriba, rodeados de escombros y obras a medio terminar. En una de esas barriadas pobres, la del sector 7, tiene su base de operaciones Avalancha. El juego comienza, como decía, con el grupo llegando a uno de los reactores de Shinra; el objetivo: inutilizar, bomba mediante, el reactor para frenar el drenaje de «energía vital» al que Shinra somete, por pura codicia y afán de poder, al planeta.

En cuestión de segundos este histórico comienzo (aderezado aquí con una lujosa introducción que anticipa la nueva ciudad de Midgar, una de las claves del remake) deja paso a los cambios. Lo primero es el combate; incomoda al principio, y seguramente incomode más a quien más estima tenga al combate por turnos del original, más cercano al JRPG clásico que el nuevo sistema, que transforma sus ideas básicas (los «turnos dinámicos», los límites, las invocaciones) en algo más dinámico y que sigue la estela de, por no ir más lejos, Final Fantasy XV. Ya sabéis cómo va la cosa: aunque hay una serie de ataques —los espadazos, puñetazos o disparos más básicos; la alfalfa de la pelea— que se realizan de forma casi automática, pulsando o incluso manteniendo pulsado un único botón, es todo lo demás lo que importa realmente; el uso apropiado de las habilidades y las magias, conocer las resistencias y debilidades de los contrincantes, aprender a localizar los momentos adecuados para ejecutar los límites (ataques muy poderosos y que tardan un tiempo largo en cargarse) o las invocaciones; aunque si así lo prefieres no es necesario, también bloquear golpes o incluso esquivarlos a carreras o saltos puede ser importante en unos combates con una personalidad quizá menos definida que los del original —que ya entrelazaban turnos y tiempo real de una manera muy impactante, y que era clave a la hora de moldear su sensación de urgencia, todavía hoy sorprendente— pero que acaban ganando un interés y una profundidad geniales, marca de la casa de una Square Enix que incluso en los momentos más oscuros siempre ha demostrado ganas de ir un paso más allá con cada Final Fantasy.

Es un sistema de combate que definitivamente encaja mejor que el original por turnos en un juego que definitiamente no quiere ser el original. En el de 1997, Midgar era un primer acto, casi un prólogo, que servía como punto de partida para una historia que iba mucho más allá de las fronteras de la ciudad; el de 2020 coge esas pocas horas (¿cuatro?, ¿cinco?) y las transforma en las más de tres decenas que forman este primer episodio del remake, en el que los limitados escenarios prerrenderizados se convierten en grandes entornos por los que te mueves libremente.

Cuando funciona, funciona de maravilla. Los lugares conocidos están recreados con el conocimiento de causa de quien sabe que hay mucho en juego: la llegada al Seventh Heaven o al Mercado Muro se tratan como oportunidades para dejar claro que, fetichismos aparte, un remake de este calibre es una oportunidad para dar nueva vida a esos sitios cuyo recuerdo ha tenido décadas para madurar en la memoria de mucha gente. Los slums del sector 7, así, se presentan como un lugar en el que la gente se amontona, casi literalmente, alrededor de fábricas abandonadas y en el que los pequeños negocios lidian con los monstruos que merodean la zona, atraídos por la basura que se amontona bajo el cielo de metal; el papel de Aeris en su barriada, ayudando a los tenderos e intentando que los niños del orfanato tengan una vida más agradable, se ve y se escucha en los adornos florales y las conversaciones sueltas que te llegan mientras exploras el sector 5; la decadencia del Mercado Muro, el mítico barrio rojo de Midgar, se palpa en el ambiente, en la animada música, las luces de neón y la gente que cuchichea en los callejones y se arrastra por las calles principales, agarrados a amigos que les ayudan a mantener la verticalidad a pesar de la cogorza; las diferencias entre los de abajo y los de arriba se viven cuando caminas por los suburbios superiores o las oficinas de Shinra, en escenas conocidas pero también en otras nuevas que amplían y añaden nuevos matices al trasfondo y las motivaciones de ese elenco de personajes que en 1997 tuvieron que aprender a expresarse a pesar de las estrecheces de la época y de la todavía hoy alucinante traducción al castellano con la que muchos descubrimos Final Fantasy VII. El aumento de horas se entiende, y se agradece, a medida que ves que este tratamiento exquisito y dadivoso se ve en cada rincón del juego.

Es un ejercicio de expansión con luces y sombras, aunque en última instancia las luces puedan más. Sorprende, para bien, la manera en que se amplían las historias de algunos personajes, con escenas que les dan un nuevo relieve y ayudan a comprender cómo la vida en Midgar les ha llevado a ser como son; es difícil entrar en detalle sin caer en el spoiler, e imagino que ese es un pecado imperdonable en un juego como este, así que solo diré que casi todo lo que se suma a lo ya conocido encaja bien por cómo se entiende y respeta el tono y la coherencia del conjunto. Las mazmorras del original, las breves zonas de tránsito especiadas con algún puzzle y un poquito de exploración y en las que se concentraban los encuentros con enemigos, se convierten aquí en, a veces, capítulos enteros con su introducción, su nudo y su desenlace, y en los que no faltan las oportunidades para profundizar en las relaciones entre personajes. Todos, desde las importantísimas Tifa y Aeris hasta el trío formado por Jessie, Biggs y Wedge, que en el original eran secundarios de usar y tirar, tienen en este remake algo importante que decir; de no ser por la jerarquía que el propio juego establece entre personajes jugables y no jugables, nadie diría que Jessie es menos protagonista o relevante que Barret, por ejemplo.

También por eso importan menos las sombras: pesan menos. Tan importantes como son para darle a los escenarios la sensación de ajetreo que en el original no era posible por motivos puramente técnicos, la gente que habita Midgar es tan plana que en ocasiones ni cuando te ofrecen misiones secundarias se le da un nombre; estas misiones, encargos y distracciones que se te ofrecen en momentos concretos de la historia (y que para mi gusto rompen la fluidez tan orgánica que tiene el resto del juego: un gran cartel te avisa, cuando intentas seguir adelante sin haber cumplido alguno de los encargos, de que quedarán sin completar si decides avanzar), están claramente un peldaño por debajo aun sirviendo como excusa decente para explorar y conocer, solo de vez en cuando, cómo es la vida en Midgar. Las manifestaciones más ramplonas y tontainas del sistema de combate están en estas misiones secundarias; también, como dictan los cánones del JRPG, algunas de las más exigentes y complejas. Quizá apelando a la ternura que pueden despertar algunos puzzles con sabor añejo en la parte de la comunidad que más cariño le tenga al original, el remake se permite el lujo, no siempre con el mismo éxito, de meter algunos desafíos o rompecabezas basados en los de 1997 que pueden hacerse más cargantes de la cuenta: el de accionar palancas en el momento exacto para abrir una puerta de seguridad en el reactor es simpático, pero otros —como el de los brazos mecánicos en la autopista abandonada que lleva al sector 6, también herencia del original— son mucho menos estimulantes de lo que creen, y por desgracia no funcionan ni como referencia.

He querido empezar con ese guiño tan tonto, más de 1997 que de 2020, al Ciudadano Kane de los videojuegos para dejar clara la importancia que considero que tuvo Final Fantasy VII para mucha gente, tanto del lado de quienes juegan como del de quienes hoy desarrollan videojuegos. Hacer un remake de este calibre es un ejercicio que exige un nivel de autoexigencia y autoconsciencia increíbles; de muy pocos juego se podría decir lo mismo.

Final Fantasy VII Remake es, fundamentalmente, un juego distinto; los personajes y parte de lo que se cuenta en él recuerdan a Final Fantasy VII, pero de alguna manera es también Final Fantasy XVI, o algo a medio camino entre las dos cosas. En el de 1997, Midgar era un símbolo: era la codicia y la imprudencia de una humanidad decadente que había descuidado su relación con el planeta e incluso con sus iguales, pero en la que aún podía florecer, en el lugar más insospechado, la esperanza y la vida. En el de 2020, Midgar es otra cosa. Se siente de otra manera. Se experimenta a otra velocidad. Es otra Midgar, definitivamente; conocido el símbolo, transitarla parece, como decía al principio, un sueño o una alucinación.

Es significativo que Final Fantasy VII Remake haya decidido marcarse a sí mismo con un palabro, remake, que lleva en el título como si fuera su rasgo más distintivo, cuando llegado al final de esta nueva historia quizá parece lo menos importante. Seguro que leeremos mucho sobre la manera en que Square Enix ha decidido cerrar este primer episodio de lo que será una historia contada a lo largo de varias entregas; lo que está claro es que la compañía japonesa sabe qué tiene entre manos, y en cierto momento de su tramo final Final Fantasy VII Remake se separa definitivamente del recuerdo que teníamos del original y remata de una manera inesperada; hiperbólica y enrevesada, como quizá esperasen quienes hayan seguido de cerca (con pasión o con sudores fríos) el trabajo del director Tetsuya Nomura, pero sobre todo inesperada, dejando el terreno abonado para, más allá de Midgar, crear caminos nuevos en lugar de seguir los que le vinieron prefijados. No sabría decir si Final Fantasy VII Remake será una experiencia igual de alucinante para todo el mundo, sobre todo para quienes no tengan en mente el material original o no compartan los fuertes sentimientos que todavía hoy despierta en mucha gente el de la primera PlayStation, pero lo que está claro es que hemos visto pocos remakestan iconoclastas y ambiciosos como este; la espera ha merecido la pena, aunque ahora tengamos por delante una espera más.

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