Análisis de Gone Home

Una vez, cuando tenía diez años, invité a venir a casa a otro niño que conocía desde hacía poco de una actividad extraescolar. Dejamos las mochilas en el salón, le enseñé mi cuarto y en dos minutos ya estábamos sentados en el suelo haciendo chocar violentamente muñecos de Masters del Universo e imitando los diálogos de la serie de dibujos. Mi madre tardó poco en presentarse con la merienda en una bandeja y nos pidió que nos portáramos bien mientras ella salía a hacer unos recados. Asentimos sin mirar, sin interrumpir ese trance en el que entran los críos cuando juegan de verdad. Y entonces algo pasó. Oímos cerrarse la puerta de casa y mi nuevo amigo pareció desconectarse de golpe de nuestra Matrix lúdica particular. Se puso en pie y se dirigió al dormitorio de mis padres. No sabía cómo reaccionar mientras le observaba abriendo cajones uno tras otro, revolviendo su contenido y mirando el interior del armario, hasta que al levantar una caja de zapatos le vi mirar fijamente lo que había dentro, con la sonrisa de quien ha encontrado lo que buscaba.

Enfermeras cachondas 3 no se parecía mucho a las cintas VHS que teníamos en el salón, y la mujer rubia con el pelo cardado, la entrepierna cubierta de pelo y aquel sombrerito blanco con una cruz roja parecía tener un poder de atracción enorme, muy superior al de la cara de Warwick Davis en la portada de Willow o el brillante dedo de E.T. el extraterrestre. Pero lo que de verdad me sacudió el estómago, más que ver a una señora en cueros, fue descubrir que mi padre tenía un lado que yo no conocía. Acababa de descubrir otra dimensión de su personalidad, y aquello significaba que mi padre podía ser muchas otras cosas que yo ni siquiera era capaz de imaginar. La imagen plana de mi padre había escapado del lienzo de mis esquemas subdesarrollados, se había dotado a sí misma de volumen, de varias caras, y ahora era un poliedro. Un poliedro que veía porno.

Los objetos hablan de las personas y los contextos de esos objetos nos explican su historia. Esa es la premisa sobre la que nace Gone Home, la opera prima del pequeño estudio indie The Fullbright Company, y de ella se alimenta todo el potencial de su guion. Es la medianoche del 7 de junio de 1995 y Kaitlin Greenbriar vuelve a su ciudad natal en Boon County, Oregon, tras viajar unos meses por Europa. En este tiempo, su familia se ha mudado a una enorme casa en lo alto de una colina (la «psycho house», como la llaman los niños del pueblo) y cuando Kaitlin llega a casa se encuentra una nota de su hermana adolescente:

Así empieza una travesía de descubrimiento a través de una casa desierta, llena de cajas apiladas y muebles del antiguo propietario, rebosante de objetos, recuerdos, cartas y documentos que irán desvelando los rasgos de una familia entera, sus miedos, sus inquietudes, sus relaciones y también sus secretos.

Registrando todos los cajones y armarios de la casa de los Greenbriar no he encontrado películas sobre enfermeras ninfómanas e inyecciones metafóricas, pero sí otro tipo de pornografía: la pornografía de la intimidad ajena. Mi amigo de la infancia, además de curioso, era un jodido maleducado incapaz de controlar ese impulso que todos tenemos como lo es el chafardeo extremo. Necesitamos saber cosas de la gente, verles cuando creen estar solos, examinar sus pertenencias, compartir sus dramas, conocer sus recuerdos, asimilar sus alegrías —302 ediciones de Gran Hermano, sin contar derivados y plagios, en casi un centenar de países a lo largo de 14 años me dan la razón— y los objetos son solo una vía más para conseguirlo. Nos gusta hallar cosas y descubrir que hay una historia detrás, y esto es un hecho.

Gone Home no solo dispone una historia de varias cabezas y un entorno extremadamente detallado que invita al fisgoneo más exhaustivo y preciso, sino que además lo hace con una ambientación llena de tensión y e incertidumbre. La tormenta que arrecia en todo momento, las puertas cerradas con llave, mensajes extraños en el contestador, las habitaciones completamente a oscuras, los televisores encendidos, los armarios entreabiertos… Por momentos el juego se atreve a coquetear con el suspense clásico, el de los cuentos góticos con desvanes polvorientos, maderas que crujen de madrugada y hasta alguna triquiñuela simpática para que pensemos en lo truculento. El guion funciona en perfecta sintonía con la voluntad estática de un escenario que nos somete a la exploración como jugadores y nos mece en la intriga y la inmersión como seres humanos.

Gone Home sabe llevarnos de un lugar a otro sin tener que llevarnos físicamente, sino siendo nosotros quienes avanzamos por su tejido narrativo, de estancia en estancia. Recorriendo sus pasillos y leyendo sus misivas esbozamos nuestras propias expectativas argumentales y el juego parece saberlo, guiándonos en direcciones de las que él ya conoce el destino. De nuevo, él sabe de nuestras capacidades para desentrañar historias de ficción mucho antes del final, conoce nuestro dominio casi inconsciente de los clichés y las convenciones, y juguetea con ello, dejando entrever cosas que no son, desmintiendo cosas que creíamos evidentes, y demostrando en forma y contenido una madurez narrativa insultante.