Dos géneros: por un lado, los deckbuilders, esos juegos de cartas en los que debes aprender a usar bien las cartas que van cayendo en tu mano, por lo general desde un mazo que has preconfigurado o vas configurando sobre la marcha; por otro, los bullet hell, juegos de habilidad en los que tienes que evitar los ataques enemigos mientras esquivas las oleadas de balas que van en tu dirección, siempre a pocos píxeles de una muerte segura y horrible. Son dos géneros que están tan lejos el uno del otro como pueden estarlo: uno es cerebral y pausado, con turnos bien definidos en los que puedes tomarte (más o menos) el tiempo que quieras para elegir qué jugar y definir la estrategia que vas a desplegar en lo que queda de partida; el otro es frenético y agresivo, con hordas de enemigos que avanzan hacia ti y te acribillan mientras el scroll avanza sin que tú puedas hacer nada para detenerlo. La combinación de dos géneros tan dispares parece imposible, pero eso es justo lo que ha hecho torcado con Heck Deck.
Las mezclas imposibles eran precisamente el tema de la Ludum Dare 41, la game jam en la que nació el primer prototipo de Heck Deck. No pasó desapercibido (se llevó el primer puesto en innovación, el tercero en tema y diversión y el quinto en el ranking general), y quizá por eso torcado decidió apostar por el proyecto y convertirlo en un juego comercial; tres años después, Heck Deck ha llegado a Steam y móviles, expandido y pulido pero sin perder la excentricidad de su inusual mezcla de géneros.
Obviamente, las mezclas imposibles son imposibles porque nunca deja de existir en ellas una fricción, mayor o menor, o una resistencia que nos hace verlas como tal; de lo contrario, simplemente serían mezclas. Es en el ingenio con el que Heck Deck navega sus propias contradicciones donde está su mayor interés. El frenesí de los imparables bullet hell se junta aquí con el reposo de los juegos de cartas a través de un trampantojo de turnos: el tiempo solo avanza cuando tú te mueves, y, así, cuando juegas una carta tu propio avatar es el que tiene un tiempo de enfriamiento hasta que puedes jugar la siguiente, menor en las cartas de ataque y más pronunciado en las de vida. Las hay de más tipos, pero esos dos son los fundamentales: las de ataque se juegan para lanzar distintos tipos de disparo con los que eliminar a los enemigos, mientras que las de vida reponen corazones en nuestro medidor de salud. Es crucial gestionar bien la salud, porque conseguir cartas implica perder vida: en vez de balas en un sentido más tradicional, los enemigo disparan cartas contra las que debemos abalanzarnos para añadirlas a nuestra mano; un paso en falso en el momento equivocado puede llevarte a un callejón sin salida en el que, con el tiempo parado, ves cómo en cuanto te muevas vas a comerte una carta que te va a matar por haber calculado mal tus siguientes movimientos.
Todas las piezas están bien dispuestas para crear una combinación muy estimulante de mecánicas que parecen radicalmente incompatibles entre sí: a medida que avanzas y la complejidad de los enemigos aumenta, más importancia ganan tanto la planificación a varios «turnos» vista como la habilidad a la hora de esquivar las balas/cartas que te disparan, y más gracia tienen los guiños a ambos géneros (por ejemplo, hay una carta que es una bomba, y que no daña a los enemigos sino a otras cartas, igual que las bombas en los shmups cancelan las balas). Sin embargo, personalmente no he podido ir más allá de esa fricción entre géneros, y por eso creo que he disfrutado Heck Deck de una forma mucho más fría de lo que me habría gustado. Su brevedad juega a su favor —y nunca sugiere siquiera una profundidad o amplitud mayor de la que ofrece; otro punto para él—, y saber simplemente que existe algo así me alegra; creo que puede encontrar su público en quienes gustamos de los experimentos y las rarezas, pero más allá de eso no revela nada nuevo ni llega a ningún hallazgo particularmente interesante.
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pero qué locura es esta Yusep?!