La supervivencia es una respuesta útil a corto plazo. En determinados contextos, cuando todo es cuestión de vida o muerte, no hay espacio para pensar en otra cosa; pero una vez asegurada, cuando el peligro desaparece, surge una nueva cuestión: ¿y ahora qué? Sobrevivir es necesario, pero vivir es lo que permite que la humanidad vaya más allá.
En Estación once muestra cómo desaparece la civilización tal y como la conocemos después de que el mundo sea asolado por una gripe mortal. El viaje de Kirsten Raymonde, la protagonista, es una historia vehiculada a través de los lazos que fortalecen a la comunidad, por aquellos elementos que dotan de sentido a la civilización y, como guinda, por el efecto que tiene la cultura en la vida humana. Tras el impacto de la pandemia en el mundo de Estación once, la humanidad resurge, sigue adelante. Se adapta. Una vez que las necesidades básicas están cubiertas, cuando llenar el estómago ya no supone un problema, surge la necesidad de saciar otro apetito. Es justo ahí donde irrumpe el impulso humano de crear y compartir.
Kirsten pertenece a una compañía teatral errante, un grupo que se traslada a las distintas comunidades de supervivientes para enriquecer su rutina, para ampliar su mundo, para que aunque sea por un momento logren olvidarse del mañana y disfruten de vivir el presente. Esta actividad tan generosa choca con otra entidad anclada en el pasado y guiada por un egoísmo rampante: todo por la supervivencia; una comunidad distinta, centrada en aglutinar la cultura y reservarla para solo unos pocos, para su gente. Un enfoque que evidencia que no han entendido que vivir es mucho más que acumular productos culturales en una vitrina, que resulta una experiencia mucho más plena sumergirse en una obra de teatro, disfrutar de un banquete junto a los tuyos o poder compartir un cotilleo con un confidente.
Que la supervivencia sea prioritaria durante una pandemia es algo lógico, una respuesta muy humana. El viaje de Kirsten de hecho comenzó así, justo cuando «el mundo terminó», pertrechada junto a Jeevan y Frank para esquivar la muerte. No obstante, por lógica que fuera esta medida, la vida es mucho más que sobrevivir. Tarde o temprano hay que dejar de escapar y abrazar en su totalidad el ahora. Los personajes más felices, aquellos con una vida más plena, en Estación once son los que han aceptado el postapocalipsis, con sus ventajas y sus defectos, como su nueva realidad, ajena al pasado. Dejaron de buscar cómo volver a lo anterior para construir algo nuevo. Se adaptaron a una nueva forma de vida para poder disfrutar de lo que estaba a su alcance. Sin embargo, Nikos, el protagonista de Highwater, no comulga con esta idea; harto de sobrevivir en un lugar cada vez más inhabitable por la escasez de recursos y los conflictos entre distintas facciones, decide hacer caso a los rumores sobre los cohetes que pondrán rumbo a Marte y emprende un viaje motivado por el afán de supervivencia.
Nada más comenzar el juego de Demagog Studio se presentan estas dos decisiones por parte de los desarrolladores serbios: frente al oscuro y decadente mundo postapocalíptico que inunda nuestro imaginario, una serie de escenarios coloridos cuya atmósfera se puede considerar agradable; frente la adaptación de quienes conocieron la realidad previa al desastre y la naturalidad con la que se desarrollan las nuevas generaciones, un protagonista que piensa en huir pese a que voces cercanas le repiten constantemente que la vida consiste en algo más que sobrevivir. Durante su viaje Nikos se encuentra con numerosos ejemplos de ello; incluso cuando todo parece destinado a terminar, hay espacio para celebrar una boda con tus seres queridos o dar rienda suelta a la estrella musical que llevas dentro.
Ese concierto en mitad del vasto océano no es —ni mucho menos— la única aparición de la cultura en este mundo inundado. Los personajes charlan sobre platos como el goulash, típico en Europa del Este, o la musaka griega; en un afamado local de la autovía acuática los parroquianos se reúnen para asistir al concierto de una vocalista y su gato; en uno de los otrora anuncios de carretera se preguntan si los videojuegos son arte —ni en el fin de los tiempos desaparecerá esta cuestión—, incluso el fútbol aparece como artefacto cultural estrechamente vinculado con un par de personajes. La literatura y el cine gozan de mayor protagonismo en Highwater. Aquel jugador que no se apremie por completar la historia principal, quien apueste por la exploración de las islas marcadas como paradas secundarias, encontrará distintos premios a su curiosidad: potenciadores para el combate, periódicos que relatan lo sucedido —difícil no pensar en sátiras como No mires arriba ante titulares tan demenciales como plausibles— y libros de todo tipo: arquitectura, poesía, antropología, o ciencia ficción.
Tienen interés en sí mismas las funciones de estos aspectos vinculados con la cultura, construcción del mundo, coleccionables que premian la falta de premura o conversaciones que enriquecen la trama, pero la forma en la que la cultura lo vehicula todo es aún más significativa. Todo el viaje a bordo de la embarcación de Nikos, una lancha anaranjada llamada Argo, transcurre con el fondo sonoro de las transmisiones de una radio pirata y su agradable selección musical, fiel compañera hasta alcanzar el destino final. Canciones que impulsan al navío, que enriquecen un trayecto que pronto deja de ser solitario según se incorporan al equipo nuevos personajes. El papel del cine es quizá el que genera mayor impacto, pese a su brevedad, pero comentarlo supondría un spoiler imperdonable. Basta con decir que se encuentra en una parte relacionada con la preservación.
Estos elementos tejen un trasfondo atractivo que Highwater sabe rellenar con una jugabilidad muy agradable y satisfactoria. Todo aquello que no sea una cinemática se puede dividir en dos partes: los desplazamientos sobre Argo o las zonas a pie que, cuando toca, se convierten en el escenario de un combate por turnos. La parte agradable corresponde al control de la embarcación, intuitivo y fácil de asimilar, nunca supone un obstáculo en el progreso de Nikos y compañía ni demanda una habilidad excelsa en la conducción. Sin embargo, el título de Demagog Studio no destaca por esto. La fluidez de la lancha convive con cierta rigidez, carece de tanta variación capaz de dotarla de profundidad como la que encontramos en juegos como Journey o Sable.
Pese a esta limitación, Highwater se las ingenia para dotar de significado estas fases marítimas. La navegación entre islotes se deja paso a largas travesías entre destinos una vez llegamos a mar abierto. La zona pobre, pese a las disputas y su falta de cohesión, refleja la cercanía entre la gente, pero cuando Nikos deja atrás la comunidad en la que creció y se dirige a la ciudad de los más pudientes se topa con la enorme brecha que separa ambas realidades. La distancia entre clases no se refleja con la verticalidad de Parásitos, sino con la horizontalidad de Rompenieves, cambiando el tren por leguas y leguas de aguas poco salubres. Una separación insalvable.
Es en la diversión que ofrecen sus combates donde el juego se puede permitir sacar pecho. Es curioso, pero durante los primeros compases del juego se sienten más como un obstáculo que frena el avance de Nikos; una vez pone pie en tierra todo lo que no sea cumplir una tarea o llegar a un nuevo destino parece una pérdida de tiempo. Por suerte, una vez aumenta el equipo protagonista, los combates crecen en número, en complejidad y en diversión. No es posible elegir la formación de hasta cuatro personajes, pero sí lo que hacer con cada uno de ellos en las dos fases que compone cada turno: desplazamiento por las casillas y acción de ataque. Los recursos son de lo más variopinto: armas capaces de mover al enemigo, ideal en escenarios con algún agujero por el que precipitarse; ataques que producen alteración de estado, como hemorragia, confusión o la imposibilidad de moverse durante un turno, por ejemplo; hackeo de unidades enemigas; captación de la atención de una de las amenazas del otro bando o, la habilidad más destructiva y útil del juego, la posibilidad de tener un turno extra tras eliminar a un enemigo. Esta «sed de sangre» es la habilidad de Josephine, una joven con acento francés y un brazo mecánico que posibilita salir indemne de la mayoría de los combates sin necesidad de recurrir a los limitados potenciadores que otorgan distintas mejoras.
Merece la pena parar el motor de Argo por un momento e insistir en que Highwater tiene combates realmente entretenidos. Una vez coge ritmo y deja atrás las etapas necesarias para el aprendizaje, se permite jugar con oleadas de enemigos, elementos interactuables decisivos para el desarrollo de una buena estrategia, diversas condiciones de victoria para elegir si conviene más lanzarse al ataque u optar por la huida, áreas específicas relacionadas con el escenario que suponen un cambio radical a todo plan previo o aliados ocasionales con sus propias habilidades y armamento. Puede que sobrevivir al combate sea el objetivo que enuncia el juego, pero se nota que el estudio ha centrado sus esfuerzos en que lo importante, lo que genere verdadero poso, sea vivirlo.
Una de las últimas paradas de Nikos y los suyos antes de conseguir su billete para abandonar su mundo es un transitado bar cuya clientela abandona sus diferencias en pos de disfrutar y desconectar. En este local se encuentra una de las herramientas más perversas del juego, directamente extraída del episodio de Black Mirror protagonizado por Daniel Kaluuya: un espacio con bicicletas estáticas donde la gente se sumerge en el universo de la realidad virtual mientras pedalea para generar electricidad para los de arriba. Mientras unos viven mejor, otros dejan atrás su vida para acceder a una más estimulante y menos problemática.
Es difícil saber si la nueva vida de Nikos y sus amigos lejos de la Tierra supondrá un final feliz para este joven. No cuesta tanto imaginar que aquellos que se han puesto a salvo terminarán por reproducir las mismas conductas que iniciaron el desastre, que en definitiva perpetuarán un sistema que les beneficia. La determinación del protagonista de Highwater es lícita, pero parece que la luz que su obcecación con abandonar el planeta le ha impedido ver que lo realmente importante ya estaba ahí: el cariño de la señora que le crió cuando sus padres murieron, los consejos del matrimonio que apuestan por disfrutar de aquello que han construido, los viajes junto a Argo que permitían que su comunidad prosperara o ese partido de fútbol que le prometió a Zlatan, uno de los huérfanos, y que ya nunca tendrá lugar.
No es un final feliz, tampoco lo necesita Highwater para ser un juego bien cuidado, entretenido y resultón. Puede parecer contradictorio, pero el título de Demagog se beneficia de este aroma agridulce. Ante el pesimismo que puede despertar la durísima supervivencia en un mundo injusto surge la perspectiva que se aferra a exprimir toda su belleza, conservar el motor que supone la cultura y disfrutar de los fuertes tejidos comunitarios. Adaptarse y así poder volver a vivir tras el desastre. Y no hay mejor forma de acompañar este mensaje que apostar por un juego entretenido en su combate y con tanto encanto en su totalidad. Un viaje fabuloso que se adapta a la perfección a lo que se puede esperar del catálogo de Netflix Games, con la duración justa para no empalagar ni saber a poco y una historia que se gana a pulso un hueco en nuestro imaginario. «Hay cosas más importantes que sobrevivir» y Nikos se topa con muchas de ellas a lo largo de su viaje. Un mensaje que podemos hacer nuestro y disfrutar así de los pequeños placeres del día a día, como descubrir juegos como Highwater y surcar sus llanuras saladas con la música de Radio Pirata como motor.
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Qué poquísimo me gustó Station eleven, ya lo siento. Supongo que no era para mí.
Pero por todo lo que cuentas de Highwater, este creo que sí me va a molar.
@hunter80
Ojalá te mole, la verdad. Me parece un jueguito bien agradable.
Lo jugué cuando salió, creo que fue casi a la vez que el Terra Nil y quizás por eso pasó injustamente desapercibido. Es verdad que la primera versión tenía algunos problemas técnicos, pero en cuanto lo parchearon lo disfrute muchísimo. Tanto los combates, como la estética, la crítica de la sociedad, y la estupenda MÚSICA.
@elyorch
Qué casualidad, justamente el Future Games Show ha abierto su conferencia con una actuación de una las estupendas canciones de este juego