Análisis de ICO & Shadow of the Colossus Classic HD

Lo intenté varias veces, pero fui incapaz de reseñar Shadow of the Colossus cuando se publicó en 2006. Escribir algo que le hiciera justicia no estaba dentro de mis posibilidades; me superaba. Supe conformarme con soltar cada poco que ese juego era lo mejor que se había hecho jamás, acepté que no sabía lo suficiente para exponer como quisiera el porqué.

Tres cuartos de lo mismo con otro juego: ICO. Tócate los cojones.

Ojalá pudiera decir hoy que eso ha cambiado, que en un lustro he adquirido experiencia suficiente como para subir de nivel y hablar sin problemas sobre todo aquello que convierte la obra del Team ICO en algo más que imprescindible. No es el caso, desgraciadamente, así que voy a pedir algo de ayuda.

Efectivamente, al título con el que Fumito Ueda nos puso a todos de rodillas le sobra todo eso, pero no le falta nada. La simplicidad es su respuesta a la necesidad de ser distinto, pues solo así puede contar lo que quiere, solo así puede ser un juego sobre la ingenuidad. No tiene más remedio que ser único y, Virgen Santa, vaya si lo es.

En ese mismo universo de fortalezas gigantes de piedra, maldiciones y espadas mágicas, cualquier otro nos habría puesto en la piel de un padre que va a rescatar a su hijo secuestrado. Y nos contaría por qué esos tíos enmascarados encierran en sarcófagos, «por el bien de la aldea», a los chavales que han tenido la desgracia de nacer cornudos; detallaría también la historia entre Yorda y la Reina, su madre, y usaría un flashback para mostrar el momento en que la segunda mete a su hija en una jaula y la deja ahí colgando. Pero eso sería lo fácil. En ICO somos el crío, que logra salir de lo que tendría que haber sido su tumba, porque alguien quiso que redescubriéramos los videojuegos. La inocente mirada de un niño entiende de bondad y de poco más, y por eso nos preocupa solo escapar del castillo con Yorda. No entendemos las causas ni podemos preocuparnos por las consecuencias.

Y por eso, cuando el juego se rompe en su tramo final ofrece una de las escenas más duras que recuerdo: al volver a la casilla de inicio se nos obliga crecer de golpe.

Entre esa parte y el principio se interponen un montón de estancias, palancas, cajas que se mueven y puertas que se abren con bombas. Mecánicas clásicas, vistas en otras aventuras y mazmorras, que proponen rompecabezas de solución poco rebuscada y que, sin embargo, se viven como nunca antes por varias razones. La relación del protagonista con su nueva amiga es claramente la más importante; solo nosotros podemos interactuar, saltar por voluntad propia y atizar con un palo a las sombras humanoides que pretenden llevarse a la muchacha. Nos encargamos, pues, de cuidar a una joven frágil y de pocas palabras —que además no entendemos— que casi siempre llevamos agarrada de la mano. El vínculo que se crea es absolutamente especial, tal vez por el carisma de los personajes, que parecen estar divirtiéndose por primera vez en demasiado tiempo cuando se sientan en el sofá de piedra para guardar partida y suena esa alegre melodía; tal vez por lo evocador de los paisajes, por el viento y los pájaros que se escuchan cuando no hay rastro de la maravillosa banda sonora.

Yorda lo tiene todo para ser un maldito incordio, pero ni por un segundo deja de ser todo lo contrario; tal es el cariño que se le coge que te sientes intranquilo cada vez que la dejas sola para pulsar un interruptor en la habitación contigua.

La otra genial peculiaridad es la práctica ausencia de progresión: ICO no aprende combos, ni encuentra anillos para absorber almas, ni cambia sus alpargatas por unas botas de doble salto. Todas sus poquísimas habilidades están disponibles desde el primer momento y no hay tutoriales que nos digan cómo usarlas; de nuevo, hay que expermientar y descubrir del mismo modo que lo haría un chaval.

Todo eso tiene mucho que ver con aquel fantástico diseño por sustracción marca de la casa que se lleva también a la parte técnica. La arquitectura repetitiva, la segmentación del mapa y la sobriedad visual permiten que el protagonismo recaiga en las fabulosas animaciones que dan vida a la parejita. La ejemplar dirección de arte se encarga del resto, de conseguir colar el verbo «transmitir» en cada uno de los textos sobre esta experiencia inolvidable.

Porque sí, en cierto modo ICO es ese juego que se atrevió a señalar en otra dirección, a empezar de cero, a demostrar que también a esto se juega con el corazón. Sí, ICO es ese juego.

Ueda y Kaido —Kenji, productor de ambos títulos— podrían estar fácilmente hablando de ese pájaro en las conclusiones de la presentación que antes enlazaba: «La «realidad» es resultado de una mayor calidad que genera inmersión.» Desde el segundo uno, con su solemne introducción, con su indescriptible banda sonora, con su iluminación que vino del futuro y con sus inteligentísimos, por no explícitos, puntos de unión con ICO, Shadow of the Colossus se obsesiona con llevarnos a su mundo. Lo intenta con humildad, sin renunciar a esa sencillez tan bien llevada, y por eso lo consigue a la perfección. Las palomas dan credibilidad a los valles, los templos y los puentes; los valles, los templos y los puentes dan vida a las palomas.

No queremos estar en otro sitio. En ese desierto, bajo ese cielo amarillento, es donde Mono, nuestra Mono, volverá a la vida si nos cobramos las de dieciséis espectaculares y verdaderamente enormes Colosos.

Ese es el trato, no hay más. Nada de enemigos «normales», nada de llaves y objetos especiales, ninguna sección de plataformeo a destacar. Debemos buscar, en orden, a esos gigantes repartidos por un mapa perfecto a nivel de diseño y hundir nuestra espada en sus puntos débiles tantas veces como sea necesario. Ninguna estocada será como las que habíamos hecho hasta entonces.

Shadow of the Colossus no huye de lo convencional con el mismo descaro que su predecesor. Es una aproximación atípica al videojuego clásico, parte estudio, parte experimento, que retuerce varios de sus elementos para que encajen en otra experiencia emocional a años luz de la mayoría. Algo así como la esferificación de Adrià, pero en bien. Las pantallas pasan a ser seres vivos, el control adquiere expresividad y queda al descubierto una forma tremendamente madura de entender el diseño.

Cada batalla es inolvidable y todas llegan justo cuando tocan para sacar el máximo partido a la personalidad del jefe y a la estrategia a seguir. El proceso es en el fondo repetitivo —solucionar el sutil rompecabezas que te permite empezar a escalar el Coloso y pinchar todas las marcas brillantes en su piel—, todos los enfrentamientos son únicos, intensos y emocionantes. El aire golpea con fuerza cuando estás agarrado a una ala gigante, cada caída se siente y el movimiento del suelo por un pisotón cercano es absolutamente real; el genial trabajo en físicas y animaciones es exageradamente rentable.

Y sin embargo, el mayor mérito del título está seguramente en otra parte. En el uso de la simbología, en la habilidad para usar cada mecánica como vínculo y para elaborar un impactante discurso sobre el sacrificio. Ueda soluciona lo de la moralidad sin sistemas, sin numeritos, sin rojo y sin azul; para hacer saltar la chispa de la reflexión solo necesita preparar para eso el juego entero. Y unos pocos acordes de Kow Otani, claro.

Heredado en parte de ICO —el mantener pulsado R1, el botón para llamar a Agro, en este caso—, el control de Wander es mucho más de lo que en un principio parece. Estas dos obras maestras lo son, en parte, por enseñar precisamente esa lección: el buen diseño es aquel que hace siempre lo que el jugador quiere, pero el diseño excepcional es el que pone por encima de todo lo demás las necesidades del propio juego.

Shadow of the Colossus es el mejor ejemplo de tantas cosas que es entre difícil y absurdo escribir sobre él. Hay que jugarlo. Perdón, hay que vivirlo.

Ah, sí, la remasterización. Filtrado de texturas para que duelan menos en alta definición, mejor sonido, 3D para quien lo quiera y, eso sí, 30 cuadros por segundos estables al cabalgar por ahí. Pero ni se han arreglado otros problemas como el cambio brusco en la calidad de las texturas, ni duró más de tres minutos la reunión en Bluepoint Games sobre los trofeos. Los pequeños retoques, como el contenido adicional, se agradecen pero no justifican la compra del recopilatorio si ya has disfrutado de las dos joyas que incluye en PS2. Coleccionismo y fanatismo más comprensible que nunca aparte, lógicamente.

Da igual. ICO y Shadow of the Colossus están absurdamente por encima de eso. Me parece imposible ver aquí cualquier cosa que no sea un Blu-ray con dos de los mejores juegos de —como mínimo— los últimos años. Debería entregarme a las autoridades o algo por el estilo si, después de tanto tiempo, acabara esto de otra forma. [10]