Análisis de Just Cause 4

Se suele decir que la generación anterior era el dominio del sandbox, del componente cabra, de las fantasías de poder sin límites, de la pandilocura y de la destrucción por el puro placer de destruir. El videojuego alcanzó un nuevo nivel de autoconsciencia que le permitió romper sus propias sus barreras abrazando el ridículo y presentando lo absurdo como un argumento perfectamente válido y legítimo. Así llegaron juegos como Saints Row o Just Cause, franquicias que echaban mano del dislate y la humillación a las leyes de la física y la balística para situar al jugador en una suerte de Chiquipark de las explosiones y los disparos. En el caso de la saga de Avalanche el título ha ido cambiando su sentido desde el Just Cause como «causa justa» (con un protagonista especialista en derrocar regímenes totalitarios) hasta el actual Just Cause 4, que parece más cercano en su traducción a «just ‘cause» o «porque sí», porque puedo, por los loles. La cuarta aventura profesional de Rico Rodríguez es un nuevo canto, quizá el último de todos, al arte de liarla.

Algo que sí es signo de los tiempos es el hecho de que Just Cause 4 se vea amarrado a la obligación iterar siempre hacia arriba: un número más después del título debe significar por fuerza más grande, más cantidad, más fuerte. El compromiso tácito contraído por la saga le empuja al incremento o plantea cualquier posibilidad de desescalar como un fracaso y una concesión en términos absolutos. Por eso después de destrozarlo todo en su Medici natal durante Just Cause 3, Rico se asoma ahora a Solís (un país sudamericano ficticio) con la amenaza añadida de un clima fuertemente hostil. Tornados, tormentas de arena, ventiscas y huracanes forman ahora parte del entorno y de las circunstancia en las que debe trabajar Rico, porque cuando has agotado todo despliegue armamentístico en anteriores juegos y ya no quedan fuegos de artificio que superen lo ya visto, solo los más virulentos coletazos de la cólera de Dios pueden suponer un estímulo nuevo.

Es inexplicable que la dirección del juego no aproveche el potencial de los elementos que tiene a su disposición, que no haga uso intensivo de sus mejores argumentos; que haya que ignorarlo para poder disfrutarlo.

Si al principio de esta crítica situaba ese caldo de cultivo nihilista en la anterior generación de consolas es porque los grandes éxitos de la actual han pasado página y exploran de otros temas distintos (la inmersión, las relaciones, la progresión, la cooperación, la exploración…), y eso se nota especialmente jugando a un Just Cause 4 que, desde el primer minuto de juego, parece formar parte del pasado. No hablo de desfase técnico o de caducidad de su tono: es que se trata de un juego que se ha quedado solo en su defensa acomodada del festival de plomo y combustible, o al menos en el hecho celebrarlo sin implicarse del todo en esa causa a la que alude. Diría que Just Cause 4 se siente más desubicado que anticuado, que nos habla en un lenguaje que ya no parece tan directo y se expresa en términos que se le hacen a uno ajenos. Just Cause 4 es ese amigo que quería seguir jugando a chocar muñecos de plástico cuando tú ya tanteabas tus primeros RPGs, que te proponía bajar al parque a fumar porros cuando tú ya estabas casado y jugabas con tus hijos y que ahora te habla del deportivo amarillo que le gustaría comprarse cuando tú estás pensando en hipotecarte por segunda vez. El problema de Just Cause 4 no es que no sea divertido: es que solo entiende la diversión a su manera. [6]