Análisis de Mad Max

Durante el primer tercio de Mad Max: Fury Road, el personaje de Tom Hardy era amordazado y colgado de un poste frente al capó de uno de los carros de guerra comandados por Immortan Joe. Las manos a la espalda, la boca tapada y el cuerpo inclinado hacia delante sobre un coche a toda velocidad, en plena batalla con explosiones, fogonazos, disparos y máquinas volando por los aires. Un espectador de lujo frente a unos fuegos artificiales de chaladura, violencia y muerte.

La cinta de George Miller tenía pocas cosas en común con su trilogía original, pero compartía lo fundamental: la utilización del propio Max Rockatansky como un mero vehículo narrativo, el vagón de una atracción de parque temático que nos transportaba a un postapocalipsis polvoriento, una sociedad enajenada y unos valores que se han ido a tomar por culo a la mínima que la civilización ha trastabillado, fruto de algún arranque de locura nuclear. What a mess we made when it all went wrong, nos cantaría Hideo Kojima. Max se convertía en nuestra prolongación dentro de ese universo completamente chiflado, y a través de sus ojos contemplábamos el nuevo orden de la gasolina y la sangre, una regresión grotesca hacia el tribalismo más salvaje: clanes de niños que habían desarrollado una mitología propia, arenas de combate, ciudadelas gobernadas por dictadores deformes, supervivientes que vivían enterrados en las dunas como roedores, y toda una nueva escala de prioridades en la que el combustible había adelantado por la derecha al respeto a la vida.

Tratándose de un juego de mundo abierto, Mad Max tenía un universo plagado de posibilidades, un trastero referencial del que sacar cientos de miles e ideas, de combinarlas entre ellas para aportar nuevos delirios a la imaginería polvorienta de la franquicia o incluso de aportar su granito de arena, casi literal, a un desierto de es en realidad una jungla sin palmeras. El juego de Avalanche, tan empapados en cocaína y gasoil como se muestran en juegos como Just Cause, ha pecado esta vez timidez, de poca ambición y de una decepcionante inseguridad creativa.

Un mapa de gran tamaño lleno de iconos de colores a los que acudir para hacerlos desaparecer. Tareas repetitivas e insustanciales, como derribar unas torres a modo de espantapájaros para reducir la influencia de un clan, desactivar minas o despejar campamentos enemigos y desvalijar sus recursos. Es un juego que no sabe cómo plantearnos lo que debemos hacer desde el mismo arranque: la misión de Mad Max en toda esta aventura es, sencillamente, cruzar el mapa para llegar al extremo opuesto. Ir del punto A al punto B, la premisa más antigua de la historia de nuestro medio. Y eso no sería un problema de no ser porque las toneladas de cosas que hacer están propuestas de la misma manera, sin ningún sentido, sin más estímulo que el de recorrer carreteras con nuestro Magnum Opus personalizado e ir limpiando áreas del mapa hasta que no queden iconos. Tareas que solo son divertidas en la misma medida en que la propia mecánica apela a cada uno, pero no porque estén bien integradas en el mundo de Mad Max ni se sientan como algo orgánico en la experiencia.

La gestión de habilidades de Max es algo confusa y lineal. Hay dos árboles de progresión distintos, uno para movimientos en combate o equipo y otro para talentos pasivos, y funcionan con divisas distintas: chatarra que recolectamos por el escenario y una suerte de fichas que nos entregan al superar ciertos retos como matar a diez enemigos con cuchillo o destruir cinco coches de cierto clan. Pero en ningún momento proporciona algún tipo de satisfacción o sensación de progresión, algo que sí han conseguido con el coche: el personalizable Magnum Opus (con arpón, cañón, lanzallamas o un rifle de francotirador, amén de modificaciones de la carrocería tanto estéticas como funcionales), los modelos especiales llamados Arcángeles que podemos desbloquear o los vehículos enemigos que podemos robar y añadir a nuestro catálogo de máquinas aportan la capa más afrodisíaca del juego junto a los combates en rutas de convoy, quizá lo único que recuerda a las bondades de Fury Road. Eso, y puede que también el fervor religioso de Chumbucket, nuestro mecánico de abordo que es una especie de Igor desfigurado que rinde devoción a la presunta santidad de El Conductor, Max, enmarcado en un culto mecanófilo delirante. Quizá el único atisbo de salseo sociológico que Avalanche se ha atrevido a paladear.

En cuanto Max se baja del coche, el héroe de la carretera deja de serlo y se convierte en un tipo corriente. Los recorridos por las bases enemigas son un intento demasiado desesperado de parecerse a Sombras de Mordor y el combate es una versión minimizada y exánime del sistema de hostias encadenadas y rítmicas de los Batman de Rocksteady. Ni la sincronización en este vals violento es la misma, ni su contundencia, ni la variedad de gadgets e instrumentos acompaña, ni la cámara sabe cómo acoger toda la acción en pantalla. Quizá Max no sea un asesino experto en artes marciales y lo justo es que se lleve más de una galleta fuerte en los enfrentamientos, pero la manera en que el juego ha buscado transmitir esa naturaleza de superviviente mundano y vulnerable no ha sido la mejor.