Análisis de Night in the Woods

Night In the Woods es una historia de fantasmas. O, mejor dicho: es, al mismo tiempo, TODAS las historias de fantasmas que se han contado nunca. Antes de jugarlo estaba convencido de que se trataba de un videojuego sobre la angustia adolescente, los traumas más o menos severos (depende de cada cual) de la transición a la vida adulta y sobre ese nudito en el estómago que brota cuando has de volver a tu pueblo natal tras una aventura fracasada en la gran ciudad. En la página web del juego, incluso, destacan el fragmento de una crítica de Kill Screen que dice algo así como «comienza donde Gone Home termina» y, claro, me fui pintando el cuadro. La buena noticia: Night In the Woods toca todos estos palos mejor que casi ningún otro. La mejor noticia: son apenas unas pocas caras de una figura geométrica mucho más compleja de lo que esperaba en un primer momento. Hacedme caso: va sobre fantasmas. 

Este nuevo éxito del micromecenazgo se presenta como una antología de lo espectral recitada con la cadencia desapasionada de un post-adolescente aburrido y con la dicción pastosa de los cinco minutos posteriores a una siesta demasiado larga. Es un catálogo sorprendentemente rico de las distintas fuerzas invisibles (aunque no por ello menos reales o poderosas) que nos persiguen, zarandean y atormentan en cada minuto de nuestras vidas. En Night In the Woods los fantasmas ululan en todas las tonalidades que puedas imaginarte: están, claro, los espíritus flotantes que asustan a jóvenes curiosos, así como figuras disfrazadas que observan por las ventanas de caserones siniestros. Pero las fuerzas fantasmales con mayor capacidad para operar sobre la vida de los protagonistas son aquellas que no se concretan en ninguna figura física, sino que se expresan como el recuerdo de un abuelo muerto, como la inevitabilidad de una ruptura sentimental, en la fantasía vaporosa de una vida mejor o en la sombra de la enfermedad mental. En definitiva, en la sensación (algo menos que una certeza, algo más que una sospecha) de que no son ellos quienes llevan las riendas de su vida y de que cada paso dado no es más que la suma de años de historia y cientos de inercias heredadas sobre la que ellos no tienen ni voz ni voto.

En el centro de Night In the Woods está Possum Springs, un pequeño pueblo que, como los fantasmas, es puro pasado y 0% futuro. En los buenos viejos tiempos fue una próspera población que creció al calor del trabajo y la riqueza generada por las minas de cobre cercanas; hoy es un dinosaurio moribundo. En su urbanismo todavía se puede leer algo del antiguo pulso de la ciudad, pero cualquier opulencia ha quedado ahogada por un skyline de edificios en ruinas, locales cerrados y centros comerciales abandonados. Hubo un tiempo en que la carretera principal pasaba por el pueblo. La gente iba y venía. Pero desde que construyeron la extensión de la autopista apenas se acerca alguien en autobús. Una vez cerrada la mina, el pueblo perdió su propósito y, como otros tantos pequeños pueblos en la era post-industrial, se fue quedando hueco.

A medida que jugamos y hablamos con los vecinos que quedan, adivinamos que mientras la ciudad declinaba, las historias de muertes prematuras, ataques de ansiedad, desahucios, malos tratos infantiles y otras desgracias que se suelen disparan con la pobreza, crecieron de forma exponencial. En medio de una crisis de confianza y autoestima, abandonados por las instituciones (una delegación de la seguridad social a la que no podemos acceder y una iglesia incapaz de ayudar a los necesitados) la ciudad fue hundiéndose en la misma depresión colectiva que a otros les ha llevado a desear hacer América grande de nuevo o a votar leave. Porque, en fin, a estas alturas ¿qué hay que perder? En el momento en el que se desarrolla Night In the Woods, Possum Spring hace tiempo que abrazó a su propio monstruo y, como te puedes imaginar, tampoco nada salió como se esperaba.

A golpe de fantasma, sueño premonitorio y visiones quiméricas, Night In the Woods va pintando un asfixiante fresco sobre los traumas colectivos de las clases más golpeadas por la desindustrialización. Si lo logra es, también, gracias a su capacidad para inyectar humanidad en un relato capaz de emocionar sin recurrir a grandes aspavientos. Llegar a la Gran Imagen a través de lo íntimo. Los personajes que entran y salen del juego están dibujados con un mimo infinito y bien sabe dios que ya amo a muchos de ellos. Poseen más texturas, dimensiones y capas de las que estás acostumbrados a ver —incluso si lo valoramos dentro del contexto de juegos indies similares— y se expresan con la misma naturalidad que tu grupo de amistades un sábado por la noche. Es maravilloso ver como chorrada a chorrada, comentario idiota a comentario idiota, el juego va cosiendo un relato cada vez más complejo. De manera individual, cada línea de diálogo encerrada en un globo de texto (animado con particular encanto) puede parecer una nadería completamente vacía, pero cuando se ponen una al lado de la otra se van cargando de sentido. Aquí hay un hermoso trabajo de guion, claro. La escritura ha ido poco a poco cocinando estados de ánimos, construyendo un discurso, trabajando junto con el apartado artístico para dar forma a algunas de las metáforas más elaboradas que hayas visto últimamente en tu biblioteca de Steam. Para cuando te quieres dar cuenta, *PUM*, te ha explotado en la cara.