Análisis de No Man’s Sky

El 22 de marzo de 1995 aterrizaba en pleno corazón de Kazajistán la Soyuz TM-20 que devolvía por fin a la Tierra al astronauta ruso Valeri Polyakov después de 437 días y 17 horas viviendo en la estación Mir. Polyakov estableció aquel día un récord de estancia fuera del planeta que dos décadas después no solo no ha sido superado sino que la comunidad científica contempla como casi inabarcable. Scott Kelly, el famoso astronauta que da charlas TED y es considerado un héroe nacional, volvió al planeta Tierra el pasado mes de marzo dejando el récord estadounidense en 340 días.

Múltiples estudios demuestran que los primeros seis meses en gravedad cero pueden provocar daños muy severos en el organismo humano; el fruto de miles de años de selección, sufrimiento y adaptación a las condiciones concretas de nuestro planeta no son algo que pueda cambiarse así como así. En el espacio, y eso sin ni siquiera tener en cuenta temas como la radiación que proporcionan los rayos cósmicos o los eventos solares, la gravedad cero hace que los músculos se atrofien y que la densidad ósea empiece a descender rápidamente, a una media de un 1% al mes (doce veces la pérdida habitual en un anciano), y ese calcio —que se pierde para siempre, no es posible recuperar la fortaleza de los huesos— se va filtrando a los riñones multiplicando el volumen de trabajo diario del sistema y aumentando el riesgo de cálculos renales y fallos generalizados del riñón. El flujo interior del cuerpo se altera completamente, y es habitual que los astronautas sufran terribles cefaleas y pérdidas de visión debido a la presión de los líquidos del organismo en su cerebro, problemas que se unen a los habituales estados de ansiedad inducidos por la sensación de monotonía, aislamiento y desorientación. Antes de que se estudiara tan a fondo la alteración del cuerpo en el entorno espacial, la mayoría de astronautas caían en la depresión, el alcoholismo y la asociabilidad poco después de regresar a la Tierra.

Desde luego, el cielo no parece un lugar para el hombre.

La traducción más correcta de No Man’s Sky, no obstante, da por superados esos límites físicos que ahora mismo siguen sin resolver —los primeros viajes para establecer una colonia en Marte están planeados para la primavera de 2026, y la frontera de momento parece más fisiológica que astrofísica— y se resume en una expresión que en español sería algo así como «el cielo no es de nadie». Es una frase sobre la que Hello Games ha ido edificando una serie de ideas y conceptos cada vez más ambiciosos, con un objetivo que el propio Sean Murray ha comparado alguna vez con adentrarse en las portadas de ediciones de los años setenta de libros de ciencia ficción. La exploración de paisajes de colores imposibles, poblados de criaturas raras y desconocidas y formaciones rocosas retorcidas y majestuosas.

Hay cientos de películas, libros y videojuegos con la misma propuesta contemplativa, pero lo que prometía hacer diferente a No Man’s Sky es la capacidad de saltar de un mundo a otro de forma sencilla, rápida y sobre todo libre. El nivel de autonomía que nos arroja el juego a la cara es solo comparable al sentimiento de soledad que busca plasmar, y la manera en que pone todo su esfuerzo en evitar cualquier tipo de transición al salir o entrar en una atmósfera es sencillamente una locura técnica, una improbable obra de ingeniería, un truco de magia al que no se le ven los resortes. Es algo tan impactante que da la impresión de que cualquier juego espacial que no consiga hacer algo parecido en el futuro estará haciendo el ridículo sin paliativos. Que después de esto ya no hay vuelta atrás.

Pero No Man’s Sky tiene la intención de que el acto de explorar no sea una simple emulación, una reproducción simplificada del verbo. Sus centenares de miles de estrellas están literalmente por colonizar, las formaciones planetarias se generaron según un Big Bang planificado sobre alguna ecuación en un ordenador, pero nadie las ha visto, así que el descubrimiento es siempre auténtico. La magia de lo procedimental ha llevado al videojuego lo que hasta ahora parecía inalcanzable para todos los medios audiovisuales: la existencia de lugares que nadie ha levantado, que ningún ingeniero ha moldeado y cubierto de elementos a la espera de que nos impresione. Si hasta ahora sabíamos que al entrar en una estancia en cualquier videojuego antes había pasado por allí un equipo de decoradores y limpiadores para dejarlo todo perfecto para nuestra visita, ahora podemos abrir puertas que nadie ha tocado jamás. Y esa inmensidad cegadora, esa especie de abismo filosófico, está siempre presente en nuestras excursiones a lo ancho de No Man’s Sky.

La naturaleza poco común del juego de Hello Games nos ha tenido en vilo durante mucho tiempo, con una sensación generalizada y muy poco habitual en videojuegos: nadie estaba del todo seguro de qué se iba a encontrar cuando entrase en el universo de No Man’s Sky. Había miedos e inseguridades sobre si sería algo demasiado abstracto o si habría trampa y al final sería lo de siempre con un barniz existencialista y grandilocuente. A estas alturas creo que se puede afirmar que no es ni una cosa ni la otra, pero tiene un poco de las dos.

Las promesas originales esenciales se cumplieron, pero en el fondo de nuestra alma todos sabíamos que aquella propuesta de aires espirituales emparentada de algún modo con Journey (de hecho el modo con objetivos lleva por nombre Modo Viaje) no se correspondía con los sonoros bufidos de la maquinaria publicitaria que Sony había cultivado alrededor del juego, que una idea así no tenía el carácter comercial como para llegar a la cantidad de público a la que aspiraba. Quizá ahí nacieron los grandes problemas de No Man’s Sky, la concesiones y pequeñas rendiciones que han terminado por emborronar lo que pudo ser una experiencia inolvidable.

El combate a pie es posiblemente el añadido con menos sentido del juego, y en cada interacción que tenemos con el acto mismo de disparar nos revela la sensación inequívoca de que aquello allí no pinta nada, que no es divertido y que no pertenece a su propio contexto. Las llamadas dogfights a bordo de la nave sí funcionan con mucha más fluidez, quizá porque fue uno de los puntos del decálogo seminal del proyecto, porque a sus autores les apetecía incluirlo desde el primer día. Pero quizá lo más descorazonador es la mecánica de supervivencia que No Man’s Sky pone sobre la mesa para hacer que nos movamos. Es la misma estructura que otros tantos survival utilizan como método para vertebrar el comportamiento del jugador, una serie de barritas que mantener llenas a base de extraer minerales, una eterna preocupación por mantener el inventario organizado y con espacios libres y una tendencia que es un problema endémico de este género: la impresión, tras varias docenas de horas de partida acumulando recursos y crafteando artefactos, de que estamos trabajando y no jugando.