A la memoria de Fran Pinto, nuestro pinjed, que habría disfrutado este juego más que cualquiera de nosotros.
La primera vez que escuché sobre la existencia del surströmming fue en un sketch cómico de una visual novel que se desbloqueaba tras completar el juego. En él, los personajes debatían en tono desenfadado sobre cuál es la receta —que fuese realmente comestible— más desagradable del planeta. Tras barajar varias opciones, aparece un personaje que abre una lata cuyo hedor es tan repulsivo que provoca arcadas en el resto de personajes. El surströmming, o arenque fermentado, es una forma de preparar este pescado consistente, básicamente, en enlatarlo y dejar que se pudra de tal forma que se conserve comestible sin llegar alcanzar la putrefacción total. Si uno busca por internet, es tan fácil encontrar vídeos de gente aguantándose las ganas de vomitar ante una lata de este peculiar alimento, como de especialistas gastronómicos considerándolo un auténtico manjar.
No soy demasiado quisquilloso con la comida, la verdad, pero creo que si me pusieran en la tesitura, no creo que me atreviese a probar esta peculiar delicatessen. Para todo lo relativo a la cultura, sin embargo, me pasa todo lo contrario, siempre he sentido una atracción especial por los sabores fuertes. Películas como Inland Empire, Koyaanisqatsi, Holy Motors o Enter the Void me dicen mucho más que otras más convencionales. Mi apetito por los videojuegos extraños me ha llevado a desenterrar auténticos tesoros, y quizá una de mis mayores penas en el clima que se respira en el mainstream actual sea lo dócil y lo ordinario que se han vuelto la mayoría de propuestas. No solo en lo que respecta a los juegos en sí, a sus mecánicas o la manera de desarollarlas, sino incluso más allá: en esa especie de actitud servil que evoca aquello de «el cliente siempre tiene la razón», que toma forma en ese temor a perder al jugador y hacer todo lo posible por adaptarse al umbral de atención más bajo por la vía del sobreestímulo y la zanahoria danzando colgada al palo. La tiranía del engagement nos ha llevado a un panorama donde existe muchísimo miedo, no a innovar (se innova mucho y muy bien, diría), sino a hacerlo de manera demasiado agresiva, violentando códigos fundamentales o prescindiendo de una serie de lugares comunes y espacios seguros que, a nivel teórico, acotan de manera decisiva cómo se diseña, lo que puede o no hacer un juego.
Scorn no es así. Scorn es el equivalente lúdico del surströmming. Primero por supuesto está la estética, de la que es importantísimo hablar porque define de manera transversal toda la propuesta, desde la mera presentación, a la mayoría de pilares temáticos y motivos visuales y estilísticos. Scorn nace de una idea central meridianamente clara: ofrecer la oportunidad de jugar en un libro de ilustraciones firmado a medias entre H.R. Giger y Zdzisław Beksiński. Como artistas enfocados principalmente en lo visual, su propuesta podría haberse planteado como un mero transplante de ideas o motivos superficiales, pero Scorn no es eso, o no solamente. La idea del juego pasa más bien por querer trasladar el trabajo de estos autores a nivel experiencial, respondiendo a una serie de preguntas como: ¿Cómo sería poder estar, habitar y respirar en los mundos retratados por estos autores? ¿Cómo se podría reducir la distancia que media entre las sensaciones que evocan sus cuadros aprovechándose de la respuesta táctil, visual y sonora que ofrece un videojuego? ¿Qué mecánicas debería tener una ilustración de Giger, o un cuadro de Beksiński, cuál es el lenguaje que debería tener un videojuego así?
Esto tiene ramificaciones obvias —mecánicas, temáticas, tonales— pero también más sutiles. El trabajo de Giger y Beksiński y las sensaciones de perturbadora fascinación que evocan sus trabajos son la razón de ser de todo el juego y configuran su lógica a nivel interno y estructural. Scorn es un juego de, con y también sobre el body horror. La violencia gráfica y las imaginería retorcida e inquietante son tanto el medio como el fin del propio juego. Scorn es, ante todo, un videojuego que habla sobre la alienación, usando la alienación como arma. Esto se traduce, por ejemplo, en una interfaz mínima, que trata de ocultarse y robar el mínimo protagonismo posible a la dirección de arte en todo momento. También en una falta de contexto, de explicaciones y tutoriales, pero también de diálogos, con una narrativa que renuncia de manera total a la expresión verbal y explícita más allá del menú principal. El ensayo y error, la desorientación y la sensación de confusión atraviesan la duración íntegra del juego. Incluso el propio ritmo al que se introducen las mecánicas y los motivos jugables es extremadamente anómalo: el juego arranca con un segmento que ocupa todo el primer tercio del juego en el que no hay enemigos ni amenazas claras, mostrando cierta adyacencia al walking simulator y evocando el legado de juegos como Myst, donde la soledad y el misterio tienen el protagonismo. Esto ofusca de manera muy deliberada varios de los pilares de diseño que, una vez se introducen, dislocan el eje central y transforman la experiencia en algo muy distinto. Una vez se nos introduce el combate y la gestión de recursos, el juego toma un cariz mucho más cercano al survival horror tradicional, donde los puzzles se encuentran contextualizados junto a otros elementos igualmente importantes.
Decisiones de este tipo, de carácter extremadamente idiosincrático, y tomadas desde la madurez y la confianza en que todas esas cosas son las que un juego así necesita, truncan manifiestamente el atractivo que Scorn pudiera tener para el público generalista, y lo sitúan desde el principio en la senda del videojuego de culto. El movimiento de Scorn es lento y pesado, el combate es una opción pero nunca es la mejor opción, no hay mapa ni marcadores ni nada que nos permita orientarnos más allá de nuestra capacidad para reconocer pasillos o elementos del escenario, tampoco se nos ofrecen pistas si nos atascamos o permanecemos mucho tiempo sin avanzar. Scorn insiste en situarse frente al jugador como un objeto anómalo, opaco, al que es el propio jugador el que debe hacer el esfuerzo de acercarse para tratar de encontrarle sentido, invirtiendo la dirección del movimiento habitual, donde es el juego el que busca hacerse entender.
En consecuencia, es muy poco sorprendente que la respuesta de la crítica haya sido tan polarizada, y las opiniones alrededor del juego tan divisivas. Tras terminármelo, sin embargo, a mí no me ha quedado ninguna duda de que todas y cada una de las irregularidades, aristas y anomalías están ahí de manera absolutamente consciente, como pequeños dispositivos colocados cuidadosamente para que ni la diversión superficial, ni el tedio, ni la indiferencia puedan apoderarse del conjunto en ningún momento. Los controles toscos, la supervivencia miserable y la desorientación son como pequeñas agujas que intervienen en el costado del jugador cuando está empezando a pasárselo demasiado bien, o demasiado mal. Dicho de otra forma, no solo no me parecen accidentales, sino que son la sustancia, constituyen la columna vertebral, el centro neurálgico de la experiencia: equivalen al olor pungente y nauseabundo del surströmming que precede a los momentos de deleite una vez nos lo metemos en la boca y el sabor pasa a ganar protagonismo. La idea de presentar un juego como este y hacerlo con una jugabilidad sedosa y agradable, con un game-loop estimulante y adictivo se me antoja mucho más violenta y chirriante que cualquiera de los momentos del juego.
Hay también espacio para la familiaridad, de todos modos. Scorn es extraño respecto a la manera que tiene de integrar y sostener la presencia del jugador en su mundo, pero en lo que relativo a las ideas en sí, se pueden establecer puentes y relaciones de parentesco sin problema. Es fácil ver trazas de los últimos Resident Evil de Capcom en la manera que tiene de entender el movimiento y la resolución de conflictos, mientras que el diseño de niveles evoca el corridor shooter de Doom 3, con sus recorridos estrechos y sus ángulos muertos ocultando lo que hay más allá de cada esquina. De toda la paleta de sabores que Scorn ofrece para la degustación, el más interesante quizá es la manera que tiene de canalizar ciertos dogmas del plataformas cinemático al estilo de Éric Chahi y Jordan Mechner para sumar todavía más densidad a la propuesta. Juegos como INSIDE, Little Nightmares e incluso ICO o The Last Guardian —en clara herencia con el trabajo de estos dos creadores— se caracterizan por una cierta forma de articular sus mundos, anclando todas las acciones, interacciones y mecánicas de una manera mucho más estrecha de lo normal, renunciando deliberadamente a abstracciones mecánicas a través de menús, valores numéricos o inventarios. Son juegos que se caracterizan por lo táctil e inmediato que resultan todas las acciones, y por cómo incorporan la fisicidad del personaje y el entorno en el propio tejido mecánico. Scorn, por supuesto, no es un plataformas, de hecho, por no tener, no tiene siquiera botón de salto, pero sí que tiene muchísimo de esa filosofía a la hora de hacer que todas las acciones que podemos hacer tengan una relevancia y una presencia absolutamente tangible en el entorno que nos rodea. Elementos como la munición o las estaciones curativas se presentan como apéndices corporales que adherimos a nuestro cuerpo, sus puzzles basados en manipular maquinaria pesada, en eliminar obstrucciones o provocarlas sobre sus pasillos como arterias y sus habitaciones como cajas torácicas evocan la sensación de ser un organismo invasivo en el interior de un cuerpo colosal que hace todo lo posible para resistirse a nuestro avance.
Lo peor de Scorn no es su escasa voluntad por hacerse entender o tener al jugador entre algodones. De alguna manera, lo peor de Scorn es que no sea aún más Scorn. Algunas de sus decisiones son, a mi modo de ver, demasiado legibles, demasiado familiares. Muchos de sus puzzles no van más allá de ser rompecabezas deslizantes o laberintos glorificados, las armas que el juego nos presenta no dejan de estar, a pesar de su fascinante diseño, codificadas como la clásica pistola, escopeta y lanzagranadas, obtenidas además en exactamente ese orden. No es algo que arruine la experiencia, de hecho cabe la posibilidad de ofrecer el contraargumento de que, de no existir esa familiaridad vestigial, el juego funcionaría mucho peor, pero como ese perfil de crítico amante de los sabores fuertes, una parte de mí echa de menos la ilegibilidad inmediata de algo como The Witness o los puzzles más obtusos de FEZ, que aquí cobrarían una dimensión potentísima y abrumadora.
Tengo también ciertos problemas con el imaginario visual. Aunque el trabajo de Giger y Beksiński es el que es y el juego hace un trabajo formidable a nivel de fundir e hibridar las particularidades de ambos autores, permitiendo que se establezca un diálogo interesante entre ambos, la interpretación quizá demasiado literal. No hace falta más, porque como digo, de lo que se trata aquí es de poder satisfacer ese deseo primordial de poder habitar, aunque sea de manera pasajera, el interior de sus pinturas. Pero parte de mí echa de menos, a pesar de todo, un imaginario menos heteronormativo, con un avatar menos masculino y un universo en el que la fecundación perdiera valor frente a la gestación; en el que la creación de la vida se entendiese de una manera menos fálica, con mayor protagonismo a motivos estéticos femeninos como el útero, la lactancia o el embarazo.
Scorn tiene valor más allá de como mero videojuego. Es una oportunidad estupenda para plantearnos ciertas cosas, como por qué elevamos ciertos productos donde sus temas y motivos narrativos aparecen completamente desconectados de su perfecto y aterciopelado núcleo jugable, en el que la idea de que pueda existir cualquier tipo de fricción entre el jugador y la experiencia se trate como el más abominable de los tabús. Y también por qué, cuando se nos presenta la oportunidad de jugar a algo con una visión artística comprometida cuyos aspectos jugables se encuentran en un régimen de coherencia perfectamente alineado con el resto de elementos, la respuesta es el rechazo y las críticas a nivel absolutamente superficial. Me tomo Scorn como una bandera clavada en medio de una ladera especialmente escarpada, en la que casi nadie en el panorama mainstream se atreve a adentrarse. No sé cómo tratará el tiempo a este juego, pero en cualquier caso, ahí quedará su huella, como un testimonio de su valentía o su estupidez. Quizá es más importante gustar menos, pero hacerlo de una forma más insidiosa y penetrante. Quien bien te quiere, te hace llorar, y Scorn está dispuesto a quererte mucho.
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Ya sólo por la dedicatoria mereció la pena leerte.
Qué buen texto, leñe.
«por qué, cuando se nos presenta la oportunidad de jugar a algo con una visión artística comprometida cuyos aspectos jugables se encuentran en un régimen de coherencia perfectamente alineado con el resto de elementos, la respuesta es el rechazo y las críticas a nivel absolutamente superficial»
Porque si quiero cosas obtusas con las que siento que pierdo el tiempo en pos de un sustrato que a duras penas toma forma leo a Heidegger, Jorge. El entorno y la presentación molan mucho; los puzzles, la movilidad del personaje y el dichoso combate, no tanto.
No sé por que´, pero casi siempre que leo algo sobre Scorn suena más a justificación que a otra cosa.
Si hubiera prescindido del combate, le daría un 10. Pero es que esa parte se me hace insufrible, hasta el punto de abandonar el juego.
Bonito texto y bonito juego. Justo pensé en Fran cuando vi la noticia de Dino Patti, creo que les habrá pasado a varios.
PD: Todos los hombres son quisquillosos con la comida, es un pilar del patriarcado. A mi no me engañas Jorge xD
Pues ahora me gustaria probar el arenque ese.
¡Qué buen análisis!
El juego la verdad que ha estado interesante. Se agradece que saquen cosas distintas. O al menos que lo intenten.
PD: Yo si que percibí mucha iconografía ¿femenina?: partos, pechos, gestación, embarazo… Incluso fetos. De hecho lo que no percibí fue iconografía como muy falocentrica.