Análisis de The Banner Saga 2

El 14 de enero de 2014 un estudio formado por exmiembros de Bioware llamado Stoic lanzaba The Banner Saga, la primera entrega de una historia de ambientación vikinga que nos habla del regreso de los Dredge, un ejército de guerreros dispuestos a acabar con la humanidad, y la lucha de una alianza entre hombres y Varl —una raza de gigantes cornudos— por su propia supervivencia y la de su pueblo. Ese mismo día los diarios abrían con la información de que un grupo de rebeldes yihadistas había tomado la ciudad siria de Raqqa y que llevaba días controlando Faluya, en Irak. Seis meses después aquellos a los que los medios llamaban “insurgentes suníes” se bautizaban a sí mismos como Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS) y la organización se autoproclamaba califato internacional. Mientras distintas facciones trataban de detener el avance de ISIS, la población sufría los bombardeos y empezaba a evacuar las zonas más castigadas, advirtiendo lo que ya se preveía como un verdadero éxodo hacia Europa si la situación no se estabilizaba. El relato de una gente dispuesta a fagocitar cualquier atisbo de cultura que no fuese la suya, en cierto modo, se parecía un poco al de The Banner Saga.

Han pasado más de dos años y gran parte de la población siria ha huido de su tierra natal, embarcada en un viaje hacia las capitales del mundo desarrollado como único refugio posible para escapar de la violencia y la opresión. El trayecto de los refugiados, por razones que todos conocemos a estas alturas, está siendo una pesadilla: familias enteras luchan contra el frío, la enfermedades y la falta de recursos, retenidos en mitad de un camino tortuoso y avanzando solo de vez en cuando, sin saber cuándo alcanzarán su destino o, en caso de que lo consigan, si les estará permitido refugiarse allí e iniciar una nueva vida. La tragedia progresiva de aquel éxodo vuelve a parecerse, casualidades de la vida, a The Banner Saga 2.

Alguno pensará con cierta parte de razón que frivolizar con el drama de los refugiados sirios en el análisis de un videojuego es un poco mear fuera de tiesto, pero el paralelismo que ha brotado en mi cerebro mientras jugaba no tiene tanto que ver con un parecido matizable entre historia e Historia como en las sensaciones que me ha ido transmitiendo esta segunda entrega de la serie de Stoic, y eso que en su día no jugué a la primera. Y es que The Banner Saga 2 es un juego profundamente triste, una narración sobre un pueblo que huye de su hogar por pura supervivencia y que lucha contra los Dredge para cubrir la propia retirada de sus familias y no por aplastar al enemigo o ganar su territorio.

La épica de esta mitología politeísta de aires nórdicos queda aquí sometida y reducida a vestigios: los dioses murieron hace mucho, el sol se ha congelado en el cielo, el enemigo es literalmente inhumano —los Dredge son una suerte de demonios hechos de piedra— y cada enfrentamiento es solo una manera de comprar tiempo —la moneda es, por cierto, las vidas de nuestros guerreros— para que la caravana de refugiados recoja sus cosas y retome la huida hacia la gran metrópolis amurallada de Arberrang, en el extremo oeste del continente. Las dificultades que ofrece el sistema de gestión de moral, recursos y héroes invita una y otra vez al desánimo, a intentar un paso más hacia una salvación que nadie nos asegura, a hacer de tripas corazón con tal de evitar la muerte de todo lo que conocemos, y a sacrificar a seres con los que hemos establecido cierto vínculo emocional (y en los que también hemos invertido recursos) con tal de alcanzar un bien mayor.

Y es que cuando llega la hora de las hostias es cuando termina de quedar claro que The Banner Saga 2 no es solo una preciosa fuente de fondos de pantalla potenciales: el mecanismo de combate táctico es inteligente y muy pulido. Apoyado en la clásica dinámica de turnos sobre una cuadrícula que delimita el movimiento, lo que más llama la atención es la manera en que podemos elegir atacar entre dos estadísticas del oponente: salud y armadura. La salud marca no solo los puntos de vida del enemigo sino también la cantidad de daño que es capaz de infligir, y la armadura suele ser un número más alto. Aquí el juego coquetea con nuestra capacidad para mantener la paciencia y ser un poco conservadores, castigando a menudo la improvisación de atacar directamente a la salud, y recompensando una táctica más tenaz basada en ir bajando la armadura y reservar los mejores golpes para cuando las defensas dejen de ser efectivas. Esto no solo alarga de una forma orgánica los combates, sino que nos hace desarrollar estrategias paralelas para hacer los ataques más efectivos, como por ejemplo ir presionando a los Dredge para que se agrupen como un rebaño al que siempre es más fácil atizar con golpes normales o ataques de alcance que afecten a varios adversarios.

Como en la mayoría de RPG tácticos, la preparación previa tiene tanta o más importancia que el desarrollo mismo de las batallas. La rotación de héroes, el orden de turnos que podemos establecer, la progresión por la vía del entrenamiento durante las acampadas o la compra de equipo que suba determinadas habilidades de cada personaje pueden determinar en gran medida si salimos victoriosos de la siguiente emboscada o hincamos la rodilla.

Se hace un poco extraño hablar de un juego como The Banner Saga 2, que es la parte central de una trilogía pensada como tal desde su concepción, sin haber jugado al primer The Banner Saga. Este no es uno de esos textos que sirven para decidir si la dirección de la serie es la correcta, si se ha virado en algún sentido, si se apuesta por el continuismo, si se ha tomado en serio la opinión del público o si merece la pena, como consumidor, seguir invirtiendo en el trabajo de Stoic. No tengo ni idea, honestamente. Lo que sí puedo afirmar es que el segundo juego de la franquicia tiene empaque visual, solvencia en sus sistemas de gestión, solidez en el combate, interés en su historia y su ambientación y capacidad de aportar diversidad a las partidas como para que merezca la pena por sí solo. Eso lo sé hasta yo. [8]