Aunque es tentador quedarse con La ventana indiscreta, esa gran obra maestra de Hitchcock, a la hora de hablar de The Flower Collectors, lo nuevo de Mi’pu’mi Games, quizá sea un videojuego la mayor influencia de este thriller ambientado en la Barcelona de finales de los 70, un escenario poderosísimo y único que hasta ahora nadie se había atrevido a explorar. A Mi’pu’mi se les asocia con la delicadeza de The Lion’s Song, su anterior juego; la delicadeza de su pixel art y la de las historias de los artistas que protagonizan ese rotundísimo debut. Pero al estudio austriaco quizá se le haya pegado algo de otro juego muy distinto: hablo de Hitman, de IO Interactive.
Además de desarrollar sus propios juegos, Mi’pu’mi trabaja dando asistencia a otros desarrollos. Con IO Interactive llevan trabajando unos cuantos años. Participaron en el Hitman de 2016 y en su secuela (en «gameplay, motor, herramientas, online y programación de interfaz», según su web) y también firman los ports para máquinas actuales de los primeros juegos de esta serie, reconocida por su particular planteamiento: en ellos asumes el papel de un asesino a sueldo que debe cumplir, de la manera más pulcra posible, los encargos que se le asignan, eliminando a sus objetivos y huyendo del lugar del crimen sin dejar rastro. Como The Flower Collectors, Hitman es, en gran medida, un juego en el que observar el entorno es esencial: buscar un sitio desde el que estudiar el comportamiento de cada personaje, aprender sus rutinas y trazar un plan que tenga en cuenta esa información, e idealmente diseñar una macabra máquina de Rube Goldberg que desemboque en un asesinato limpio y sin testigos.
Precisamente con un asesinato empieza The Flower Collectors, aunque aquí tu objetivo es bien distinto. Una noche de tormenta, Jorge, un expolicía forzosamente retirado después de un incidente que le dejó en silla de ruedas, observa desde la terraza de su piso un asesinato; mejor dicho, escucha un asesinato y, cuando sale a ver qué ha pasado, ve un cadáver y a alguien que huye y a quien no consigue identificar. Al rato, una joven periodista, Melinda, llama a su puerta: estaba allí para reunirse con la víctima, dice, pero cuando ha llegado ya era demasiado tarde. Melinda trabaja en un periódico de izquierdas y está decidida a llegar hasta el fondo del asunto, porque, se huele, hay intereses ocultos detrás de ese asesinato; tú, desde tu silla de ruedas y con la ayuda de unos prismáticos y una cámara de fotos, decides ayudar a la periodista, y sin saber muy bien por qué te metes en una investigación que te hará replantearte ideas y reabrir viejas heridas que creías ya enterradas en el pasado.
Es un punto de partida extraordinario que se desaprovecha en un juego demasiado simple y que no consigue aterrizar ninguna de sus mecánicas, todas indefinidas y faltas de profundidad; esta indefinición y falta de profundidad acaba afectando también a la historia, que se conforma con presentar un elenco de personajes siempre en la frontera entre la unidimensionalidad casi esquemática y el tipo de actores con matices y sombras que necesita una intriga como la que narra The Flower Collectors, que en última instancia quiere ser un retrato de una sociedad todavía con un pie metido en una dictadura, con sus secretos, sus silencios y sus injusticias.
Me parece significativo que el juego sea más interesante cuanto menos has avanzado en el argumento, o sea, cuanto menos cabos sueltos tienes y más sencillo parece el asunto. Las primeras salidas a la terraza son las más evocadoras. Ahí vas conociendo a la gente que vive en esa plaza ficticia de Barcelona en la que se desarrolla el juego: hay un cura que juega al ajedrez con un sintecho, dos mecánicas italianas perpetuamente enfrascadas en la reparación de una Vespa, una cabaretera y un camarero que viven un romance que nunca termina de cuajar, una anciana que, como tú, vigila la plaza desde su piso, justo enfrente del tuyo, y también están la dueña del cabaret y el gorila que vigila la puerta. Un gorila literal: al estilo de Blacksad, los personajes no son humanos sino animales antropomórficos, una licencia que personalmente no me agrada en exceso pero con la que puedo vivir. Durante estas primeras inspecciones al entorno llegué a pensar que era incluso una buena idea convertir a los personajes en animales: un recurso que, bien usado, podría aliviar las fricciones de un estilo visual un poco plano, que quiere apoyarse en la simplificación para aumentar la legibilidad, imprescindible en un juego basado casi exclusivamente en la vista, en leer el escenario.
Son momentos evocadores porque animan a pensar en un escenario pequeño pero en el que ocurren cosas; un sitio del que puedes extraer la información necesaria para, como si fueran piezas de un gran puzle, formar una imagen completa que te permita «resolver el caso». En la pared del piso de Jorge hay una carta náutica en la que él y Melinda ocultan las pruebas que van recopilando: fotos, dibujos y documentos que van ordenando para dar forma a un relato que les vaya acercando al culpable, a la solución del misterio. La realidad es que la investigación, y en general todo el juego, es tan rígida que no hay espacio para la duda, para el tanteo o incluso para el fallo; a The Flower Collectors le falla la atención al detalle, a mi parecer imprescindible en un juego así. El bajo presupuesto se convierte aquí en un palo en la rueda propia: se nota en una filosofía de aprovechamiento extremo que no solo hace que todos los personajes tengan algo que ver en el argumento (ninguna ventana de la plaza deja ver una cotidianidad que vaya más allá de la intriga que hay en marcha; todo el mundo tiene su papel), acartonando el escenario en exceso, sino que lo que podría haber de narrativa ambiental, por ejemplo a través de las fotografías que tiene Jorge en su piso, se utiliza como «objetivos de misión» en un momento u otro: es una torpeza forzar al jugador a examinar un cuadro (a «activar» una línea de diálogo, a exponerse de manera tan explícita a un trigger interno del juego) antes de que un personaje, en la calle, empiece a hacer algo que haga avanzar la historia. Mata cualquier sensación de vida corriente que pueda haberse cultivado hasta el momento: da a entender que hay alguna relación entre Jorge rebuscando en una caja o abriendo un sobre y que un personaje haga acto de presencia o vaya a hablar con otro; embalsama la plaza, la paraliza.
Los problemas más profundos de The Flower Collectors vienen acompañados de un catálogo de animaciones escasísimo, que no consigue transmitir nada a quien espía desde los prismáticos (cuando ves a tres personajes hablando, por ejemplo, todos tienen la misma animación, y la ejecutan en el mismo momento, sin matices, sin expresividad; los apuntes de Melinda son imprescindibles para comprender qué ha pasado, otro golpe mortal para la idea del juego), y de una ambientación sorprendentemente irregular, que mezcla guiños a la cultura local como el periódico La Retaguardia, trasunto de La Vanguardia, con números de teléfono que empiezan por 555 y carteles que mezclan sin aparente sentido el inglés y el español; también de situaciones con buen fondo pero mal implementadas, como los momentos en los que tienes que «guiar» a otros personajes para que vayan de un punto a otro sin que les descubran, un pequeño reto o puzzle torpón y, de nuevo, limitado por una solución única que convierte una escena marcada por la tensión en un trámite engorroso y que, para colmo, se repite en dos ocasiones.
Creo que es difícil no tener la sensación de que The Flower Collectors es un videojuego fallido; uno al que se le debe aplaudir su propuesta, tanto por la audacia de explorar las posibilidades de la Barcelona recién salida del franquismo como por su, al final, valioso alegato a favor de la justicia y la libertad. Es precisamente por esta audacia por lo que me gustaría pedirle más; un poco más de filo e inteligencia a la hora de tratar a sus personajes, un poco más de mimo y meticulosidad para comunicar a través de los gestos o los movimientos o las miradas, un poco más de cuidado para no convertir tantos diálogos en puras muletas sobre las que se apoyan las partes menos favorecidas, que por desgracia no son pocas. El silencio y la represión y el miedo de los que habla el juego de Mi’pu’mi, y que mucha gente todavía tiene muy presentes en su día a día, podía materializarse de las maneras más físicas y explícitas pero era más perverso y dejaba heridas más profundas cuanto más subrepticio; es una lástima que, aun siendo consciente de ello, The Flower Collectors no sea capaz de expresarlo de una manera más conveniente e interesante, o como poco menos torpe. [4]
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Bajona.
me acabas de romper el corazón!
Matadme, pero se veía venir.
Bajona mala, con lo genial que era The Lion’s Song.